Ciudad de Guatemala, Guatemala. Si tomamos al pie de la letra la ya clásica definición de la salud como estado de bienestar en las esferas física, psicológica y social, vemos que la calidad de vida se liga, ante todo, a los factores psicosociales, que son los que, en definitiva, permiten el mantenimiento de la vida como hecho físico-químico.
Si pese al monumental desarrollo científico-técnico actual el hambre sigue siendo uno de los principales flagelos de la humanidad, no caben dudas que los factores no-biológicos tienen una importancia decisiva en todo esto. Sobra comida en el mundo, pero mucha gente no tiene con qué nutrirse. Buscamos agua en el planeta Marte, mientras la población se muere de sed aquí en la Tierra, y un Homero Simpson estadunidense arquetípico consume 150 litros diarios. Algo anda mal, sin dudas.
De la misma manera que sucede con la salud (que no es sólo la mera ausencia de enfermedad), reproducir la especie no es sólo procrear hijos. Eso último es un hecho eminentemente biológico. El cómo hacerlo (planificando, teniendo perspectiva de futuro, decidiendo en forma conjunta varón y mujer, haciéndose cargo de la crianza de los nuevos seres la pareja parental en forma responsable, las formas culturales en que se enmarca todo ello, etcétera) es también una cuestión eminentemente psicosocial, histórico-cultural. Se presentifican ahí las ideologías dominantes, los prejuicios, los juegos de poder, los valores éticos de una sociedad, así como las variables personales de cada sujeto.
“Mi padrastro era alcohólico y le daba unas cachimbeadas bárbaras a mi nana. Me crie con seis hermanos más. Yo, según me cuenta mi ruquita, soy de otro padre. En realidad, según lo que ella me dijo, soy producto de una violación. A mi mero viejo nunca lo conocí. De mis medio hermanos, dos eran mareros, y la hembra menor, la Yuleisy, era puta. A ella la mataron el año pasado. En mi colonia sólo había cacos y drogos. Me acuerdo que la chante donde vivíamos era de lámina, en el puro barranco. Había una letrina asquerosa. A mí me daba asco ir ahí, pero… ni modo. Yo empecé con la mota a los 12 años; después le entré a la piedra. Recuerdo que el barrio nunca había agua. Me bañaba una vez por semana… con suerte. Me decían el Shuko de sobrenombre. Mi primera cacha fue a los trece. De ahí ya no paré. ¿Por qué lo maté a ese vato? Mire, lic: yo a los 20, después de haber estado varias veces en el reformatorio y después, ya de adulto, en el bote, traté de regenerarme. Fui a Remar.
“Ya tenía como 6 meses limpio, sin güeviar y portándome bien. Empecé a pedir en los semáforos, pero hacía malabares para ofrecer un show, y después esperar un centavito. Recuerdo que estos majes bien catrines, que iban en un BMW, me dijeron: ‘Payaso cerote, andá a trabajar, caco pisado’. Me encendió la sangre, y los putié. Uno de ellos se bajó. No pude aguantar. Nosotros, los que nos criamos en la calle, sabemos pelear y nos conocemos bien todas las mañas. Le di verga hasta que me lo troné. Los otros dos que andaban con él se asustaron y salieron huyendo. ¿Me entiende por qué le quebré el culo, Lic.? La psiquiatra que me atendió en el bote me dijo que soy un resentido por ser producto de una violación. ¿Será así, mi lic?”
El testimonio es de un joven de 23 años de edad, encarcelado en Guatemala por homicidio.
Los patrones patriarcales autoritarios siguen siendo la matriz que marca las relaciones entre los géneros, en distintas partes del mundo, y de modo muy marcado en Guatemala o, en general, en Latinoamérica. Las conductas sexuales están regidas en muy amplia medida por esos esquemas. El machismo, con toda su cohorte de violencia y ejercicio de poder asimétrico a favor del género masculino, es una cruda realidad que signa la cotidianeidad de estas latitudes.
El embarazo no deseado del que finalmente tiene que hacerse cargo la mujer en condiciones de soledad y precariedad, la violación, el incesto como algo frecuente, la maternidad en soltería, los riesgos mortales que se siguen de prácticas abortivas en situación de clandestinidad, los matrimonios arreglados por los progenitores a espaldas de las mujeres casamenteras, los mitos y prejuicios descalificadores que acompañan todo esto, están hondamente enraizados en nuestra sociedad.
Cualquier cosa que le sucede a un ser humano contra su voluntad tiene un valor traumático. Las consecuencias de ese hecho dependen de varios factores: de la intensidad del trauma, de las condiciones subjetivas de quien lo vive, de las circunstancias en que el mismo tiene lugar. Lo cierto es que nunca pasa sin dejar marcas.
Un embarazo sufrido en la adolescencia sin haber sido deseado, sin planificarlo, y más aún en situación de agresión en tanto producto de una violación, lo que menos puede tener es de placentero, de satisfactorio. Es, en todo caso, un problema.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) indica que el embarazo en la juventud es “aquella gestación que ocurre durante los dos primeros años de edad ginecológica (edad de la menarquía) y/o cuando la adolescente mantiene la total dependencia social y económica de la familia parental”. Esto último rige básicamente para poblaciones urbanas; en zonas rurales, la maternidad es, culturalmente, algo ya común en la adolescencia.
Estamos así ante un problema con una triple dimensión: por un lado, a) para la mujer joven que lo experimenta, por los riesgos a que puede verse sometida, tanto físicos como psicológicos. Por otro lado, b) para el hijo que podrá nacer de esa relación sexual (ser no deseado que llega al mundo en un contexto en modo alguno amistoso, siendo producto de un hecho agresivo). Por último, c) un problema para el todo social, en tanto reafirma la cultura machista patriarcal que coloca a las mujeres en situación de objeto, repitiendo así patrones sociales de menosprecio y exclusión del género femenino a manos de un poder masculino, refrendado desde la institucionalidad del Estado e incluso desde la autoridad moral de las iglesias (católica y evangélica en Latinoamérica; y en otros contextos, también la fe islámica).
El nacimiento de un niño no deseado en una joven madre de por sí tiene una serie de problemas conexos. Pero si esa gestación es producto de una relación abusiva o violatoria, estamos ante una verdadera catástrofe.
En Guatemala, al igual que sucede en la mayoría de países latinoamericanos, lamentablemente, por una sumatoria de causas, muchas mujeres jóvenes de todos los estratos sociales (insistamos particularmente en esto: de todos los estratos sociales) quedan embarazadas como producto de una violación. Para complejizar y amplificar más aún el trauma en juego, esas violaciones se dan en un alto grado de casos (alrededor de un 80 por ciento) en el seno familiar, siendo un varón cercano –familiar o amigo de la familia– quien la lleva a cabo. Ello constituye un círculo vicioso, porque esos embarazos tienen un peso psicosocial y cultural no fácil de sobrellevar: se viven con culpa, como problema, siendo que los padres biológicos en la gran mayoría de los casos constituyen parte del entorno directo de la futura joven madre, lo cual se le aparece como un serio obstáculo a la hora de denunciar o actuar legalmente, por los sentimientos culpógenos que vienen asociados. La cultura del silencio y la sumisión se impone.
¿Por qué ocurren estos embarazos forzados? Ello se debe a una sumatoria de factores donde lo primero que destaca, sin duda, es la cultura patriarcal dominante, que permite esa práctica, a lo que se suma la carencia de legislación en el asunto, más una notoria falta de información, mitos y prejuicios, y el machismo como patrón “normalizado”. Todo ello bendecido por la moral (religiosa) dominante, siempre misógina y patriarcal. Sólo para no olvidar el pensamiento del Vaticano: durante la Guerra de los Balcanes, donde fueron violadas cantidad de mujeres, el entonces papa Juan Pablo II dijo a las mismas que no abortaran y que transformaran ese niño en camino en un “acto de amor” (sic).
Que en un país muchas de sus niñas y jóvenes salgan embarazadas como producto de prácticas de violencia de género y por una tradicional cultura que lo tolera, no deja de ser un grave problema de salud pública, un problema socio-epidemiológico. Es imperioso que las autoridades del caso, que el Estado en tanto rector de la política en salud, comience a remediar esto. Obviamente modificar ese estado de cosas no es fácil; pero hay que dar algunos primeros pasos firmes para lograrlo. Pocos y pequeños si se quiere, pero imprescindibles, mirando el futuro.
Se trata de generar cambios en las políticas públicas y las legislaciones tendientes a ir revirtiendo la situación actual; la información clara y oportuna juega un papel clave en todo esto. Por lo pronto resalta como imprescindible no ocultar el problema e iniciar fuertes campañas de educación sexual y una nueva visión de la salud reproductiva. El problema no es la “maldad intrínseca” de los varones machistas sino un patrón cultural milenario que se sigue reproduciendo día a día, donde un “macho”, para sentirse tal, debe repetir los arquetipos dominantes, y donde las mujeres son orilladas –golpes mediante, muchas veces– a no abandonar su papel de sumisión. El patriarcado, sin dudas, no es sólo un problema para las mujeres: ¡es un problema social, por tanto político! Nos perjudica a todos, hombres y mujeres.
Guatemala presenta datos preocupantes en este campo. Según informes del Ministerio de Salud y Asistencia Social, supera los 50 mil embarazos no deseados en niñas y adolescentes cada año; de todos ellos, atendiendo a los perfiles culturales dominantes, puede estimarse que un buen porcentaje se debe a prácticas violatorias. El ser un tema tabú impide contar con datos fidedignos en la materia: se denuncian muchísimos menos hechos de los que ocurren. De ahí la importancia de realizar un pormenorizado estudio de la situación, para tener elementos valederos con los que tomar medidas correctivas; pero el mismo nunca se realiza. Pareciera que las instancias decisorias a nivel gubernamental no tienen mayor interés en promoverlo. Por el contrario, están buscando generar leyes que castiguen la interrupción del embarazo, aun cuando sea en circunstancias de violación, satanizan las parejas homosexuales o cualquier expresión de diversidad sexual. La mentalidad medieval, lo vemos, no ha desaparecido del todo.
Todo esto va de la mano de temas necesariamente ligados, pero siempre silenciados, como el incesto y el aborto, o el arreglo de matrimonios sin consentimiento de las mujeres, problemáticas que se sabe que sí tienen lugar, pero de las que prácticamente no hay datos, mucho menos políticas públicas eficientes y racionales que los aborden, más allá de inspiraciones moralistas que guían los mitos en torno a este complejo y prejuiciado ámbito.
Los daños que ocasiona un embarazo no deseado producto de una violación en niñas y jóvenes son numerosos y muy profundos. Amén de los daños físicos que pudiera haber, la salud psicológica de esas niñas/jóvenes madres se afecta grandemente. De hecho, además de la violación propiamente dicha, el embarazo también funciona en ese sentido como un trauma, y cualquier trauma es, siempre y en cualquier contexto, un elemento negativo, perturbador. Afecta la propia imagen, puede producir una gama variada de sintomatología psicológica derivada: ansiedad, trastornos psicosomáticos varios, sentimientos de culpa, eventualmente puede disparar reacciones psicóticas, y en casos extremos puede llevar al suicidio. Sin contar, por supuesto, con todas las enfermedades y trastornos de orden biomédico que el mismo pueda traer aparejado, entre los que no se puede evitar mencionar las enfermedades de transmisión sexual, en cuenta el VIH, la más grave.
“Niñas criando a otros niños” podría resumirse la figura a que da lugar este tipo de embarazos. La magia maravillosa de la maternidad, de la reproducción de la vida, el milagro perenne y siempre asombroso de la continuación de la especie que se juega en cada alumbramiento, todo eso aquí no cuenta. En todo caso, estamos ante un serio problema que afecta la salud psicológica de la joven madre, y por consecuencia, trae efectos sobre el nuevo ser, e indirectamente, sobre la sociedad toda.
En tanto no se lo vea como serio problema de salud de toda la comunidad, se podrá seguir repitiendo, y con ello, alimentando la cultura machista y autoritaria. De ahí que actuar sobre todo ello tiene un valor social enorme: es un granito de arena que se puede aportar para la construcción de una sociedad más equilibrada y justa. Pero para ello, reiteramos, necesitamos conocimiento científico de valía, lo cual se consigue solamente investigando a profundidad, cosa que no se hace.
En los países en vías de desarrollo (subterfugio para decir “países pobres”) donde niñez y adolescencia tienen impresas la huella de la desnutrición –expresada por tallas corporales que no alcanzan los estándares establecidos internacionalmente y, aunado a ello, viven en condiciones precarias en zonas rurales o hacinadas en malsanos asentamientos urbanos carentes de los servicios sanitarios básicos–, su salud biológica y psicosocial está comprometida, y su expectativa de vida reducida.
Una niña-púber que apenas alcanzó el lindero de lo que más tarde sería una mujer adulta, se ve violada y forzada a desarrollar un embarazo por el marco religioso, político y sociofamiliar impuesto. El bienestar (definición de la Organización de las Naciones Unidas) como conjunto de salud biológica, psicológica y social, no existe en esta población en crecimiento hacia la etapa adulta.
En la salud psicológica de la misma será fácil encontrar cuadros psicopatológicos varios, como depresión, ansiedad, sentimientos de culpa, trastornos post traumáticos y tendencias suicidas, entre otras cosas, dados por el desequilibrio entre lo que se quiere ser y lo que se puede efectivamente.
Es deber del Estado la protección de la vida, prevenir, cuidar y restaurar la salud biológica, mejorar todas las condiciones básicas, y llevar ante los tribunales de justicia penal a los violadores sexuales, con agravante de la pena cuando son familiares. Está claro que las vivencias de equilibrio emocional de la población, con el agregado de la permisibilidad y aceptación de la violencia como algo normalizado, quedan dañadas. Esa demostración de impunidad patriarcal no hace más que reafirmar una situación de asimetría e injusticia. Terminar con el patriarcado es algo que conviene no sólo a las mujeres: conviene a la sociedad en su conjunto.
Marcelo Colussi*/Prensa Latina
*Politólogo, catedrático universitario e investigador social; nacido en Argentina estudió Psicología y Filosofía en su país natal y actualmente reside en Guatemala
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