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Callejeros: vivir al límite, morir en el desprecio

Publicado por
Zósimo Camacho

Nadie entre ellas recuerda que alguien haya sobrevivido a la calle. Las personas sin hogar –niñas, adolescentes, ancianos, bebés, hombres, mujeres– padecen a la intemperie los caprichos del clima: las tormentas de mitad de año o las heladas de diciembre y enero. Peor aún, la represión de policías, la indiferencia de autoridades y la violencia de toda una sociedad que las ha expulsado y les repudia. Hablan sobrevivientes de la cárcel, el abuso infantil, la pederastia, la prostitución, la delincuencia, la trata de personas, la pandemia…

“Comer de la basura o las sobrinas [restos de comida], el frío, pasar el agua [los aguaceros] y luego la cárcel… No, está cabrón…”. Juan Ramón García Morales se recrimina haber maldecido su suerte y corrige: “No, Dios es grande. Dios grande. Gracias a Dios”.

Es un veterano de las calles. Cuenta 47 años de edad. Sus primeros nueve los pasó en el infierno de un hogar roto. Desde entonces no ha conocido lugar que pueda llamar casa ni un vínculo que pueda llamar familia. Ha pasado cerca de 20 en la cárcel, en varios periodos, y 17 suma durmiendo en los parques, las coladeras, los cajeros automáticos, y deambulando las calzadas, calles, avenidas, callejones, bajopuentes de la Ciudad de México.

A veces, se paga cuartos en “hoteles” que él mismo describe como apestosos, oscuros, de pasillos laberínticos, en las zonas más sórdidas de la urbe. Por 100 pesos accede a un chiribitil sin nada más que un foco, una cama, un retrete y un tubo que hace de regadera. Aprovecha entonces para bañarse, rasurarse y lavar su ropa, sus cobijas. Pasarán varios días antes de que vuelva a pagarse su “hospedaje”.

“Ya la libré”, dice al referirse a su edad. Sabe que quienes inician una vida en la calle durante su infancia o adolescencia difícilmente llegan a contar 30 años. Gruesas arrugas le cruzan las mejillas y la frente. La intensidad de las gesticulaciones profundiza los surcos en un rostro que luce una sonrisa descompuesta, con apenas unos cuantos dientes mal encajados.

Vive solo desde que fue expulsado del hogar de sus abuelos, a la edad de 9 años. Tartamudea cuando se refiere al motivo de su defenestración familiar. Se le crispan los nervios, baja la mirada y la cabeza. Se encuentra culpable. De pronto solloza y se le agita el pecho. Vuelve a vivir lo ocurrido y llora a lágrima viva: el asesinato imprudencial de una pequeña.

“No, no, no, no culpo a mis abuelos… Tuve, tuve mi casa. No sé, no sé… En realidad… Hubo un accidente, un accidente… Y me echaron la culpa a mí… Bueno, no me echaron la culpa…”

Aúlla y se traga sus lágrimas. Con los nervios contraídos, se recompone: “Me corrieron de la casa… Un accidente… Me corrieron con todo y maleta. Así. Y ya me fui. Y me vine acá a México”.

Originario de Comitán, Chiapas, pasó unos cuantos meses en Tuxtla Gutiérrez, la capital de ese estado. Ahí se convirtió en mandadero y mozo de los hogares que quisieran darle alojo y comida. También recibió golpes y decidió tomar un autobús con rumbo a la capital del país.

No llegaba a la década de edad cuando “triunfó” en la Zona Rosa. Cayó en manos de pederastas y lenones. “Ahí triunfé durante unos 7 u 8 años, la verdad. Una persona me dijo: ‘Estás muy bien’… Yo estaba chavito. No me daban trabajo. Y le soy sincero, me tuve que prostituir para ganarme la vida y no robar, y no robar… Y la gente, los homosexuales… Hablo con la verdad… es la verdad… No, no tengo por qué mentir, no me avergüenzo de nada… Por ellos he salido adelante, por los homosexuales”.

En el amplio camellón de la avenida Reforma, en la colonia Guerrero, alcaldía Cuauhtémoc, Juan Ramón tiende sus cobijas. El pasto está húmedo Se disipan los últimos rayos del sol. El airecillo frío da paso a las ventoleras. El tendido se orienta hacia el obelisco en honor a uno de los más grandes libertadores de América, Simón Bolívar. Detrás, las calles que desembocan en Tepito.

“Aparte de esta cobija, tengo otras dos –señala hacia un árbol del que cuelgan dos bolsas de plástico–. Dos pongo abajo y con ésta me tapo. Pero, pues sí se siente la escarcha. Sí se siente. No es como dormir en una cama rico, ver la tele, tomarte un café, no sé: lo cotidiano que hace la gente siempre… Yo no tengo eso. Nunca lo he tenido. Siempre he vivido solo. No sé por qué estoy llorando. No sé por qué me pasa esto.”

Desde la última vez que salió de la cárcel cuenta tres meses. “Llevo poquito que salí, por eso ahorita estoy flaquito”. Reconoce que ha entrado y salido de prisión varias veces, que suman casi 20 años. Los más largos periodos tras las rejas han sido de 10 años y 3 meses en el Reclusorio Preventivo Varonil Oriente –pena que inició cuando tenía 27 años– y de 6 años, 6 meses y 23 días en el Reclusorio Preventivo Varonil Norte –cuando tenía 41–. Éste fue su último presidio.

“Sí he estado en la cárcel varias veces, pero no he matado a nadie… Nada malo…”

Asegura que no roba porque no quiere regresar a prisión. Pero confiesa que si alguien confiado deja su teléfono o su bolsa sin cuidado: “No les voy a andar diciendo, ‘oye, mira dónde dejaste tu teléfono’… Lo tomo y me voy rápido, pues ahí estaba tirado”.

Como recién se pagó su “hotel”, ahora no tiene más de lo que le dan otras personas en situación de calle. “No he ni comido. Me di un toque [fumó mariguana], porque traía un toquecito. Me di un toque, la verdad. Pero hasta ahí. No robo, no hago nada, porque no quiero estar otra vez en la cárcel… Es muy fácil hacerlo [robar], pero es muy difícil vivirlo [la prisión], muy difícil, muy cabrón”.

Rechaza cualquier ayuda gubernamental. Para él, el gobierno es un ente muy lejano que no tiene relación alguna con su vida ni que pueda incidir en mejorar su condición. Sabe del Centro de Asistencia e Integración Social (CAIS), del gobierno de la Ciudad de México, un albergue conocido como “Coruña Jóvenes” para personas en situación de calle, en el que se sirven cenas y se disponen lugares para dormir y bañarse.

“No, no, del gobierno no tengo nada ni quiero tenerlo”.

—Cómo te mantienes– se le pregunta.

Charoleo [pide limosna]. No robo, no robo; porque no, no, no, ya no quiero estar en la cárcel. Charoleo al parque, me voy pidiendo hasta la Alameda. Y hasta ahí llego. No me gusta a ir a otros parques.

—Cuánto obtienes.

—Saco como 100 pesos. ¿Para qué saco? Luego nada más para comer y para un toque de mota y, cuando se puede, para el “hotel”. La mota no es cara, ya casi es como un cigarro normal. No me gusta el alcohol ni los chochos [anfetaminas] ni la heroína: te pone loco, te amarra y ya no tienes remedio… Todavía un pericazo [líneas de cocaína], un éxtasis, una tacha, un hongo, un peyote, un crack, todavía pueden aguantar. El cristal [metanfetaminas] te acaba.

De la pandemia de Covid-19 tiene poca información. Dice que escuchó que “eso pasó peor en otros países”. Aquí no, porque “como México no hay dos”. Supo que uno que otro se enfermó, pero no se enteró de muertes por la enfermedad.

No le teme a contagio alguno sino a la navaja que puede traer otro callejero y con ella, cualquier noche, lo amenace para arrebatarle sus cobijas. Por ello, trae consigo un chicotito, una manguera gruesa que, en efecto, cual chicote, hace rezumbar de manera amenazante.

Juan Ramón atraviesa la avenida. Tiene prisa. Deja su tendido; va a charolear otro rato en las inmediaciones del monumento, antes de que se oscurezca por completo. Se saluda con otro callejero y se retira con recomendaciones para los chavos: “Ya se la saben, tiene que vivir para conocer; pero coman bien y no se metan pedos”.

En la urbe más poblada del país –y quinta a nivel mundial–, cientos de personas desaliñadas deambulan sin rumbo por las calles, los parques, las estaciones del Sistema de Transporte Colectivo Metro. El resto de la sociedad las mira como molestos integrantes del paisaje citadino. En general, no son reconocidas como personas, sino entes que hay que esquivar, temer, repeler.

A Isidro Guerrero Cruz, de 28 años de edad, no le interesa cómo luce. Aparenta semanas sin bañarse y no muestra intenciones de alguna vez asearse. El activo y la mona, drogas baratas con alto contenido de tolueno que se inhalan, le ha provocado daños físicos (en dentadura y ojos) pero también mentales y emocionales (es incapaz de sostener una conversación más allá de diálogos básicos para pedir comida o solicitar “trabajo”).

Vive en la calle desde que cumplió siete años de edad. Se salió de su hogar, en uno de los pueblos originarios de la hoy alcaldía Tláhuac. En su plática se advierte que sufrió maltrato infantil, aunque él asegura que dejó su casa porque por televisión vio el parque de Chapultepec y quiso conocerlo.

“Por eso me salí. Quería ir a Chapultepec y a Reino Aventura. Y ahora voy.”

Platica con Contralínea mientras hace una pausa en el trabajo que hoy consiguió. A cambio de unas monedas, ayuda a levantar un puesto ambulante, barrer parte de la baqueta y recoger la basura.

Asegura haberse acostumbrado al frío –que en esta temporada “está chido”– y no sufrir por las bajas temperaturas. No tiene más ambición que desayunar, cenar y conseguir para su activo. Su rutina está hecha. Por las mañanas ayuda a poner los puestos ambulantes a cambio de café y pan; por las tardes o noches los recoge a cambio de algún pago, y durante el día pide limosna para satisfacer su adicción.

No sale del área del monumento al periodista Francisco Zarco, en la colonia Centro de la alcaldía Cuauhtémoc. Reacciona con aversión a la palabra hogar, casa o, incluso, albergue. Nada importa sobre contar con un lugar con comida y agua para bañarse. “Me gusta estar libre”, asegura.

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