Veamos unos datos para entrar en contexto. México anualmente disputa el flamante primer o nada desmerecido segundo lugar a nivel mundial en importación de maíz¹. Consumimos directa o indirectamente 45 millones de toneladas al año, el cual 38 por ciento es importado. Adicionalmente, cada año en promedio se reduce la producción de este grano básico de 2 a 4 toneladas. Esto debido fundamentalmente al poco apoyo al campo que ha derivado a condiciones de subsistencia al productor y cada vez menos presupuesto a las secretarias de agricultura y desarrollo rural en turno, con una reducción progresiva del mismo en un 40 por ciento en los últimos 3 años². Pero eso sí, con incrementos progresivos en la importación por más de la mitad que lo que estamos dejando de producir año con año. Acuñamos un aumento del 50 por ciento en su importación sólo este año, con una todavía más cara producción nacional, pero por supuesto, con una aparente y justificada razón del alza de precios de combustibles y fertilizantes derivaba de la coyuntura bélica entre Rusia y Ucrania que han generado desabasto y escasez de granos, insumos y gas natural fundamentales para la industria de fertilizantes sintéticos: como se imaginará, la típica “ley de oferta y demanda”.
¿Pero realmente es un tema de oferta y demanda? ¿En verdad nuestra dependencia y capacidad agrícola es tal? ¿Siempre fue así? Aunque la respuesta fuera un sí a todo lo anterior, la pregunta obligada seria: ¿debería seguir así?
Podemos garantizar una cosa, querido lector: que, a pesar de la coyuntura bélica entre los principales proveedores mundiales de fertilizantes y granos, habría otra excusa que seguiría dilapidando la producción de alimentos. Porque el propósito nunca ha sido producir alimentos, sino ganar dinero sin responsabilidad socioambiental.
La situación de precios fertilizantes ya de por sí ha sido agonizante año con año, y la agricultura sostenible está precarizada en nuestro país desde hace más 50 años, incluso antes del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) –que también ha condenado nuestra dependencia al germoplasma nativo o semillas locales, pero es otro tema–. El pecado original se patenta desde la “revolución verde”, fundada en la década de 1960 que ha disparado, desde entonces, la productividad a más de doble en todo el mundo. Esto gracias a tres factores: 1) Extracción masiva de gas natural, 2) Minerales y 3) Agua. Para beneficio del lector, aprecie la correlación en el consumo global entre estos factores en la última mitad del siglo XX (Figura 1).
Para ir aterrizando en nuestro país e ir poniendo en perspectiva la coyuntura de suministros agrícolas, en los últimos tiempos el consumo anual en México de fertilizantes sintéticos ha sido alrededor de 5 millones de toneladas. De ellas, el 67 por ciento son nitrogenados; el 22 por ciento son fosfatados; 8 or ciento potásicos y el 3 por ciento son mezclas de los tres principales nutrientes³. El 80 por ciento es importado con tendencia ascendente cada año y apenas el 20 por ciento es producción nacional.
El costo ambiental genuino para la actual agroindustria simplemente esta fuera de proporción.
La explotación del gas natural utilizado para la catálisis de fertilizantes nitrogenados y extracción expansiva de roca fosfórica en otras latitudes, simplemente no justifica el fin. Sólo para esquematizar de forma simplificada las implicaciones de la minería para el fosfato (Fotografía 1), por cada kilo de roca mineral extraída, se derribaron por lo menos 1 mil metros cúbicos de recursos maderables y se removieron toneladas de suelo orgánico, vital para el sostén de servicios ambientales como agua y aire limpio, sin mencionar las gigatoneladas de dióxido de carbono (CO₂) liberadas anualmente durante el ejercicio.
A pesar de la evidente insostenibilidad del modelo. Se ha proyectado que para final de este siglo alcanzaremos una población de 10 mil millones de personas⁴ y que la industria agrícola debe prepararse para producir alimento suficiente.
Sin embargo, en la actualidad ya estamos ocupando cerca del 50 por ciento de la superficie terrestre para producción agrícola (Figura 2) y curiosamente, más del 50 por ciento de esa producción se pierde, ya sea porque el productor no lo cosechó por caída de los precios (Fotografía 2), porque el supermercado lo dejó pudrir en el anaquel o simplemente lo dejamos en el refrigerador y no es trivial. Como sociedad somos también responsables de esta sobreproducción a través de nuestros hábitos de consumo. Pero el punto es que ya se está produciendo más alimento del que la humanidad puede consumir. El meollo aquí es, por supuesto, de distribución y equidad. Desafortunadamente, aunque el modelo de producción y distribución es insostenible, tampoco es sencillo de modificar, debido a la escala que opera.
La fertilización orgánica es posible y sobre todo barata. No necesitamos el gas de Rusia en las cantidades que importamos, ni explotar la roca fosfórica de Marruecos y China o los sedimentos marinos que empiezan verse como oportunidad. El discurso para alimentar al mundo lo han planteado los intereses comerciales y las políticas económicas que poco interés tiene en la nutrición real de la población y menos en la conservación ambiental. Desafortunadamente para todos los demás quienes formamos el resto del tejido social, es un problema profundamente sistémico que penetra a los hábitos del consumidor e ignora paradójicamente a quienes menos voz tienen en la materia, ya sea por “la lejana distancia en la que están” o por el risible acceso a educación ergo oportunidades del productor agrícola de subsistencia.
Lo que necesitamos para una fertilización efectiva y sostenible está literalmente frente a nosotros cada día, después de cada juego o café por la mañana, de cada tamal con atole de los fines de semana y tés de media tarde. Y no es otra cosa que los residuos orgánicos generados en el hogar, gestionados a duras penas en la mayoría de municipios de este país y que la agroindustria ni se ocupa en principio por falta de ética, pero sobretodo de la inexistente implementación de la legislación ambiental en materia de gestión de residuos.
Y es que los residuos orgánicos, son una excelente fuente de nitrógeno orgánico y materia orgánica que, con procesos sencillos pero bien cuidadosos de bioconversión, nos generan un sustrato capaz de recuperar el suelo, conservar el agua, y nutrir orgánicamente nuestra milpa y hortalizas.
En nuestro país, diariamente se generan más de 100 mil toneladas de residuos⁵, y al menos el 50 por ciento son residuos orgánicos. De ellos se puede generar 15 mil toneladas de biofertilizante apto para la agricultura. Incluso desde una perspectiva económica, no hay punto de comparación entre pagar al día de hoy 4.5 pesos (M.N.) por litro de turba –otro insumo agrícola utilizado como sustrato de germinación que es extraído de los ecosistemas boreales a miles de kilómetros, además de costos ambientales implícitos no contemplados en este precio– cuando localmente, gestionando y bioestabilizando volúmenes considerables de residuos orgánicos, podría lograrse un costo de producción de 3 pesos por kilo.
Independientemente de los datos de producción y la retórica de consumo, el mensaje que se desea transmitir, es en principio sobre la gratificación de atestiguar cómo de residuos orgánicos simples, pueden neotransformarse en un biofertilizante nutrimentalmente enriquecido y a posteriori contemplar la germinación de una pequeña plántula que se nutre, crece y produce frutos para el alcance propio y del prójimo. Cada uno de nosotros es capaz de generar alimentos de autoconsumo sin recursos sofisticados. Evitemos llegar al día que tengamos que decidir entre regar el paso, la mata de tomate o tomar agua.
Fuentes
¹ Planeación Agrícola Nacional 2017-2030. Sagarpa (2017).
Tilman et al. (2001) “Forecasting Agriculturally Driven Global Environmental Change”. Science.
³ Nota sobre Fertilizantes. CEDRSSA con datos de SIAP-SAGARPA (2015).
⁵ Residuos Sólidos Urbanos (RSU). Semarnat. Visitado en agosto de 2022).
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