Julio Camarillo*
Conversando con un amigo sobre el temblor en México, no pudimos sino celebrar el espíritu cívico de una población que se apoyaba en este momento de necesidad, pero lamentando que se limitara a sólo un momento, bajo el efecto breve de la emoción.
Así, sin darnos cuenta, refrendábamos un viejo mito político, según el cual las masas son eminentemente emocionales y hoy levantan escombros para ayudar a aquellos a los que, mañana, despedazarán por medio olote. Ya Maquiavelo lo decía a propósito de Savonarola y, más tarde, bajo una terminología cientificista, Gustave Lebon lo sostendría contra la Comuna de París, ese breve gobierno obrero pronto aplastado a punta de fusil.
En este mismo orden de ideas, un buen gobierno, si quiere durar, debería evitar constituirse sobre esa arena movediza que es la multitud, siempre emocional, volátil como una pluma en el viento. Tal gobierno se afirmará así como racional, y en cierta forma lo es: preocupado ante todo por el intercambio y la circulación de bienes, es decir, por un mercado supuestamente menos voluble.
Hoy se apresta a una vuelta al orden eficiente, llevando maquinaria para levantar los escombros rápidamente y evita, con militares, el paso de aquellos que, con una generosidad desinteresada como el grupo rescatistas de los topos, ofrecen su trabajo voluntario, lento, paciente y colectivo para sacar vivos a los vivos.
¡Cuán contrapuestas son, en efecto, las dos lógicas! Allá, las máquinas y los militares; aquí, las manos de los civiles. Allá, la eficiencia implacable de la gasolina y del bulldozer a costa de vidas frágiles de por sí; acá, la paciencia de inexpertos aprendiendo a coordinarse, así sea por la pequeña esperanza de darle una oportunidad a quien mantiene una vida precaria abajo. Allá también el trabajo asalariado, pactado bajo un contrato libre que obliga a ambas partes; aquí, el trabajo voluntario ofrecido con una libertad más alta, pues el interés colectivo coincide con el individual, movido por la empatía en un acto acorde con las capacidades de cada quien y no acicatado por la competencia.
En toda mi vida no había oído cosas como éstas: “Nunca me había sentido orgullosa por el país, hasta hoy. La ayuda sobra, todos ayudan de alguna forma de lo más pequeño a lo más grande”. “Todos ayudamos mucho. Como te lo imaginarás, he llorado un montón. Es que conmueve cómo nos apoyamos y luchamos por la vida que no es la nuestra”. “Ayer estuve ayudando a los perritos”, quienes a su vez ayudan a encontrar a los sobrevivientes.
Para quienes lo vivieron, en estas frases resuena el año de 1985, cuando otro temblor marcó la memoria de la ciudad de México en la fecha, doblemente aciaga, del 19 de septiembre.
Pero antes de lamentarme de cómo la solidaridad se perderá en la inconstancia de la emoción popular, me gustaría concentrarme en la constancia con que un gobierno productivista prioriza la vuelta rápida al orden, incluso a costa de perder algunas vidas precarias. Sucedió en 1985, y si ahora sucede es porque no ha dejado de suceder durante estos 32 años: quebrantamiento de los vínculos de ayuda mutua y de solidaridad entre la población; población que, atomizada, cierta política precariza; precarizados que, considerados superfluos, mata, deja morir o entierra vivos.
Un episodio reciente de la historia del país forjó la leyenda de que los enterrados y los desaparecidos son como la semilla que renace en una nueva colectividad. Hoy la colectividad echa raíces y va en busca de sus semillas enterradas bajo los escombros. En estos días en que se acusa tanto el supuesto peligro del desbordamiento de las multitudes, ésta reaparece como un –cuan absurdo– exceso de ayuda, un exceso de solidaridad y una solidaridad excesivamente mantenida: darle 32 horas a la búsqueda de gente viva antes de meter maquinaria pesada es demasiado, 24 horas es lo “razonable”. Tantas manos trabajando juntas es demasiado, un bulldozer es lo “razonable”. Mientras tanto, los poco razonables hocicos caninos, junto con voluntarios y rescatistas, siguen encontrando gente viva, y oponiéndose al uso de maquinaria. En ocasiones, solicitan ciertamente el auxilio de “la maquinaria, pues donde hay trabajadores atrapados se necesita remover pedazos grandes de loza que no pudimos tirar o quitar con mazos y cuerdas. Pero se acordó hacerlo sin prisa para garantizar sacar a los trabajadores”.
Del mismo modo, nada excluye que colaboren en concierto con especialistas, autoridades y militares, como en efecto ha pasado también. Esta coyuntura nos lleva a pensar en las condiciones de la solidaridad. Aunque pueda parecer el efecto positivo de algo indeseable, a saber un Estado que sabemos defectuoso, la solidaridad depende por definición de esa falta o defecto de Estado, que busca y requiere.
Tal como la pensaron aquellos social-liberales del siglo XIX en una Europa en ebullición, la solidaridad tiene como correlato un Estado minúsculo, que deja a las masas su propia organización. Pero ese Estado tiene que hacer, por cierto, algo más: no impedirles organizarse. En esto vemos la diferencia con nuestro gobierno mínimo donde la solidaridad es sólo tolerada en casos excepcionales pero aún entonces antepone otros intereses que quiebran su ritmo, y prefiere la velocidad mortífera de trabajadores asalariados, de máquinas implacables y de la producción y circulación de bienes. Así nos damos cuenta de que el espacio urbano se distribuye según el triunvirato de trabajar-consumir-circular, y toda reunión de cuerpos que está ahí, fuera de estas coordenadas, así sea ejerciendo su derecho constitucional a la manifestación, es criminalizada.
Se me reprochará que también ha habido atropellos no sólo de militares sino también de civiles; que la organización es débil y se vuelve caótica e insostenible; que los doctores, militares y maquinistas han también sido de gran ayuda. Respondería que se trata de una multitud aprendiendo y actuando. Ella es el agente cuando se dice que “topos, voluntarios, militares, perros, doctores y maquinaria” se coordinan para sacar a la gente, y es suya la lógica que prima cuando la máquina está al servicio de la mano, el militar está al servicio del civil y la producción propiamente económica y asalariada –que sin duda persiste– se encuentra al servicio del bienestar humano encarnado en el trabajo voluntario.
En una entrevista ya lejana, en la azotea de un edificio, un intelectual francés se resistía a considerar que el proyecto de un mundo común fuera una utopía. Al contrario, defendía contra el periodista: ese mundo está ya aquí, en esta conversación, en este intercambio de palabras desinteresado, sin relación de explotación, sin relación de dominación. Así como él y un poco a contrapelo, a mí me gusta ver en este momento de colaboración espontánea la realidad de ese mundo común, posible pero también ya existente, tan brillante como esa azotea bajo el sol vernal de Italia, aunque suceda entre los escombros dejados por una catástrofe. A la manera del poeta Velarde, quien escribiera un himno más tierno para el país en su Suave Patria (1921), me gustaría llamarle “suave” a este mundo común –un comunismo suave y no por ello menos real– justo ahora que la patria nos parece tan dura. Contra esta evidencia veo levantarse una razón férrea, ajena a este mundo, que mata para construir y reconstruir con prisa, que deja sin trabajo a unos para concentrarlo intensivamente en otros que apenas pueden soportarlo, que asigna el saber a unos pocos para deslegitimar lo que el saber colectivo podría hacer tal vez más lento y con menos pericia, pero mejor, entre más y mejor repartido. Me cuesta trabajo creer que, contra esta evidencia, esta razón dogmática gane con la promesa u-tópica de un mejor nivel de vida gracias a una mayor competencia entre intereses privados.
Me sorprende que, sobre este dogma, algunos se atrevan a llamar utópica a la evidencia de un mundo común. Y me sonrojo al pensar que le pude echar la culpa a la inconstancia de la emoción popular, atacada por todos los flancos, aún en medio de la tragedia, por ese dogma que dicta órdenes a nuestra patria, endurecida contra ese mundo común tan real, evidente y, por qué no, suave también.
Julio Camarillo*
*Doctorante de filosofía política en la Universidad París 7 Denis Diderot
[BLOQUE: ANÁLISIS][SECCIÓN: SOCIAL]
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