Ciudad de Guatemala, Guatemala. El campo popular ha perdido en estos últimos años. Conforme con lo sucedido en el mundo y el triunfo de los planes neoliberales y el anticomunismo feroz que nos dejó la primera Guerra Fría –ya estamos viviendo la segunda–, los avances y conquistas de los de a pie retrocedieron en forma fenomenal.
Si bien después de la Firma de la Paz en 1996 se habían abierto algunas tímidas esperanzas de cambio, con las últimas administraciones presidenciales –Otto Pérez Molina, Jimmy Morales, Alejandro Giammattei– esos mínimos avances desaparecieron.
La actuación de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) marcó un momento de “respiro” en la sociedad durante un corto período de tiempo –cuando así lo determinó Washington, sólo a su conveniencia–.
Se sentía que se actuaba contra la corrupción galopante que se había instalado. No debe olvidarse al respecto –tal como dijo uno de los apresados por esa cruzada anticorrupción que se desató en el 2015– que se detuvo a la Línea 1. Sin embargo, jamás se tocó –ni parece que se vaya a tocar– a la Línea 2.
Desde ese entonces, la corrupción pasó a ser el problema principal del país en términos mediáticos. Los “malos de la película” fueron los mandatarios venales que “empobrecen al pueblo” con sus robos y fechorías. Es una verdad a medias. La corrupción existe, sin dudas, pero es efecto de un sistema basado en la explotación de las grandes mayorías trabajadoras al que llamamos “capitalismo”.
Los hechos corruptos –que aparecen en el Norte próspero y en el Sur empobrecido– no son la real causa de las penurias de las poblaciones. Es la forma en que la riqueza se distribuye. Esos funcionarios corruptos, quienes se mueven con características delincuenciales –¿Qué diferencia sustancial hay entre un ladrón de celulares, un pandillero que pide extorsión o un político robando un presupuesto público?– son producto de un sistema injusto en sus raíces. Esos funcionarios –que lo que menos parecen ser es “servidores públicos”– son una excrecencia dentro de un sistema en sí mismo perverso.
Desde hace un tiempo, el llamado Pacto de Corruptos –clase política impresentable, crimen organizado, cierto empresariado voraz– ha ido copando las estructuras del Estado, asegurándose un clima de completa impunidad para sus oscuros negocios, manejados como mafias al peor estilo de Al Capone.
Para la presente elección contaban con que repetían un triunfo en la presidencia, afianzando y profundizando una sangría a los recursos públicos de forma inmoral. Sin embargo, la población reaccionó. El voto popular dijo no a esa avanzada gangsteril. Dio como ganador a una propuesta renovadora: el Movimiento Semilla.
El triunfo de Bernardo Arévalo constituye una bocanada de aire fresco en una atmósfera irrespirable como la que se tenía con esos grupos que manejaban los gobiernos –nacional y municipales– con criterios de banda delincuencial. Poseedores de un tufillo apestoso, llevaron a la población a decir “basta”.
En medio de la desazón generalizada que se vivía –con abusos de poder por parte del gobierno que rayaban en el autoritarismo de una dictadura disfrazada de democracia–, la aparición de Semilla es una buena noticia. Ahora bien: ¿Qué se puede esperar de esta nueva administración a partir de enero del 2024? Seamos realistas sin perder la dimensión en el análisis.
Tan bochornoso era el clima imperante que una propuesta de reforma quiere verse como una “nueva primavera” –remedando así la “primavera democrática” de 1944–. Ojalá lo sea, sin embargo, todo indica que no deberíamos hacernos tantas expectativas.
Ésto no es un llamado al derrotismo, sino al realismo. Las propuestas del Movimiento Semilla –surgidas a partir de las movilizaciones anticorrupción de 2015– no representan proyectos de transformación social. Se centran en un esquema de transparentización de la función pública, intentando eliminar la corrupción. Mas es sabido que esas estructuras –enquistadas en el Estado desde hace décadas– harán lo imposible por resistir. De hecho, en el Congreso no tiene mayoría y el gobierno será una disputa permanente contra los poderes más oscuros.
En este momento, recién transcurridas las elecciones, se puede vivir un clima de euforia, sintiéndose el triunfo del Movimiento Semilla como un auténtico avance popular. En un sentido –muy limitante–, lo es: la población votante no se dejó embaucar y dijo “no” al Pacto de Corruptos. Pero ¡Cuidado! Tengamos en cuenta qué representa haber ganado el Poder Ejecutivo.
Desde la casa presidencial se podrán impulsar cambios, a sabiendas que los verdaderos factores de poder no quieren cambios sustanciales. El nuevo gobierno –si es que llega asumir sin contratiempos el próximo 14 de enero– se las verá difícil. Debemos estar preparados para un sinfín de juegos sucios en estos meses, previendo que las mafias enquistadas en el Estado harán cualquier cosa para no perder espacio. Por lo tanto, la lucha será ardua.
Por otro lado –y quizá es lo fundamental–, el Movimiento Semilla no trae un proyecto revolucionario. Las acusaciones de la derecha más troglodita están presentes, preparando el camino para neutralizarlo. Como se ha leído en las redes sociales: “Arévalo y seguidores apoyan el aborto, la mariquitación social mal llamada inclusión, la pérdida de valores, la desintegración de la familia, la legalización de las drogas, el aumento del gasto público, el incremento del populismo y el nepotismo y la eliminación del ejército. Buscan hacer de Guatemala una Venezuela”.
Para tomar distancia, Semilla aclaró –casi con vehemencia– que “no es comunista” y no habrá expropiaciones ni cosas por el estilo. La embajada de Estados Unidos –y ciertos grupos económicos de los más poderosos del país– le da su beneplácito, lo cual indica por dónde podrá transitar. Revolución socialista a la vista: no. Eso está claro. Las expectativas de mejora económica para las grandes masas no podrán cumplirse. Y ésto sirve a la derecha para mostrar que “las izquierdas en el poder son inoperantes”.
Apoyemos el clima de cambio, pero no esperemos maravillas, donde no puede haberlas. Terminar con la corrupción –si eso fuera posible– es loable; pero eso no barre con las injusticias de base. No olvidarlo.
Marcelo Colussi/Prensa Latina*
*Politólogo, catedrático universitario e investigador social argentino, residente en Guatemala
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