Los trabajadores mexicanos llegan a otro 1 de mayo más precarios, más pobres y más miserables. Lo anterior, merced a la política estatal de contención salarial impuesta entre 1983 y 2015, la cual ha sido subordinada a la política del control de la inflación, objetivo que deliberadamente es confundido con la estabilidad macroeconómica: el crecimiento de la economía, sin grandes fluctuaciones en la actividad económica –recesiones o auges insostenibles–, del empleo y de la renta; un nivel de precios relativamente bajo y estable, económica y socialmente aceptables; una política monetaria (tasas de interés y tipo de cambio) y fiscal, y una evolución de las cuentas externas (balanza de pagos) en función de los propósitos anteriores.
Una política económica de orientación keynesiana tiende a privilegiar el crecimiento y el bienestar social, sin sacrificar los otros equilibrios.
Una política monetarista, neoliberal, como la aplicada en México desde el gobierno de Miguel de la Madrid, se inclina por privilegiar la contención de la inflación (en un nivel similar a la internacional) sobre el crecimiento, el empleo y los salarios. En una secuencia, primero debe afianzarse el bajo nivel de precios y, después, se puede aspirar a las siguientes metas.
En esa lógica, el estancamiento económico, la escasa capacidad de la economía para generar empleos estables y el deterioro de los salarios reales, no es un fenómeno accidental. Es deliberado. Por esa razón, sus resultados han sido calificados como un genocidio económico.
Las crisis devaluatorias (sobrevaluación cambiaria, provocada por su atraso, que, junto con la eliminación de los aranceles, abarata el precio de las importaciones que se convierten en el “techo” de las cotizaciones internas, sin importar que el ingreso masivo de productos foráneos afecte la producción local), el colapso de las cuentas externas (déficit que se vuelven insostenibles), o las crisis fiscales y de deuda externa, son consecuencia de ese manejo económico.
Enrique Peña Nieto y su secretario de Hacienda y Crédito Público, Luis Videgaray, pudieron apostar por elevar el crecimiento económico, el empleo y los salarios reales, con el objeto de superar el estancamiento crónico de 1983-2012, la incapacidad estructural para generar las plazas laborales requeridas anualmente, y revertir la pauperización del 80 por ciento de la población, 96 millones de personas de un total de 120 millones de mexicanos contabilizados al cierre de 2014.
Ello si se considera que en su discurso de toma de posesión del 1 de diciembre de 2012, el presidente de México dijo que “es indignante, es inaceptable que millones de mexicanos padezcan hambre”. Que la pobreza “nos agravia, nos duele y daña la imagen de México en el exterior”. Que quiere “elevar la calidad de vida de las familias mexicanas” con un “cambio de paradigma”. “Que el segundo eje de mi gobierno” será “lograr un México incluyente, combatir la pobreza y cerrar la brecha de la desigualdad que divide a los mexicanos”.
Por ejemplo, en 2015, para eliminar la férrea ley de bronce impuesta a los salarios desde 1983, pudo plagiarse la propuesta de Miguel Ángel Mancera: elevar el salario mínimo a 82.86 pesos diarios, de su nivel de 56.51 pesos de 2014. Luego, elevarlos hasta 171 pesos en un lapso de 10 años, lo que hubiera reducido la pérdida de su poder de compra en alrededor de la mitad, beneficiando a 6.5 millones de personas que reciben ese ingreso. De esa manera, hubiera cerrado la brecha salarial, elevando el piso y no homologando a los contractuales en el sótano.
Sin embargo, el gobierno prefirió mantener la ortodoxia: subordinar el alza de los salarios nominales a la tasa de inflación anual esperada y no la alcanzada, sin compensar el rezago en los ingresos de los trabajadores por el desfase entre éstas. Eso ha ocurrido desde 2012 y esa política se mantendrá lo que resta del sexenio.
Peña y Videgaray, como en su momento lo hicieron los panistas Vicente Fox y Felipe Calderón, sólo se han dedicado a administrar la permanencia de los salarios reales en el fondo del pozo, sin permitir la recuperación del poder adquisitivo de los mínimos y contractuales, cuya pérdida se inicia en 1976, con la Carta de Intención firmada entre el gobierno echeverrista y el Fondo Monetario Internacional (FMI).
La docena de nuevos impuestos, o aumentos en los existentes, inventados por la Secretaría de Hacienda en 2014, enflaquecieron los escuálidos salarios.
Estadísticamente –aunque en la realidad es peor–, entre 2013 y 2015 (si este año la inflación es de 3.5-4 por ciento, por encima de la meta de 3 por ciento), los salarios mínimos reales, la principal fuente de ingresos de las mayorías, perderán, en promedio anual, 0.3 por ciento más en su capacidad de compra, medida por los precios de la canasta básica. Es decir, 1 punto porcentual más acumulado. Los contractuales 0.5 por ciento cada año; 1.5 por ciento acumulado.
De esa manera, el retroceso del salario mínimo real promedio, al cierre de 2015, será del orden de 76 por ciento, con relación a su máximo histórico de 1976. En el caso de los contractuales ascenderá a 64 por ciento respecto de 1982.
Con esa caída, la peor de América Latina y una de las más graves del mundo, los salarios reales de los trabajadores son menores a los conocidos en 1936, cuando se legalizan los pagos mínimos.
La estructura salarial pagada por los nuevos empleos no ofrece la posibilidad de una futura mejoría en los salarios reales. Por el contrario, condenan a los trabajadores a vivir entre la miseria y la pobreza.
En 2007, el 54.8 por ciento del total de ellos se concentraron en los rangos de menos de un salario mínimo hasta tres veces ese ingreso. En 2014 el porcentaje se eleva a 59.7 por ciento. En 2014 el 46.4 por ciento pagan entre más de un salario mínimo hasta tres veces. En contrapartida, en 2007, las nuevas plazas que pagan más de tres veces el salario mínimo equivalen a 30 por ciento del total en 2007. En 2014 su participación se reduce a 21 por ciento.
La situación anterior se reproduce en los empleos asalariados subordinados. En 2007 el 59.7 por ciento de los nuevos se ubicaban en un rango de menos de un salario mínimo hasta tres veces. En 2014 su participación se eleva a 63.9 por ciento.
Tanto el gobierno como los empresarios han menospreciado al salario mínimo. Según ellos, el número de personas que perciben ese ingreso es marginal.
Del total de ocupados en 2007 (44 millones de personas), el 12.7 por ciento (6 millones) percibe hasta un salario mínimo. En 2004 se eleva a 13.3 por ciento (6.5 millones de 49.4 millones). En el caso de los asalariados subordinados su participación se eleva de 8.6 por ciento (2.5 millones de personas de 29 millones) a 9 por ciento (3 millones de 33 millones). Esos asalariados se ubican en las zonas rurales y en las urbanas, caracterizadas por las peores condiciones laborales.
Resulta ocioso comparar los salarios mexicanos con los de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), que agrupa a 34 países miembros, entre ellos México. Las percepciones nacionales son las más infames. Al equipararlas con esa zona, los nacionales quedan en una condición de vergonzosa.
Es más útil comparar los salarios mexicanos con los de sus pares latinoamericanos. Todos subdesarrollados. Su evolución regional muestra el sesgo ideológico, político y económico de sus gobiernos. La orientación de sus respectivos proyectos de nación.
En México, la situación calamitosa. Sobre todo en el caso de los mínimos reales. Es la peor del Continente. Considerado como el líder provincial, actualmente su posición es digna de lástima.
De acuerdo con datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), la evolución del salario mínimo medio real de México entre 2000 y 2013 arroja una pérdida de 4.2 por ciento, el más ínfimo, sólo superado por Venezuela, agobiada por los fallidos golpes de Estado y las políticas de desestabilización de la burguesía criolla y el imperialismo estadunidense (-6.6 por ciento).
Las percepciones mínimas de los países más modestos guardan un mejor desempeño en el periodo de referencia. En la República Dominicana mejoran estadísticamente en 0.3 por ciento; en El Salvador 3.1 por ciento; en Jamaica 6.2 por ciento; en Haití, la nación más pobre del Continente, en ¡33.9 por ciento!
En Nicaragua se recuperan al ciento por ciento. En Brasil 103 por ciento. En Honduras 115 por ciento. En Uruguay 156 por ciento. En la Argentina de los Kirchner 264 por ciento, después de su ruptura con el fundamentalismo neoliberal de Carlos Menem, que la llevó al desastre de 2001.
México, en cambio, sigue fiel a la ortodoxia neoliberal. De acuerdo con las estadísticas de la Cepal, el salario medio real mexicano evidencia un mejor desempeño en el lapso referido, se eleva 18 por ciento. Pero en Costa Rica mejora 21 por ciento. En Ecuador 24 por ciento. En Chile 34 por ciento. En Cuba 54 por ciento. En Argentina 105, lo que cierra los diferenciales entre las categorías salariales, en beneficio de los estratos más bajos de la población.
Aun así, los salarios medios reales mantienen su pérdida observada desde 1983. En las condiciones actuales, resulta mejor comparar los salarios mexicanos y los niveles de vida con los de Afganistán, Bangladesh, Etiopía, Somalia y naciones parecidas.
En nombre de la productividad, competitividad y rentabilidad de las empresas y la economía subordinada a la mundialización capitalista, la reducción de los costos de producción ha descansado en la reducción de las remuneraciones medias reales pagadas por persona ocupada (incluyen salarios, sueldos, contribuciones patronales a la seguridad social y prestaciones sociales de los obreros, técnicos y empleados administrativos).
La reforma neoliberal del trabajo ha desmantelado los derechos de los asalariados consagrados en el Artículo 123 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y las leyes secundarias. Con esas mutilaciones, que regresan a la era previa de la Revolución Mexicana, se ha sometido a un intenso baño de vapor a las conquistas y los contratos laborales, que gravitan, como un exceso de grasa, sobre los costos de las empresas y la administración pública, así como en la capacidad de adaptación del capital en un mundo “global” que descansa en la desvalorización del trabajo asalariado.
En 2014, el 45 por ciento de los trabajadores asalariados subordinados carecía de servicios de salud. El 37 por ciento no recibía prestaciones sociales y sólo el 44 por ciento tenía un contrato laboral escrito, y disponía de una base o era ocupado por tiempo indefinido.
El número de empleos formales anualmente requeridos continúa superando a los generados por la economía.
De acuerdo con datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, las nuevas personas ocupadas aumentan en 521 mil en 2013 y 188 mil en 2014. En total, 709 mil. Pero cada año el número de plazas demandadas es de 1.3 millones (la suma de empleos formales e informales, desempleados y las personas que desean trabajar pero que han abandonado la búsqueda de empleo por considerar que no lo encontrarán). En los años citados, 758 mil y 1.1 millones quedan excluidas del mercado laboral formal, 1.3 millones de personas.
En 2014 se contabilizan 49 millones de personas ocupadas. De esa cantidad, sin embargo, 2 millones reciben percepciones no salariales; 11 millones trabajan por su cuenta y 2 millones no reciben ingresos. En total son 15 millones de individuos.
Junto a esos ocupados existen 2.5 millones de desocupados; 13.5 millones de informales y 5.7 millones de personas que dejaron de buscar un empleo por considerar que no lo encontrarán. Son 21.7 millones.
Para sorpresa de Alfonso Navarrete Prida, secretario del Trabajo y Previsión Social, la movilización de los trabajadores agrícolas del Valle de San Quintín, Baja California, vuelve a descubrir que la Revolución Mexicana no llegó a todos los rincones del país, ni las leyes laborales surgidas de ella, ni las autoridades responsables de aplicarlas fueron capaces de erradicar una vieja llaga parida por la primera “modernización” económica, el porfirismo: los peones acasillados y las tiendas de raya, los esclavos asalariados de esa época.
El levantamiento zapatista en 1994 puso de manifiesto la permanencia de ese absceso supurante, base de la acumulación de capital agroexportador (producción de pepino, fresa, jitomate, aguacate, etcétera), el cual, por demás, a cada tanto, ha sido develado por el descontento de los trabajadores rurales.
Esas formas extremas de explotación (salarios pésimos, ausencia del pago de horas extras, prestaciones sociales y de servicios de salud, inseguridad laboral –exposición a sustancias tóxicas, por ejemplo, y otros riegos–, jornadas exhaustivas, abusos sexuales, viviendas indignas, sindicatos de protección, represión, entre otros aspectos) fungieron como verdaderas formas de esclavitud que suscitaron el escándalo social. No son hechos aislados.
Se repiten en cuando menos 19 entidades y afecta a cuando menos a 1.5 millones de trabajadores agrícolas, incluyendo a sus hijos de cualquier edad. En ese sentido esa forma de explotación esclava es un fenómeno generalizado, del cual se percatan las autoridades laborales cuando estalla el descontento rural.
Quien se crea que el problema es un asunto agrario, se equivoca. El esquema se repite en la minería y en las actividades urbanas.
Otra forma de explotación es reproducido en las corporaciones comercializadoras (Walmart, Chedraui, Soriana, entre otras), que bajo su piadoso apoyo a adolescentes y viejos, los ocupa gratis, sin ninguna remuneración, trasladando esa responsabilidad a los consumidores. La Secretaría del Trabajo estima que 2.5 millones de menores de edad laboran en condiciones desastrosas. El 60 por ciento se ocupa en el campo.
Visto fríamente el panorama, aquellas formas laborales que escandalizaron las buenas costumbres, se reproducirán con la reforma laboral recientemente aprobada.
Si el panorama para los trabajadores es sombrío, su futuro es siniestro, una vez culmine su ciclo laboral activo.
Al menos la mitad de los trabajadores que cotizan en los fondos de pensión, y cuyas cuentas están inactivas, no alcanzarán una pensión, por muy indigna que sea y los condene a la miseria, ya que simplemente no lograrán el tiempo necesario de cotización ni de aportaciones.
Pero aún cuando un trabajador logre milagrosamente mantenerse el tiempo suficiente en un empleo formal para aspirar a una jubilación, sus expectativas de vida son funestas.
Si percibe hasta tres salarios mínimos, con sus aportaciones sólo podrá aspirar a una pensión equivalente al 43 por ciento de su salario. Si su salario lo condenaba a la pobreza, su pensión le asegurará la miseria.
Hace poco, Christine Lagarde, directora del FMI decía: “Los ancianos viven demasiado y eso es un riesgo para la economía global. Tenemos que hacer algo, ¡ya!”
¿De qué se queja la señora Lagarde? Ya han hecho suficiente: eliminaron la responsabilidad estatal de pagar las pensiones, privatizaron los servicios de salud, elevaron la edad mínima para esperar una jubilación. La diferencia entre tiempo de vida que le resta a un trabajador que termina su vida laboral activa y la muerte disminuyó sensiblemente.
Quizá podría llevarse a cabo una campaña de terror entre los próximos viejos, relativa al horror que les espera, para que desaparezcan lo más pronto posible, una vez cubierto sus servicios funerarios.
Marcos Chávez M*, @marcos_contra
*Economista
[Sección: trabajo]
Contralínea 434 / del 26 de Abril al 2 de Mayo 2015
La preservación de la vaquita marina no puede recaer únicamente en las autoridades ambientales; es…
El inicio del nuevo modelo de compra consolidada de medicamentos que realizará la Secretaría de…
En la Conferencia de las Partes sobre Biodiversidad, COP16, los países del Norte y Sur…
En una carta, más de 150 organizaciones de la sociedad civil y no gubernamentales hicieron…
La realidad existe, aunque muchas veces es negada y distorsionada, con informaciones y percepciones falsas o…
La reforma en materia de supremacía constitucional que fue aprobada en lo general y en…
Esta web usa cookies.