Tercera parte
En el imaginario popular, la pasada Cumbre de los Líderes de América del Norte, realizada en Toluca, Estado de México, será recordada por los tediosos rituales de la picaresca diplomática que normalmente envuelven a esa clase de reuniones: los frívolos e intrascendentes elogios mutuos, a menudo zalameramente empalagosos, para consumo mediático; la tradicional opacidad de los temas revisados en las catacumbas protocolarias, cuyos términos se disuelven entre las tinieblas de la secrecía; la ausencia palmaria de resultados de los asuntos que supuestamente se negociarían y que justificaban el encuentro.
“A falta de ideas vienen las palabras”, escribió Hegel.
Ante la carencia de ideas, las palabras hueras definieron el curso del ceremonial trilateral. Pero no por ello se abandonaron las formas solemnes, las cuales le permitieron decir pomposamente a Stephen Harper, primer ministro canadiense –fundamentalista del superávit presupuestal, enemigo del aborto y los homosexuales, entre otras fobias ultraderechistas–, que “México es cada vez más una potencia mundial, y esto es algo que se está acelerando tras la Presidencia de Peña Nieto”. Fue ampuloso. Pero nada rumboso rechazó frescamente una de las dos peticiones de Enrique Peña Nieto: la eliminación de las visas que su gobierno le impuso a los mexicanos desde 2009. Harper había lamentado la emisión de la Ley del Cerco Seguro de 2006 (Secure Fence Act, HR 6061), por medio de la cual el Baby Bush –que rechazaba otorgar la ciudadanía a millones de indocumentados (“me opongo a la amnistía”, dijo al momento de firmar la ley)– aspiraba a contener la inmigración ilegal a través de la ampliación de los fondos para la seguridad fronteriza (entre 2001 y 2006, pasó de 4.6 mil millones de dólares a 10.4 mil millones), del número de agentes de la Patrulla Fronteriza (de alrededor de 9 mil al doble en 2008), de las barreras vehiculares, de los puntos de inspección y alumbrado, del empleo de tecnologías avanzadas (cámaras, satélites, aeronaves no tripuladas), del nuevo y sangriento muro de Berlín de la ignominia (a 1 mil 123 kilómetros) en la frontera de esa nación y México, o de deportaciones, entre otros aspectos, y que liberó de sus correas a la rabiosa jauría de racistas que se dedica a la caza humana de los indeseables extranjeros (http://georgewbush-whitehouse.archives.gov/news/releases/2006/10/ 20061026.es.html).
Sin embargo, 3 años después, Harper emuló al neofacho George W Bush. Impuso su propia muralla jurídica discriminatoria, más higiénica, para contener el acceso de la chusma del Sur del Río Bravo que, como terrible e incontenible plaga de langostas, invade las tierras “civilizadas” norteamericanas y supuestamente amenaza la cultura anglosajona.
Barack Obama, quien dijo que venía a la reunión “en viaje de negocios”, ponderó las reformas del anfitrión, entre ellas la energética. Pero también desechó la segunda demanda peñista: la reforma migratoria, aunque con cierta delicadeza, anunció ambiguamente que era una de sus preocupaciones “prioritarias” bilaterales. No obstante, la discreción de Obama se esfumó cuando, fuera de lugar, despotricó en contra de los gobiernos de Ucrania –antes que fructificara el golpe de Estado que patrocinaba con los europeos; ahora debe estar feliz– y de Venezuela –furioso, pues sus intentos golpistas han fracasado y durante la cumbre tuvo que soportar que Nicolás Maduro acababa de expulsar a tres funcionarios consulares estadunidenses al grito de: “¡qué se vayan a conspirar a Washington!”–. Al cabo todo emperador que visita sus colonias puede darse esos veleidosos exabruptos ante el silencio complaciente de sus procónsules.
Al término de la tertulia, Peña Nieto y Luis Videgaray –secretario de Hacienda y Crédito Público– se quedaron con las manos vacías; y sus ridículas condecoraciones, la del “salvador de México” y la del “secretario de finanzas del año”, rodaron mancilladas por el piso ante la insolencia del César, el verdadero. Esos galardones que, con perverso sentido del humor negro, les impusieron el derechista hebdomadario Times, propiedad del conservador The Financial Times, y The Banker, respectivamente, ambos apologistas del neoliberalismo, en especial del financiero. La distinción dada por el Times a Peña Nieto es un flaco favor si se considera que en 1937 nombró a Chiang Kaishek como el “hombre del año”, y en 1938 a Adolfo Hitler; después, al estrafalario emperador etíope Haile Selassie I (Rey de Reyes, Señor de Señores, supuesto descendiente de Salomón), a Henry Kissinger, Ronald Reagan, George Bush padre o Angela Merkel, o la computadora, como la máquina del año, o al medio ambiente, bajo la divisa: “para bien o para mal… más hayan hecho para influir en los eventos del año”.
Hasta el Acuerdo Estratégico Transpacífico de Asociación Económica quedó en suspenso ante un remiso Congreso estadunidense que se niega a concederle la llamada “vía rápida” (fast track). Dicho Acuerdo, cuyos términos se “negocian” en secreto –como se evidencia en los documentos dados a conocer por Wikileaks (“Acuerdo Secreto de la Asociación Transpacífico”, https://wikileaks.org/tpp/index-es.html)– ha sido denunciado por su carácter excluyente (por ejemplo a Brasil y China), excesivamente restrictivo y nocivo (en materia de propiedad intelectual, comercio electrónico, empresas estatales, telecomunicaciones, compras gubernamentales, limita el acceso a música, películas, libros y conocimiento en general), y que favorece principalmente a los intereses estadunidenses.
Al cabo, el Tratado de Libre Comercio (TLC) quedó igual, atado a sus relaciones desiguales, en espera de un mejor tiempo gastronómico para degustar la enchilada foxista y el chorizo peñista en santa hermandad.
Una sagrada confraternidad que, de todos modos, nadie está dispuesto a apostatar. Ni siquiera los neoliberales criollos que sólo aspiraban a los afeites citados, para consumo doméstico, y que en nada alteran la naturaleza del Tratado. Pero se estrellaron ante en el ingrato muro de la indiferencia de sus impares. Pese al obsequio de buena voluntad que los peñistas les otorgaron unilateralmente y con antelación el negocio del oro negro para su extracción, explotación, procesamiento de petrolíferos y petroquímicos, o su exportación estatal, sin refinar, sin transformar, con el menor valor agregado. Como en los viejos y dorados tiempos de John D Rockefeller, la Standard Oil y las Siete Hermanas, actualmente conocidas como ExxonMobil, ConocoPhillips, Chevron, Amoco, Sohio, Atlantic Richfield y Marathon. Y que son dadivosos con las mineras canadienses, bestialmente rapaces.
El único punto de consenso fue el tratar de asegurar la conservación y el libre tránsito de la mariposa monarca, desde el Sur de Canadá hasta los bosques mexicanos, que todavía no han sido salvajemente destruidos. El futuro del Lepidóptero ditrisio fue capaz de conmover casi hasta las lágrimas a los líderes en cuestión, antes que la movilidad y el drama de los trabajadores migratorios.
En su sano juicio, ¿quién puede negociar, y quién estaría dispuesto a hacerlo, cuando la reina negra del ajedrez político es entregada libremente y sin condiciones antes del inicio de la partida? Los estadunidenses ambicionaban recuperar los hidrocarburos de México desde la misma nacionalización. Desde 1994 aseguraron el control geopolítico de sus exportaciones, según sus principios de seguridad nacional. Enrique Peña les regresa toda la industria. ¿Por qué dar algo a cambio si se la cedieron sin concertar?
Así no puede existir el quid pro quo. El do ut des (“doy para que me des”).
En marzo de 2013, el secretario de Economía Ildefonso Guajardo calificaba al TLC como “un adulto, [que estaba] por cumplir 20 años”, y hablaba de la necesidad de “restablecer [su] potencial”.
Pero ese joven adulto, del lado mexicano, se volvió decrépito antes de crecer. Actualmente padece de achaques seniles. Y en nada contribuyó para que el país superara su crecimiento económico reptante. En 1994-2013, la tasa media real anual de expansión fue de 2.6 por ciento. En la fase neoliberal previa (1983-1993) de 1.9 por ciento. En el ciclo global neoliberal-TLC de 2.3 por ciento. Cuando la economía estaba cerrada, intervenía el Estado y se buscaba la industrialización (1940-1982) el ritmo fue de 6.1 por ciento, el doble comparado con la era feliz “del libre mercado” (ver gráfica 1).
Un fenómeno inescrutable para los Chicago Boys.
Por desgracia, no habrá cambios en la dinámica del TLC. Ni se modificará la estructura desequilibrada del comercio exterior ni la vulnerabilidad y la dependencia externa, mientras no haya un viraje en la política comercial de México y una estrategia de reindustrialización.
Ni llegarán las vitaminas ni los ansiolíticos transpacíficos. La economía continuará padeciendo de avitaminosis y ansiedad. Y aunque llegaran, no surtirán efecto.
México ya tiene acuerdos con varios de los países del Transpacífico. Ha firmado 10 tratados de libre comercio con 45 países; 30 acuerdos para la promoción y protección recíproca de las inversiones; nueve acuerdos de alcance limitado (acuerdos de complementación económica y de alcance parcial) en el marco de la Asociación Latinoamericana de Integración; participa en organismos y foros multilaterales y regionales como la Organización Mundial del Comercio, el mecanismo de Cooperación Económica Asia-Pacífico y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, según la Secretaría de Economía. Prácticamente ha eliminado sus barreras comerciales: el arancel promedio simple y ponderado para las importaciones es de 2.84 por ciento y 1.58 por ciento; para los productos primarios es de 9.28 por ciento y 1.54 por ciento, y para las manufacturas de 7.21 por ciento y 2.37 por ciento, según el Banco Mundial (http: //wdi.worldbank.org/table/6.6).
Sin embargo, nada ha cambiado el perfil del comercio exterior de México adquirido con el TLC. Es decir, el intercambio perennemente tortuoso que contraviene al Tratado de Libre Comercio y el comercio desregulado, debido a las controversias relacionadas con las barreras arancelarias y no arancelarias impuestas por Estados Unidos a productos nacionales, y en algunos casos a los canadienses (cemento, atún, transporte transfronterizo, disposiciones obligatorias en materia de etiquetado del país de origen, que afectan a cárnicos –res, pollo y cerdo–, pescados y mariscos; frutas y verduras frescas, cacahuates y nueces, precios predatorios y subvenciones –dumping, Enmienda Byrd–, tubería petrolera, acero inoxidable, medidas fitosanitarias).
México se mantendrá como un modesto vendedor de materias primas, primario-exportador, así como de ensamblados manufactureros controlados por unas cuantas corporaciones, y como un comprador de bienes de consumo, intermedios y de capital, después de la devastación de sus sectores agropecuario y manufacturero, asociada al neoliberalismo y al TLC.
Porque ése es el destino y el papel asignado a México dentro del proyecto neoliberal y el TLC, que exaltan el espejismo de las “ventajas comparativas” tradicionales. Además, México carece históricamente de una burguesía con el empuje schumpeteriano, creativo, innovador. Sólo dispone de una parasitaria lumpen-burguesía y un lumpen-desarrollo –André Gunder Frank dixit–, y de una elite política sin una visión nacional y de largo plazo.
¿Qué es lo que exporta México? ¿Cuál es la contribución de los productores nacionales? ¿Qué tipo de empresas y cuántas controlan las ventas externas? ¿Cuál es el resultado sectorial del comercio exterior? ¿Cuál es el saldo comercial con el resto del mundo?
El primer aspecto llamativo es, sin duda, la despetrolización de las exportaciones. En 1982 las ventas externas de hidrocarburos representaban el 69 por ciento del total. En 1993, cayeron al 15 por ciento y, en 2013, a 13 por ciento. Las manufacturas por su parte se elevaron de 24 por ciento a 79 por ciento y 83 por ciento en los años referidos. El resto son productos agropecuarios, petroleros y mineros (ver gráficas 2 y 3).
Eventualmente, lo anterior podría considerarse como una especie de proceso de industrialización que, en consecuencia, implicaría una mejoría en la relación de los términos de intercambio (mayores precios de exportación, que descansarían en las manufacturas, más que en los productos primarios –agropecuarios y mineros–, con relación al de los importados) y en el poder de compra de las exportaciones (la capacidad de compra que tiene un país con el resto del mundo como promedio, o la cantidad de bienes que en distintos momentos pueden comprarse con ingresos reales de las exportaciones). Si fuera así, sería la envidia de los administradores preneoliberales, cuya divisa fue superar el subdesarrollo asociado al modelo primario-exportador, que refleja el deterioro de dichos términos y del poder de compra, a través de la industrialización sustitutiva de importaciones.
Sin embargo, la realidad es otra. Ante todo, es menester revisar la exportación de manufacturas y separar de ella a las maquiladoras (equipos para computadoras y otros aparatos eléctricos y electrónicos, por ejemplo), básicamente producidos por las empresas extranjeras que elaboran un producto por partes en varios países para aprovechar los bajos costos (por ejemplo, los salarios y prestaciones pagadas) y luego lo ensamblan en otro.
Hasta donde se dispone información del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), entre 1993 y 2006 las exportaciones de maquiladoras representaban el 59 por ciento y 62 por ciento del total de las manufacturas (ver gráfica 4). El 41 por ciento y 38 por ciento restantes correspondía a empresas de origen nacional y otras trasnacionales. Es decir, la participación mexicana es todavía menor. Es probable que el peso relativo de las maquiladoras haya aumentado en los años subsecuentes. En promedio, la importancia de la industria automotriz equivale a alrededor del 20 por ciento de las ventas externas manufactureras y, como es conocido, todas son corporaciones transnacionales que de mexicanas sólo tienen la explotación de los trabajadores, el consumo de algunos insumos y un sello (“Hecho en México”). Es ese sentido, el poder de las exportaciones manufactureras mexicanas es un mito. Lo que no es un mito son las utilidades remitidas al exterior, que benefician a los países de origen de las empresas foráneas.
Si se excluyen las maquilas y se consideran los productos agropecuarios, petroleros y mineros, la participación propiamente mexicana difícilmente supera el 40 por ciento de las exportaciones totales.
El limitado efecto multiplicador de las manufacturas sobre el crecimiento se explica por el bajo nivel de materias primas nacionales que consume. Los datos del Inegi señalan que entre 2007 y 2013 la importancia de estos últimos en el total pasó de 24 por ciento a 29 por ciento.
El brillo manufacturero se pierde por completo si se considera el saldo de su intercambio y de los sectores que lo integran. En 1993 su balanza comercial fue de 19 mil millones de dólares, y en 2013, de 12 mil millones. No fue peor debido al superávit del subsector de productos metálicos, maquinaria y equipo, el cual pasó de 576 millones de dólares a 34 mil millones en los años citados. Pero la industria agroalimentaria elevó su déficit de 2 mil millones a casi 4 mil. La textil de 1.2 mil millones a 3.9 mil. La siderúrgica de 2.1 mil millones a 8.4 mil millones. La química de 2.3 mil millones a 13.3 mil millones. La petroquímica de 975 millones a 15 mil millones (ver gráfica 5).
Lo anterior no es más que la expresión de la destrucción del aparato productivo industrial desarrollado hasta 1982, con todo y sus defectos.
Para agravar las cosas, con el TLC, el sector agropecuario, que había sido un aportador neto de divisas, en 1993 registró un saldo positivo de 63 millones de dólares, y en 2013 uno negativo por 1 mil millones. El sector petrolero, que es el sostén de la economía, arrojó superávits por 5.4 mil millones y 8.7 mil millones. No obstante, su estrella también se eclipsó, toda vez que en 2006 alcanzó su mejor resultado con 19.4 mil millones. Ese es el resultado del desmantelamiento neoliberal deliberado para reducir a la industria al extractivismo, a la simple extracción y exportación del crudo de escaso valor agregado.
La gráfica 6 muestra otro hecho revelador: que la dinámica de las exportaciones está más estrechamente relacionada con las contracciones del crecimiento interno y los ajustes cambiarios. Esa situación obliga a los empresarios a tratar de colocar su producción en el mercado externo para compensar la debilidad de la demanda local, así como el abaratamiento temporal posdevaluatorio de los productos. Pero a medida que se reactiva la economía, aunque sea paupérrima y se pierden las ventajas cambiarias, las exportaciones tienden a reducir su ritmo. El comportamiento de la demanda internacional refuerza los altibajos de las ventas externas.
Las crecientes importaciones no se deben a un alto ritmo de crecimiento. Por el contrario, evidencian el desplazamiento de la producción y de los productores por el ingreso masivo de productos foráneos y la desarticulación de las cadenas productivas, gracias al TLC y las políticas neoliberales. Entre 1993 y 2013, las importaciones totales pasaron de 63 mil millones de dólares a 381 mil millones. La compra de bienes de consumo de 8 mil millones a 57 mil millones. La de bienes intermedios de 47 mil millones a 285 mil millones. En 1980 era de 13 mil millones y equivalían al 64 por ciento de las importaciones totales. En 2013 representaron el 75 por ciento. Las de bienes de capital subieron de 11 mil millones a 39 mil millones.
En esa tesitura, es más que evidente el alto grado de vulnerabilidad de la economía a las fluctuaciones del mercado mundial, en especial del estadunidense, donde se concentra el comercio exterior, aunque de manera declinante. En 1993 se destinaban a ese mercado el 83 por ciento de las exportaciones y en 2013 el 79 por ciento, mientras que las importaciones pasaron de 69 por ciento a 49 por ciento.
*Economista
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