El Banco Central de Cuba anunció la suspensión temporal de depósitos en dólares estadunidenses a partir del 21 de junio por los obstáculos que impone el bloqueo económico a las operaciones internacionales bancarias cubanas.
Es una medida de protección justa ante todos los abusos de índole financiera que comete Estados Unidos contra Cuba, recrudecidos por el expresidente Donald Trump y mantenidas de manera desenfadada por el presidente Joe Biden.
Cuba no se alegra por verse obligada a su drástica decisión y la proclama como transitoria, en espera de una rectificación de la Casa Blanca en la aplicación de su política de estrangulamiento económico repudiada en todas partes del mundo.
Simplemente es una alternativa que se hizo insoslayable con Biden, quien, como Derek Chauvin a George Floyd, mantiene la rodilla imperialista sobre el cuello del pueblo cubano –contrario a las expectativas creadas por él mismo en su campaña electoral–, como si alguien le aconsejara aprovechar los duros estragos de la pandemia de Covid-19 en la economía de la isla, por la caída del turismo, para asfixiarla mortalmente.
La contradicción más evidente es que, mientras Cuba fue obligada a la fuerza a abandonar el dólar en la modalidad de depósitos y como circulante, y abrirse a una canasta de otras divisas internacionales, a otras naciones, el propio Estados Unidos las presiona en sentido contrario, es decir, que no abandonen el dólar, como por ejemplo quiere hacer El Salvador con el amago de adoptar el bitcoin.
Pero no es para ponerse a llorar ni para que los enemigos de Cuba lo festejen como están haciendo.
Debería ser a la inversa, aunque parezca contradictorio: los cubanos debieran festejar alejarse de una moneda nociva, cada vez con peor crédito y futuro, y sus adversarios lamentarse de perder una herramienta que hasta ahora permitía un cierto control financiero y una incidencia emocional deliberada y mal intencionada, porque el dólar es una divisa anhelada por la gente y es la que mayormente reciben como remesa los familiares de residentes en Estados Unidos y otros países.
La eliminación del billete verde de la circulación ya tuvo un primer impacto favorable a las finanzas domésticas criollas, con una rápida apreciación del peso cubano y una búsqueda de los tenedores de zafarse del dólar y trocarlo por otras monedas como el euro. Son resultados no deseados por los amantes de usar el signo estadunidense como arma política. Otro impacto positivo es una recogida excepcional del billete en los mostradores de los bancos para que entre ordenadamente en el sistema sin causar traumas en su circulación semiclandestina.
Esta situación puramente doméstica en Cuba (corrida del dólar hacia otras divisas), ocurre en muchas partes del mundo desde el gobierno del expresidente Barack Obama, se agravó con el de Donald Trump y se acelera con Joe Biden porque no se percibe en este mandatario un cambio de timón en su estrategia financiera y comercial internacional, incluidas las guerras arancelarias.
Al igual que en Cuba, en el mundo se llegó a una situación en la que resulta cada vez más difícil encontrar instituciones bancarias o financieras internacionales dispuestas a recibir, convertir, tramitar o procesar el efectivo en moneda estadunidense por los altos niveles de desconfianza en una divisa usada como arma política, y porque en la calle, como el caso de México, ningún ciudadano se enloquece con el dólar. De hecho, lo rechazan.
El surgimiento del euro fue en gran medida resultado de esa situación, pero Estados Unidos persiste en esa estrategia y sus aliados en Europa perciben el peligro que representa para la estabilidad de sus monedas un manejo intencionado del dólar en el mercado monetario, y también han perdido la confianza en el billete verde. No es nuevo. Lo importante es que en Alemania y otros países siguen pensando así.
Rusia y China ya optaron por librarse de la divisa estadunidense, aun cuando Pekín es el gran reservorio internacional del dólar y eso lo empareja bastante en su batalla permanente con la Reserva Federal de Estados Unidos, en su afán de someter al yuan o renmimbi a sus dictados. Moscú, al parecer, está más decidido que Pekín a desaparecer el billete verde de sus cuentas.
En el fondo, y eso lo conoce Biden, el dólar estadunidense pierde fuelle como moneda de reserva del mundo y para muchos especialistas tiene una enfermedad terminal, lo cual no significa que morirá mañana ni que ya esté en terapia intensiva. Por el contrario, todavía conserva más de 45 por ciento de representación del producto interno bruto (PIB) mundial.
Pero ya sienten el calor del incendio en la pradera financiera, en especial por la rápida expansión económica de China, la cual, junto con Rusia, va forjando poco a poco pero de manera sostenida, el respaldo en valores tangibles para el surgimiento de un nuevo sistema monetario y financiero internacional en el que el dólar no sea el determinante.
El gran peligro en todo esto está en que la divisa estadunidense no puede cumplir la misión –que asumió cuando el teóricamente extinto Acuerdo de Breton Woods desplazó a la libra esterlina como moneda universal– de ser el garante de un sistema estable que evitara guerras comerciales y conjurara peligros para la paz, y no obstante se aferra en seguir encabezándolo.
Por el contrario, la Casa Blanca es el provocador de esas guerras, como lo hace contra el yuan e, incluso, contra el euro. Pero ya no es como entonces, cuando el resto de las monedas fuertes del mundo, de gobiernos amigos o enemigos, debían pasar bajo las horcas caudinas de la estadunidense Reserva Federal (FED, por su sigla en inglés), la que, de alguna manera, movía a su conveniencia la paridad de todas ellas.
Eso es un reflejo de otra realidad: Estados Unidos dejó de ser la potencia industrial y financiera omnímoda, aún con su enorme capacidad productiva, y por vez primera está dejando ver sus piernas flacas ante potencias emergentes como China. Ahora añoran aquellas reservas en oro que protegían su moneda hasta el 15 de agosto de 1971, cuando el presidente Richard Nixon le retiró ese respaldo.
El resguardo en oro les permitía el lujo de capear crisis industriales y comerciales sin mucha afectación para el dólar, pero eso se acabó, y por ello la pandemia de la Covid-19, con la consiguiente parálisis de la producción, les hizo tanto daño.
Según algunos cálculos, en la década de 1950, desde que Nixon le quitó el respaldo en oro, el dólar ha perdido más de 85 veces su valor nominal o de cambio; por eso no es extraño que muchos países en el mundo busquen desligarse del billete verde, y ven en China, Rusia y hasta en el euro, más confianza que en el signo estadunidense.
Ahora que los integrantes del Grupo de los 7 acaban de celebrar su última cumbre en Cornuelles, Reino Unido, es oportuno recordar que también ese conglomerado de omnipresentes ha perdido bastante fuelle y en la actualidad es sólo una cuadrícula, aunque muy importante, de un plano más amplio, que es el G-20.
China les ha recordado, en respuesta a los ataques y convocatorias a crear un frente contra el gigante asiático, que han quedado atrás los días en que las decisiones globales eran dictadas por un pequeño grupo de países. Esa advertencia debe de llamar a la reflexión a sus integrantes para no dejarse manipular por la Casa Blanca, y plantar de una vez y por todas los pies en la tierra.
Lo interesante de toda esta situación es que la prioridad no está en buscar una moneda para sustituir al dólar, lo cual sería tonto, pues el asunto va mucho más allá de esa circunstancia. La Organización de las Naciones Unidas (ONU) incluso propuso en varias oportunidades el uso de una moneda virtual y casi paralelamente surgen con fuerza las criptomonedas, las cuales son vistas con recelo por el establishment debido a lo difícil que resulta monopolizar esa tecnología o dominarla desde algún banco emisor.
Es que el enfoque del problema no está en las monedas propiamente dichas, sino en la capacidad productiva, en el desarrollo tecnológico, en la distribución universal de la riqueza y en la búsqueda de un equilibrio planetario que baje el perfil de la desigualdad y elimine la descomunal concentración del capital, lo cual requiere de un nuevo sistema financiero y monetario internacional que la respalde y que entierre definitivamente los restos del acuerdo de Breton Woods después de 50 años de proclamada su extinción.
Me parece sano aclarar que lo expresado anteriormente no excluye una previsible etapa de transición, en la cual la propia evolución de las relaciones comerciales y de producción y un desarrollo tecnológico que implique una revolución más significativa que la industrial en Inglaterra en el siglo XVIII y las posteriores, imponga un nuevo signo monetario para canalizar y ordenar los cambios, es decir, darles racionalidad o un curso de valor.
De ser así, estoy entre quienes piensan que la aparición de una moneda común de transición debe ser el resultado de una ecuación matemática que cumpla el objetivo de representar un equilibrio social lógico sobre la base de una nueva distribución del Producto Social Global, es decir, de la riqueza, que permita borrar las diferencias actuales y allanar lo más posible las asimetrías económicas.
Sólo con este último objetivo se debe aceptar la intervención política y económica en un nuevo sistema monetario y financiero internacional. Esa moneda común, en consecuencia, debería tener un respaldo universal con mecanismos de garantía antihegemónicos para que ningún país, individualmente o en alianza con otros, pueda hacerse o creerse el dueño del mundo, como se lo ha creído y cree todavía Estados Unidos.
Esto lleva a otra reflexión: parece no ser necesaria la convocatoria de otra reunión como aquella de Breton Woods, Nueva Hampshire, Estados Unidos, en julio de 1944, para lograrlo, porque el proceso del cambio social y de las dinámicas de las relaciones internacionales se está forjando de manera natural, aunque estén jugando un papel de locomotora China y Rusia.
Las guerras no serán la alternativa para solucionar los conflictos porque la humanidad no está dispuesta a poner en riesgo la supervivencia de la especie y del planeta.
Si Biden, en su guerra comercial y monetaria con China –a la que se aboca no por heredarla de Trump sino por cumplir con quienes administran desde más arriba su Presidencia–, y la abierta con Rusia por su miopía ante las nuevas realidades y tomando irresponsablemente a Vladimir Putin como mingo de billar, cree que podrá manejar con independencia propia el maletín nuclear, se equivoca porque los propios generales del Pentágono posiblemente no le den acceso oficial.
Lo que al parecer está bien claro es que, tarde o temprano, el dólar estadunidense dejará de ser la divisa de referencia mundial y Washington perderá su privilegio de imprimir, chantajear y solventar sus deudas con papeles y no con producción u otros valores tangibles.
Lo importante, y alarmante, es si el nuevo sistema monetario y financiero que se gesta nacerá por inercia, o si requerirá de fórceps. He allí la cuestión.
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