Se pregunta el politólogo Alberto Aziz Nassif: “¿La salida de Videgaray fue por el deterioro económico más el error diplomático o sólo por este último?”. “La respuesta no la sabremos”, agrega Aziz, “pero el resultado fue un aterrizaje forzado, 24 horas antes de presentar el paquete económico al Congreso, [lo que] no suena como una decisión meditada, sino como una urgencia. El reemplazo puede sonar aparatoso, pero en realidad todo queda en la misma mentalidad económica. Meade hará prácticamente lo mismo que su antecesor. [Él es] una suerte de ‘bueno para todo’ (ha estado en Energía, Hacienda, Sedesol y Relaciones Exteriores). Es tan confiable que fue casi el único que defendió el resultado del resbalón diplomático y dijo que “México ganó con la visita de Trump”.
En efecto, fue un “aterrizaje forzoso” y “aparatoso” para sus aspiraciones políticas, e igualmente sorpresivo para los “mercados” y la propia víctima propiciatoria.
Pero resulta difícil aceptar que un simple “resbalón diplomático” haya sido suficiente para que saliera eyectado alguien que durante 3 años y 9 meses se placeó con la soberbia de un vicepresidente de facto, despótico, con oídos sordos para sus funciones hacendarias y fotogénico para los reflectores y la plaza pública –aunque con el tiempo su impostada sonrisa se había trastocado en un fruncido gesto–, y con la seguridad de quien se sentía agraciado por los dioses para heredar el trono en 2018.
“No todo es Trump”, coinciden en señalar varios analistas empresariales como Alberto Ramos, de Goldman Sachs, Luis Alarcón, de DerFin, Carlos González, de Monex, o Alfredo Coutiño, de Moody’s. Otros factores internos y foráneos “hacen lucir mal a México” y en parte explican la violencia especulativa contra el peso: los bajos ingresos petroleros, el prolongado desequilibrio público, la ampliación del déficit externo, el nivel de la deuda que llegó a terrenos peligrosos, el bajo crecimiento económico, el insuficiente paquete económico para 2017 que mantiene la vulnerabilidad económica ante las contingencias externas, la corrupción, la inseguridad, la incertidumbre ante el panorama electoral de 2018. (El Financiero, 20 de septiembre de 2016).
Sin embargo, esos y otros aspectos que inquietan a esos y otros analistas, y que integran un coctel económico y sociopolítico explosivo, son un sentido común a estas alturas del sexenio peñista, y resultan poco convincentes para aceptar que ellos, combinados con el “tropiezo”, fueron las causales de su despido.
Al cabo, el sistemático deterioro económico, la desestabilizadora incertidumbre internacional, que tomó desprevenido a Videgaray, ocupado en otros menesteres más rentables políticamente, y la descomposición de las expectativas, no son nuevos. Por el contrario, han sido han la constante del mandato peñista y de otros gobiernos desde que se eliminaron los controles económicos y financieros internos y externos, se integró al país al mercado mundial y se desmantelaron la estructura y las regulaciones del Estado que lo convirtieron en un enano autista.
Esa situación ha sido agravada por la indolente actuación de Agustín Carstens y del difunto político extitular de Hacienda –hasta nuevo aviso–, fundamentalistas del laissez faire, laissez passer, le monde va de lui mé-me (dejad hacer, dejad pasar, el mundo funciona por sí mismo)”.
El Banco de México (Banxico) por ejemplo, recién señaló que vigilará especialmente la evolución del tipo de cambio, entre otros determinantes de la inflación, y que ajustará su política monetaria, es decir, que subirá las tasas de interés, en el momento y magnitud que considere necesario, en aras de mantener la estabilidad de los precios al consumidor y sus expectativas bien ancladas (La Jornada, 21 de septiembre de 2016).
La principal tarea del Banxico es cuidar el valor de la moneda por medio de la administración indirecta de la inflación –no directa: de costos o de la especulación de precios–, por medio del alza o la baja de los réditos, entre otros instrumentos. Desde diciembre de 2015 se observa un aumento lento de ésta, en parte debido a los abusivos aumentos de los precios y servicios públicos –gasolinas y electricidad–: la tasa anualizada pasó de 2.1 por ciento a 2.9 por ciento en la primera quincena de septiembre de 2016. Por ello, no será extraño que, en efecto, en cualquier momento, cuando bordeé la meta anual de precios (3 por ciento, +/- 1 punto porcentual), el Banxico eleve su tasa de referencia; después sucederá lo mismo con los demás réditos, lo que afectará el costo del crédito al consumo y la inversión, y por añadidura, al escuálido crecimiento económico.
Al banco central le preocupó en algún momento el carrusel especulativo contra el peso, ante los eventuales efectos postinflacionarios de la devaluación que, por su magnitud y en el nivel en que se ubica la paridad, ya trascendió a la depreciación: el encarecimiento del precio de las importaciones de bienes y servicios, efecto que empezó a computarse imperceptiblemente en los precios de las compras externas y, en general, los del consumidor y del productor, desde septiembre de 2015, aunque para la quisquillosa población el palpable arañazo resentido en sus bolsillos sea algo más que una disquisición estadística.
El hecho es que, según dijo Carstens a la Comisión de Hacienda del Senado, a principios de abril, que los dólares subastado para tratar de desinflar la burbuja cambiaria implicó un costo hemorrágico de 30 mil millones de dólares de reservas internacionales.
Después, dicho instituto abandonó su papel de “gran subastador” de las divisas de sus reservas y regresó a su sopor, con la eufórica orgía especulativa a su lado, y un peso que, con altibajos, ha seguido su espiran descendente a los infiernos. La suerte de la moneda quedó en las maniacas manos de los especuladores.
Es el juego del laissez faire, laissez passer.
¿Qué otra cosa pueden hacer el gobernados y los cuatro subgobernadores, más que tirarse en la hamaca, si, según ellos, los culpables están afuera y no se puede hacer nada?
Los gravámenes a los flujos de capital de residentes y no residentes, los plazos de permanencia, los encajes a los intermediarios, la supervisión en las operaciones de los paraísos fiscales, entre otras medidas, como ha propuesto economistas como Barry Eichengreen o James Tobin, e impuestas en Malasia, Argentina o Chile, por citar algunos casos, son herejías.
No porque sean ineficaces, sino porque son como el diablo. Aatentan en contra de sus principios teológico-ideológicos neoliberales; de su militancia en la internacional del “consenso” (de Washington) de gobiernos y naciones, globalmente arruinados con el reciente colapso sistémico; los intereses de las corporaciones que han depositado en ellos su “confianza”, como recuerda el economista Arturo Guillén Romo.
El castigo para los herejes, como sucedió con la argentina Cristina Fernández, es la expulsión del rebaño y el infierno de la marginación de los mercados de capitales.
La situación de la paridad, empero, dista de ser estable. La depreciación se volvió macrodevaluación.
En la lógica de los Criterios de política económica de 2013-2017 la paridad media nominal se tasó en una revaluación promedio anual de 0.5 por ciento. Ello hubiera implicado que al término de 2017 la paridad media sería similar a los 13.01 pesos por dólar registrado al cierre de 2012. En sentido práctico, el atraso cambiario implicaba una mayor sobrevaluación, equivalente a la revaluación más la tasa de precios acumulados, y el abaratamiento artificial de las importaciones, para felicidad de Carstens, ya que restaría presiones a la inflación y la pondría en línea con el nivel de precios esperado con el alcanzado. Nada importaba ello afectaría a la producción local.
Pero la realidad es casquivana.
Entre 2013 y la primera mitad de 2014 la paridad media corriente evolucionó según lo planeado: se revaluó 0.1 por ciento, en promedio anual y medio anual, gracias al masivo ingreso de petrodólares y de capitales foráneos, símbolo de la “confianza” de los inversionistas en el régimen, según rezaba la propaganda gubernamental y la de sus jilgueros analistas, repetidores de boletines oficiales.
Pero en la segunda mitad de 2014 la depreciación media fue de 13 por ciento; en 2015 de 17 por ciento; y hasta el 21 de septiembre de 2016, con el nuevo episodio especulativo que elevó por unos días a la paridad por arriba de los 20 pesos por dólar, de 14 por ciento. La pérdida acumulada es de 50 por ciento. En justicia de los perseverantes especuladores, se tiene el derecho de decir que lo anterior es una macrodevaluación y no una vulgar depreciación.
En otras circunstancias, ese fenómeno hubiera infartado al nervioso doctor Carstens. Pero apenas le ha alterado el sueño porque no se disparó la inflación que, decentemente comportada, se mantuvo en la banda de 3 por ciento, +/- 1 punto porcentual, salvo en 2014, cuando fue de 4.1 por ciento: nada del otro mundo.
Exultante, Carstens agregó ante la Comisión citada, cuando la paridad bajó de los 18 pesos, que ello se debió “a las medidas tomadas por las autoridades financieras” y a los cabalísticos “vientos a favor [que] también nos han ayudado a bajarlo”. Días después esos furiosos vientos globales elevaron el precio del dólar en poco más de 20 pesos y, luego, más calmos, en forma de brisa marina nocturna, atenuaron la presión sobre la paridad, en espera de su próximo incremento.
Es conocido que las metáforas no son el fuerte de Carstens y que su conocimiento cambiario es como el de la locutora Andrea Legarreta.
Lo que no dijo Carstens, porque seguramente no le importa, al menos por el momento, fue la razón, o una de ellas, del por qué los efectos inflacionarios de la macrodevaluación no se han transmitido hacia la estructura de precios, y por qué los productores y comercializadores no han trasladado plenamente los altos precios de las importaciones al resto de la economía.
La explicación es sencilla.
Por un lado, se debe al desplome económico. Entre los segundos trimestres de 2010 y de 2012 la tasa de crecimiento media real fue de 4.7 por ciento. A partir de ese momento hasta el mismo trimestre de 2016 fue de 2.3 por ciento.
Por otro lado, por la debilidad del consumo y la inversión productiva, sobre todo la estatal. Con Vicente Fox el primero aumentó a una tasa media anual sexenal de 2.9 por ciento; con Felipe Calderón de 2.3 por ciento y en lo que va del peñismo, hasta primer trimestre de 2016 es de 2.4 por ciento. Con Calderón el consumo público fue de 2.6 por ciento y con Peña Nieto de 1.3 por ciento.
Con Ernesto Zedillo la inversión creció a una tasa media real anual de 5.7 por ciento; con Fox en 3.7 por ciento; con Calderón 2.6 por ciento; con Peña Nieto en 1.4 por ciento. Con Calderón la inversión pública creció en 2 por ciento y con la actual administración decreció 6.7 por ciento.
Lo anterior, sumado a la devaluación, se refleja en el derrumbe de las importaciones de mercancías. Con Calderón el total de bienes creció 7.7 por ciento, los de consumo 8.8 por ciento, los intermedios 8.1 por ciento y los de capital 4.9 por ciento. Con Peña Nieto 0.5 por ciento, -0.9 por ciento, -6.2 por ciento y 0.3 por ciento, en cada caso.
En enero-julio de 2016, las importaciones totales decrecieron 4.4 por ciento, las de consumo 7.6 por ciento, las intermedias en 32 por ciento y las de capital 6.6 por ciento.
Con una paridad que se mueve en forma del juego mecánico de “montaña rusa”: ¿quién puede planear?
Al menos no pudo hacerlo Videgaray mientras regenteó Hacienda.
El enigmático viento que favoreció a Carstens fue desafortunado con Videgaray.
Peor aún. El derrumbe de los precios del crudo y de otras materias primas, el incierto crecimiento estadunidense que repta por el suelo o el giro en la política monetaria de la Reserva Federal, entro otros fenómenos nada meteorológicos, provocaron el desplome de petro-exportaciones, de los ingresos fiscales y de los capitales flujos de capitales que comprometieron el financiamiento del crecimiento, del estado y de las cuentas externas, así como el costo del endeudamiento internacional.
En el caso de las finanzas públicas, los ingresos petroleros nominales de 2013 fueron menores en 87 mil millones de pesos (mmp) con relación a los captados en 2012; en 2014 en 158 mmp; en 2015 en 341 mmp y en enero-julio de 2016 en 86 mmp. En total, 667 mmp.
Esos desordenes incontrolables desmadraron desde el 2014, y para lo que resta del peñismo, los fundamentos de la política económica y la fiscal. Desde el momento en que Videgaray enviaba esas iniciativas al Congreso y éste las aprobaba, la realidad había cambiado varias veces y se tornaba más sombría, por lo que siempre quedaron desfasados en el tiempo, obligándole a improvisar sobre la marcha, con desdichada fortuna.
Videgaray hizo lo exige el manual de la ortodoxia: recortar todo el gasto posible por cuadrar las hojas de balance del estado. Y obtuvo los mismos fracasos conocidos.
El país navegó desde 2014 a la deriva.
Al final, el consejero del Príncipe terminó en calidad de chivo expiatorio, según The Economist, debido a un desafortunado “error [de] cálculo político”, aunque, agrega, su sacrificio fue inútil porque de nada sirvió para revertir del desplome en “los índices de aprobación [del] señor Peña, [cuyos niveles son los] más bajos [registrados por] cualquier presidente de este siglo”.
El semanario inglés se lamenta que el sustituto, José Antonio Meade, sea “más tecnócrata que político” (“A Mexican minister falls. The cost of an unwanted guest”, 10 de septiembre de 2016).
Pero Videgaray también es más tecnócrata que político. Y como técnico diplomático resultó peor.
Como responsable de la política económica y de la hacienda pública del peñismo, siempre descuidó a la economía. La dejó en “piloto automático” mientras se dedicaba a promover las contrarreformas y su imagen presidenciable. El resultado obtenido fue similar a que tuvo como aprendiz de brujo en la diplomacia: el desastre.
En realidad, Videgaray fue despedido tardíamente. Después de los acontecimientos.
Lo único rescatable de su paso por la Secretaría de Hacienda fue la aprobación de las contrarreformas estructurales de nueva generación, la reprivatización energética y el desmantelamiento de los beneficios laborales, entre otras. Pero éstas fueron producto del autoritarismo, más que de la negociación, el consenso y la inclusión que ennoblecen a política y el uso democrático del poder.
Dícese que Ernesto Zedillo dijo que le habían entregado una economía “prendida con alfileres”, a lo que Pedro aspe respondió ásperamente: “¡Para qué se los quitaron!”. El colapso del modelo neoliberal mexicano en 1994 dejó a la economía en calidad de zombi, el cual sobrevive hasta la fecha.
Como su (¿ex?)gurú, Aspe (¿su próximo jefe?), Videgaray lega al milhusos Meade una economía “prendida con alfileres”. Al borde del precipicio.
El reto de Meade será administrar el fracaso, evitar que se desprendan los clavillos y que le estalle la bomba en las manos, como le ocurrió a Zedillo y Jaime Serra con la que le heredaron los salinistas.
Meade, el tecnócrata genéricamente intercambiable –lo mismo vende sus servicios a panistas que priístas–, enfrentará la crisis actual y la política económica y fiscal para 2017-2018 con la propuesta videgaryana, basada en el método de la tijera indiscriminada, como dicta la rancia y desprestigiada tradición monetarista de ajuste fiscal y económica. Pero Mede no le hace gestos porque también es un Chicago boy. Él es la garantía del cambio gatopardista.
De los resultados que obtenga dependerá el sueño que le contó a sus amigos: “voy a ser Presidente de la República”.
Marcos Chávez M.
[BLOQUE: ANÁLISIS][SECCIÓN: ECONÓMICO]
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