“Al principio fueron las armas, luego las armas y después las armas”, señala Carlos A Pérez Ricart, doctor en Ciencia Política por la Universidad Libre de Berlín al referirse a la violencia armada en México que ya cobra más de 400 mil vidas desde 2007. Advierte que el fenómeno es muy complejo y que hay muchos más elementos que lo hicieron posible; pero la disponibilidad masiva de armas resultó fundamental.
La carta de impunidad que recibieron las empresas armamentistas estadunidenses en 2005 y el impulso que se les dio para incrementar su producción coincide con el inicio de las masacres entre criminales en México, observa.
Los hallazgos son parte de una investigación de largo aliento que verá la luz en abril próximo bajo el título La violencia que vino del norte. Su autor, el profesor investigador del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), Carlos Pérez Ricart, destaca una serie de hechos ocurridos en Estados Unidos que impactaron en México en favor de la violencia.
Desde 2005, una ley volvió inmune a la industria armamentista. El 13 de septiembre de 2004, el gobierno de George W Bush levantó la prohibición de fabricar y vender en territorio estadunidense fusiles de asalto. Tal prohibición databa de 1994, cuando el gobierno de William Clinton había conseguido vetar la manufactura y venta de ese tipo de armas, entre las que se encuentran los AK47, popularizados entre los cárteles mexicanos como “cueros de chivo”, los AR15 y los Barret calibre .50.
Apenas 10 años duró tal determinación del mandatario demócrata que fallidamente quiso hacerse de una imagen de defensor de los derechos humanos.
La endeble regulación de la industria armamentista en Estados Unidos, que surgió en 2004-2005, fue la condición necesaria para desatar la violencia en México a partir de 2007, comprueba el trabajo de Pérez Ricart.
Por ello, advierte que la reducción de homicidios en México pasa por generar una política de Estado de control de armas. Y es que “la violencia en México primero fueron las armas, luego fueron las armas y al final son las armas”.
El también internacionalista por el Colegio de México y exinvestigador-docente de la Universidad de Oxford (Reino Unido) advierte que la violencia es un fenómeno muy complejo que no puede explicarse por una sola cosa. Pero sí hay una manera de empezar a solucionarlo: el control de las armas.
En 2007 –señala su investigación–, la tasa de homicidios en México fue de 5.8 casos por cada 100 mil habitantes. Se trató del último año de una sostenida reducción de homicidios en el país desde 1940. A partir de ahí inició un primer incremento, hasta el 2013 que inició uno nuevo.
En 2007 en México se registraron 8 mil 867 homicidios. Al año siguiente, el incremento fue del 58 por ciento, pues se llegó a más de 14 mil. En 2009 fue de 42.1 por ciento, pues se llegó a más de 19 mil. Y al siguiente ocurrieron más de 25 mil. Así, entre 2007 y 2010, la incidencia de homicidios en México creció 190 por ciento.
“Las estadísticas estuvieron fuera de todo pronóstico y toda tendencia. Fueron resultado de algo que pasó. Sí, es verdad que el neoliberalismo provocó mucha desigualdad social y que las instituciones sufrieron una fuerte degradación, pero hubo coyunturas que llevaron al desastre.”
Una de ellas –considera el catedrático del CIDE– fue la decisión de Felipe Calderón Hinojosa (presidente de 2006 a 2012) de intentar legitimarse. Como se recordará, el militante del Partido Acción Nacional (PAN) no ganó las elecciones de 2006, pero se impuso en la Presidencia de la República con la ayuda de los poderes fácticos del país.
Una vez instalado en la titularidad del Poder Ejecutivo, anunció seis operativos importantes que, en conjunto, involucraron a 45 mil efectivos militares y que desencadenaron dinámicas violentas. Su intención de ganar legitimidad “por la vía de los hechos” implicó el inicio de un baño de sangre que no ha podido aplacarse hasta nuestros días.
Carlos A Pérez Ricart señala que los operativos militares iniciaron, de hecho, con el otro presidente panista, Vicente Fox Quesada (2000-206). En 2005, el gobierno federal ejecutó el programa México seguro. “Ya es resultado de que algo estaba pasando en México. Pero las dinámicas de violencia se aceleraron con los operativos de Calderón. Y no fueron la única causa”.
Observa que, desde el sexenio de Calderón, en México “se destinaron muchos recursos a la búsqueda, detención o franco asesinato de capos entre 2007 y 2018”. En total, se capturaron o asesinaron 23 de los 27 principales líderes de los cárteles, señala.
Sin embargo, tales detenciones o asesinatos no vinieron a contener la violencia en el país. Por el contrario, sólo provocó su incremento. Fueron tres las consecuencias que aceleraron las dinámicas de la violencia, advierte el científico social Pérez Ricart: se activaron disputas sucesorias al interior de los cárteles; se generaron represalias sistemáticas contra sospechosos de traición (o sapos, como se les conoce en el argot del narcotráfico), y se desataron embates de unos grupos contra otros al percibirse debilidad de los que perdían su liderazgo.
También ocurrió que, entre 2007 y 2009, se endureció la interdicción marítima y por aire. Mejoraron notablemente los sistemas de detección de cargamentos que llegaban por mar, provenientes de Colombia y Ecuador. Por ello, se buscaron nuevos puertos. Aparecieron, entonces, nuevos lugares de desembarco de drogas, como Manzanillo, Colima, y Lázaro Cárdenas, Michoacán.
No lo señala Pérez Ricart, pero tales sucesos se acompañaron de una violencia extrema contra las comunidades nahuas de la costa Michoacana, que desde entonces han tenido que armarse en Guardias Comunales para enfrentar al narcotráfico. Suman más de 30 liderazgos asesinados desde 2009.
Y con respecto a los cargamentos que llegaban por aire –observa el investigador–, empezaron a detenerse en Honduras y Guatemala a partir de 2007. Por consecuencia, avanzaron por tierra. Tal condición obligó a abrir nuevos caminos terrestres. De hecho, se documenta la aparición de 350 rutas de trasiego de drogas. Tal fenómeno no fue advertido por las autoridades y en 2008 ya resultó muy complicado controlar los puntos de exportación y recepción de drogas. Hasta ese año eran muy pocos.
Además, entre 2006 y 2008, el precio de la cocaína en Estados Unidos creció 120 por ciento. Pasó de venderse en 90 dólares el gramo a 198 dólares.
Otro fenómeno que se sumó al desastre mexicano fue el aumento en el envío de exconvictos desde Estados Unidos. Se repatriaron a México, de 77 mil personas que purgaron condenas en el vecino del norte, a 145 mil anualmente. Entre ellos, se encontraban personas que estaban dispuestas a colaborar con grupos del crimen organizado.
Entonces, el problema de los cárteles dejó de ser un asunto que se controlaba localmente y trascendió a las policías municipales. Ya no hubo capacidad de las policías municipales para enfrentar incluso el narcomenudeo. Muchas de las corporaciones se convirtieron en aliadas y hasta subordinadas de los grupos de la delincuencia organizada.
Todos estos fenómenos no explican por sí solos la violencia, ataja Pérez Ricart; pero sí resultan complementarios para comprender el fenómeno.
Y a todo esto, se sumó la masiva disponibilidad de armas. La violencia no pudo haber crecido como lo hizo si no hubiera armas disponibles.
La relajación de la política de armas en Estados Unidos derivó en un incremento en la producción general de armamento que automáticamente tuvo efectos en la violencia mexicana.
En 2008, en Estados Unidos se producían 4 millones 500 mil armas. Para 2016, se producían ya 11 millones. Desde 2008 hasta la fecha, hay 70 millones de armas más en ese país, cuando su tasa demográfica no se caracteriza por crecer con rapidez. Incluso el número de empresas dedicadas a la manufactura de armas creció en 255 por ciento en 10 años. No hay industria con tales números, destaca Pérez Ricart en su investigación.
Mientras que en 1994 en Estados Unidos había 192 millones de armas en manos de civiles, para 2018 eran 393 millones. De manera destacada, rifles de asalto de los que estaba prohibida su producción antes de 2004 se popularizaron. Al mismo tiempo, se incrementó en ese país la importación de armas. Al año, antes de 2008, entraban legalmente a territorio estadunidense 1.5 millones de armas. Desde entonces anualmente ingresan 4.2 millones.
Un arma producida en Estados Unidos tiene más posibilidad de matar a un mexicano que a un estadunidense, recuerda. Y lo mismo pasa con un arma importada por Estados Unidos.
Las armas producidas e importadas por Estados Unidos no sólo se quedan en ese país, sino que llegan a México y a Latinoamérica en general.
No hay algún registro que informe del número de armas que hay en México en manos de civiles. Una estimación conservadora es de 12 millones. En 2018, se estima, ingresaron ilegalmente a territorio mexicano por la frontera norte 253 mil armas, es decir, 693 al día o cada 28 horas.
El problema de las armas es el más importante en la relación bilateral de seguridad entre México y Estados Unidos, más que el fentanilo y de las demás drogas que transitan del sur al norte, advierte.
El 70 por ciento de las armas encontradas en México en escenas del crimen fueron producidas en Estados Unidos. Y un número muy cercano al 30 por ciento fueron fabricadas en otros países, pero primero ingresaron a Estados Unidos.
El incremento de la disponibilidad de armas no sólo incrementó la violencia. También hizo posible la diversificación de los negocios criminales. La lógica de los cárteles fue que, si ya tenían las armas, podrían aprovecharlas no sólo para el trasiego de drogas.
Si un grupo tiene miles de armas en el sótano, aprovecha el poder de fuego para diversificar el portafolio criminal hacia la extorsión, el tráfico de personas y la obtención de espacios de poder político en los gobiernos municipales. Es decir, en el fenómeno de la violencia confluyen la disposición de armas y la diversificación de los negocios criminales.
En una política de control de armas, en este momento los decomisos no importan. Si hay 12 millones de armas en México y al año se decomisan 13 mil, a este paso se necesitarían 923 años para erradicarlas. Lo anterior, asumiendo que no ingresaran más.
Lo que se necesita es construir una política de Estado contra la violencia armada. Para ello, se debe actualizar la Ley Federal de Armas, que data de 1972 y que hoy está rebasada, en la que se incluya una vigilancia civil. También, construir una auténtica agencia nacional de coordinación en materia de armas de fuego. Hoy sólo existe en el papel sin facultades reales.
Y se debe acentuar la prevención con trabajadores sociales que actúen en los lugares donde se encuentran personas susceptibles de usar armas, como hospitales que atienden a aquellos que se recuperan de heridas de bala. También se incorporarían en este ámbito psicólogos y médicos.
El cuarto punto es elevar el asunto de las armas a tema crucial en la relación con Estados Unidos. La solución es trasnacional. Y así como es importante para Estados Unidos el tema de las drogas, para México es el de las armas; al mismo nivel.
Por ello, se debe continuar y apoyar las demandas legales de la Secretaría de Relaciones Exteriores; pero deben sumarse más acciones hasta que se considere una política de Estado.
Estados Unidos se complace en decir que tiene con México una política comercial común. Es necesario que exista una política de salud pública y de control de armas común. Eso daría lugar a mejoras en la infraestructura fronteriza para detener el trasiego ilegal de armas.
Resulta urgente –considera Pérez Ricart– que México genere una política Estado contra la violencia armada porque vienen retos muy complicados. En 5 años, impresoras 3D (de tercera dimensión) serán capaces de producir armas de fuego; se incrementará el uso de drones armados contra población civil y fuerzas del orden, y se podrán generar masivamente las llamadas “armas fantasmas”, aquellas que se compran por partes a empresas supuestamente distintas y que entregan las piezas por paquetería.
Se tiene que estar enterado de lo que sigue para poder enfrentar el fenómeno, considera.
México no podrá desmilitarizar la seguridad pública si no desmilitariza las armas que disponen los cárteles. No habrá tránsito hacia una policía civil mientras los grupos criminales tengan tal capacidad de fuego.
Concluye: “En este país, se cumplen 100 años de hacerle la guerra a las drogas, con los recursos que eso implica, erradicando cultivos de marihuana y amapola. Sin embargo, al cruzar la frontera está permitido varios de sus usos, incluyendo el lúdico, deplora. Lo que se necesita es hacerle la guerra a las armas”.
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