1. El reduccionismo economicista
La crisis contemporánea se deriva del carácter autofágico de la modernidad realmente existente, y a la que esta misma modernidad no puede dar solución. Tal crisis presenta un horizonte histórico sin precedentes en múltiples sentidos, marcado por la amenaza cada vez más inminente de una catástrofe biosocial planetarizada [la catástrofe del cambio climático y sus consecuencias]. Esta amenaza se evidencia en la transgresión sistemática de diversos límites planetarios interrelacionados, como han destacado Rockströmy otros científicos en los últimos años. Muchos de estos umbrales críticos ya han sido superados, y todo parece indicar que revertir esta situación, al menos en el corto plazo, es altamente improbable.
Hoy, frente a lo que parece ser la confirmación de varias hipótesis ecológicas que hablan de un escenario de catástrofe cada vez más cercano, muchos advierten que se juega la misma posibilidad de un futuro para múltiples formas de vida en todo su ancho espectro espacio/temporal de actualidad.
En términos más amplios, la caracterización de tal momento como de crisis civilizatoria (o epocal, en otros contextos discursivos), resulta pertinente en la medida en que escapa y confronta la tendencia al reduccionismo analítico-económico corriente; a saber, la reducción de la comprensión de la catástrofe bio-social en toda su complejidad, a la de mera crisis de crecimiento, con las consecuencias epistémicas y ontológicas que ello conlleva.
El riesgo que tal estratagema reductiva conlleva es el de caer en la trampa ideológica de presentar todo fenómeno como reducible a simples variables de crecimiento, meros aspectos económicos de problemáticas fragmentariamente vislumbradas, y ello dentro de la lógica de mutación, radicalmente sustancializadora, de diversos valores de uso en valores que se convierten en capital. En una palabra, se trata de la reducción forzada de los enormes problemas del presente a meros fenómenos económicos contingentes, que se conciben como resolubles con técnicas de ingeniería social para la prolongación de las instituciones del “crecimiento sostenido”.
Sobra decir que tal operación de reducción presenta a los problemas como caracterizados por una supuesta aseidad absoluta, y como que se solucionarán por medio de más fenómenos económicos de crecimiento: el crecimiento y el mercado, se dice, curan los males del crecimiento y el mercado. En otras palabras, hemos de apagar el fuego de la destructividad y el destino que nos impone la economización de todo lo existente, con más y mayor economización.
En esto consiste la distopía dominante, expresada como fe en las fuerzas del mercado (un mercado libre y desbocado que es, de forma extraña y delirante, presentado como “agente”, como fuerza subjetiva que ha de decidir en nuestro nombre, compensando las falencias de la racionalidad humana). Esta es una de las asunciones fundamentales detrás de los planteamientos asociados a “mercados de carbono”, “canjes de deuda por naturaleza”, compensaciones, mega-plantaciones basadas en monocultivos arbóreos (“bosques” artificiales) y otras problemáticas pseudo–soluciones del bien llamado “colonialismo verde”, acompañado efectivamente por un fuerte aparato publicitario avanzado por los think tanksdel capitalismo “sostenible”.
2. La naturaleza como ausencia y la hegemonía de la “tragedia de los comunes”
Es importante recordar que el actual predominio de formas de racionalidad meramente instrumental en las prácticas socio-económicas, depende de su presentación (ciertamente apologética) como modalidades del pensar/hacer adecuadas al calado de los retos que la modernidad escenifica para su reproducción.
En este contexto de relaciones productivo-instrumentales, la referencia economicista a la naturaleza, entendida como mero depósito inerte de inputs, remite a un no ser cuyos potenciales de aparición están sujetos para emerger en todasituación posible y pensable, a su subsunción en la techné de la valorización para el mercado, es decir, como cosas para el metabolismo del valor económico abstracto. Así, la o las naturalezas se transforman y reducen en otro, el “capital natural”, cumpliendo una función nueva dentro de una totalidad de significaciones a la que, todavía hoy y pertinentemente, llamamos capitalismo.
La naturaleza ha dejado de ser por sí misma, para deberse por completo a las modalidades reduccionistas propias del capitalismo, que presentan a la naturaleza como mero capital. Se trata de una ensoñación de la economía, que quiere aparecer como si fuera la esencia de todo lo existente, como aquello que hace posible que las cosas sean lo que son en su variable diversidad, de tal suerte que lo existente sea comprendido como pura mercancía.
Esta característica esencial del pseudo-realismo capitalista es justo la que permite la constitución de una visión ideológica sin fugas, sin exterioridad respecto a su tendencia a la totalización sistémica, que por ello tiene también un componente totalitario: no hay nada fuera del capital, no hay nada fuera del mercado, se insiste en decirnos hoy, no sin hacer loas del crecimiento infinito y el desarrollo economicista.
En el capitalismo, la naturaleza, aparece como no más que medio para la obtención de ganancias, como mero “cosa” escasa. Hoy esta tendencia se radicaliza, abrigada por el discurso sobre la “tragedia de los comunes” (Hardin), de tal forma que se “revela” que, antes y ahora, el problema no consiste meramente en una oposición que ha de resolverse técnicamente (más desarrollos de las fuerzas productivo-destructivas), sino que la verdadera complicación ha radicado en la vieja“gratuidad” y sobreexplotación “comunitaria” de los “servicios naturales”, que, por tanto, habrán de mutar, para su correcta racionalización gestiva, en valor económico “privado”. Es decir, la causa de la crisis socioecológica, está en la comunidad: ¡privaticemos todo el planeta entonces!, dicen entonces los fundamentalistas ecoliberales.
Por esta vía, no hay espacio para concepciones sobre lo “común” (commons) como no transmutable en capital: ellas serían una extrema manifestación de irracionalidad societal no económica e insostenible. En otras palabras, un resabio de la pre-racionalidad inherente a lo social que antecede a la “sociedad de mercado”. Tales concepciones sobre una supuesta “tragedia de los comunes”, que dan sentido hoy a nociones economicistas como el hegemónico “desarrollo sostenible”, direccionan la pujanza del “capitalismo verde” y el greenwashing, con su impulso a los emergentes mercados medioambientales de bonos de carbono, las compensaciones o incluso los mecanismos de “canje de deuda por naturaleza”, entre otros.
Toda esta descripción apunta a señalar un sentido de la economía política contemporánea: el de mantener el edificio de la valorización mercantil por medio de nuevos mercados “verdes”; aquellos en el que la circulación permite al sistema su autovalorización constante a expensas de nuevas subsunciones dependientes de inexploradas regiones del mundo de la vida, y sobre la base de la naturalización violenta de los resultados de la competencia verticalista en condiciones de dependencia y superexplotación. Tal proceder, aquí tan sólo brevemente bosquejado, es, para la modernidad capitalista y sus centros, la modalidad privilegiada del pensar-hacer.
Por todas estas razones, parece necesario catapultar un diálogo en torno a la emergencia de las naturalezas potenciales e invisibilizadas por las lógicas de dominación y apropiación propias del economicismo capitalista. Es necesario dar cuenta de su continuada producción como ausencias, incluso en ciertas habitualidades, como en el caso del concepto hegemónico de “medio ambiente”, cuyos compromisos son constantemente reforzados a través del locusdiscursivo economicista del “Desarrollo Sostenible” (DS) y su cara oculta y esencial, el “crecimiento sostenido”
A manera de conclusión:
Digan lo que digan los think tanks y adalides de la tecnoeconomía medioambiental, necesitamos de una suerte de reencantamiento radical de la naturaleza en clave no mercantil y, por tanto, de una reconstitución que nos permita superar la oposición artificial, crucial para el despliegue de la modernidad-capitalista, entre el “nosotros” y el Otro “natural” desde los albores de la modernidad, con su promesa de superación de la escasez que, según se dice, define las relaciones organismo-ambientales desde la antigüedad. Tal oposición invisibilizadora no nos permite, en definitiva, pensar más allá de la dicotomía entre sociedad y naturaleza, ni vislumbrar modalidades “civilizatorias” que permitan superarla. No nos permite, en una palabra, comprender en términos de relación esencial fundante la organismo-ambiental ni poder apreciar sus potencialidades ontogenéticas, autopoiéticas no meramente adaptativas, ni su despliegue relacional en permanente devenir individualizante e inacabamiento creativo. ¿Hay posibilidad de una salida a la debacle climática y social presente si no es diluyendo la mitificación imperial moderna que sustenta la distinción entre lo “humano” superior/abstracto y la “cosa” natural inferior? Frente a los límites planetarios insuperables que determinan nuestras posibilidades de habitabilidad de aquí en más, requerimos responder a tal pregunta mediante un replanteamiento crítico de nuestros supuestos sobre las relaciones que definen lo social y lo cultural, lo económico y lo político, y sobre el asiento o subsuelo en el que descansan desde hace mucho tiempo todas y cada una de estas relaciones para nosotros, con sus distintos nombres interrelacionados: naturaleza, medio asociado, medio ambiente, ecosistema natural, etc., cada uno con su carga, sea de amplitud o estrechez, pero en su camino de hacerse presente como acontecimiento renovado y alternativo frente a la lógica imperial de expolio, dominación y apropiación.
Alexander Ganem*
*Doctorando en Filosofía Contemporánea (BUAP), maestro en Filosofía de la Ciencia (UNAM), especialista en Historia del Pensamiento Económico (UNAM) y licenciado en Estudios Latinoamericanos (UNAM). Es editor en Proyecto Tropósfera y miembro de Rebelión Científica México.
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