“Uno que otro se nos ha quedado. Se han muerto. ¿Por qué? Porque vendieron su cobija y no tienen con que parar el frío. Los fríos son los fríos”, dice Luis Hernández. Por ello, el hombre de la tercera edad, y quien habita en las calles desde su adolescencia, atesora como sus objetos más preciados todo aquello que le proporciona abrigo.
“Yo tengo mi costal, ese es mi costal [señala hacia un saco que utiliza como una especie de bolsa para dormir]. Ahí también tengo un montón de botellas”. Durante el día, Luis se dedica a pepenar esos residuos para después venderlos en el reciclaje. Así, por la noche su herramienta de trabajo se transforma en su regazo. “De principal traigo mi cobija en mi costal y ahí me meto, porque los fríos están duros”, comenta en entrevista quien ha hecho de las calles del Centro Histórico de la Ciudad de México su hogar.
Cuando hay frío extremo y no cuentan con suficientes objetos para arroparse, explica don Luis, hay que dormir en grupos. “Luego estamos uno pegándose ya con el otro porque, la verdad, cuerpo con cuerpo [se genera el calor]. Te doy mi espalda, dame la tuya y así es como nos dormimos”. También añade que otra forma de afrontar la temporada invernal es con periódicos y cartones, con los cuales tratan de tolerar el congelamiento de la piel, la carne y los huesos.
El invierno representa uno de los periodos más críticos para las personas en situación de calle, ya que las bajas temperaturas pueden provocarles enfermedades cardiovasculares, infecciones respiratorias, neumonía e hipotermia. Esta última, incluso, puede ser fatal. Tan sólo en 2023, la asociación civil El Caracol documentó 962 muertes a nivel nacional, de las cuales 60 fueron atribuidas a esa condición.
Aunado a ello, las muertes de esta población son “invisibles”. De acuerdo con la misma organización, en 832 casos, los fallecidos fueron considerados como “desconocidos y muy probablemente llegaron a la fosa común”. Es decir, no sólo fueron anulados por el sistema en vida, sino que también lo son después de la muerte.
En esta temporada, otra amenaza es la de las adicciones que tienen algunas personas sin hogar, pues en plena intoxicación no son conscientes de qué tan abrigados se encuentran durante las noches, o si la temperatura está bajando aún más, o si la tos y la gripe que padecen en realidad ya son una neumonía.
“Cuando no tenemos a nadie y que estamos alcoholizados hemos amanecido muertos. Bueno, yo he visto amigos y amigas que se me han quedado, porque ando alcoholizado y ya no puedo llegar a meterme donde voy, me quedo por acá y el frío está duro”, menciona don Luis.
Ubicada sobre la calle Belisario Domínguez, esquina con Eje Central, se encuentra la plaza de la Concepción. “Conchitas”, como le conocen algunos, también ha sido bautizada como “la capilla de los muertos”, porque a finales de 1800 fue el depósito de cadáveres para personas en situación de calle. Desde entonces, poco o nada ha cambiado esa historia.
En esta plaza, algunas personas en indigencia han encontrado un refugio. Don Luis Hernández pasa su día en este sitio, junto a jóvenes, mujeres, hombres e infantes que también viven en la calle. Son, quizá, lo más cercano a una familia.
En la entrada de la plaza hay una fuente, de la cual obtienen agua para lavar su ropa, e incluso para beber. El señor Luis afirma que no son mugrosos, como los suele calificar la sociedad más racista y clasista. Y aunque el agua de esa fuente no es potable, tampoco tienen muchas opciones.
Con una tristeza profunda, don Luis narra que, en algunos edificios a los que ha acudido en busca del vital líquido, lo han corrido de formas inhumanas. Aunque él no logra verbalizar el racismo al que se ha enfrentado, tampoco hace falta que lo detalle: su voz ahogada de repente por un nudo en su garganta es suficiente para entenderlo.
Aldo Alejandro Roldán, integrante de El Caracol, señala a Contralínea que aunque las historias de las personas que habitan en las calles pueden parecerse, cada una tiene sus propias particularidades. “Lo que decimos en El Caracol es que un motivo por el que las personas llegan a vivir en las calles es por los círculos de protección, porque fallaron esos círculos de protección y éstos son desde los más cercanos, como la familia, amigos, comunidad, hasta instituciones o gobierno, y poco a poco van creciendo esos círculos. Cuando todos ellos fallan es cuando decimos que una persona llega a la calle”.
Hasta antes de abandonar su hogar, don Luis recuerda que vivió su infancia y parte de la adolescencia en una situación precaria. Aunque destaca la labor de su madre por sacarlo adelante, también es consciente de las condiciones tan difíciles en que se encontraba.
Por su parte, Ángel Raymundo Guzmán Rivera, un hombre que asegura tener 50 años de edad, relata con nostalgia que vivió su infancia con un padre ausente. Y cuando su madre decidió tener otra pareja y dos hijos más, se sintió excluido de su propio hogar. “Yo tenía ocho años cuando nació mi hermano, y empecé a ver la diferencia entre el cariño de un padre a su hijo y el cariño de una madre, no porque mi madre no me quisiera, sino porque a lo mejor no supo manejar en el momento de su adolescencia la situación”.
Ángel Raymundo desvía la mirada, como en señal de desconsuelo o resignación. La falta de cariño lo llevó a la depresión, y ésta se transformó rápidamente en una adicción al alcohol.
Las historias de los dos hombres reflejan lo que se advierte desde El Caracol: los círculos de protección de sus entornos les fallaron, a pesar del esfuerzo de sus madres por darles una vida digna. En ambos casos, el contexto de desigualdad social y económica de las familias sumado a la falta de apoyo institucional llevaron a los niños a la calle.
Aunque el señor Luis inició su consumo con una droga legal, el cigarro de nicotina, más adelante decidió probar la marihuana. Y a pesar de que lo hizo como una travesura, tiempo después se le volvió adicción. Recuerda que luego llegaron otras drogas, como la piedra, los chochos, las inyecciones de metanfetaminas de las que aún conserva pequeñas cicatrices en su cuerpo, donde entraban con frecuencia las agujas. Y ya casi sin dinero, llegaron cosas peores: el tíner, el cemento y hasta la gasolina.
Ahí comenzó a robar para poder satisfacer la necesidad de la droga. “Con mis amiguitos les platiqué que ya me habían regañado y que me iban a estar pegando o regañando. Aquel me dice: ‘¿y si nos escapamos de la casa?’ ‘Pues vámonos’. Yo y otros dos niños nos fuimos. Se nos hizo fácil y robamos”.
Entonces conoció la cárcel. “Robamos y nos agarran y nos vamos al reclusorio. Chamacos. Qué será, 18 años. Los chamacos al reclusorio. Uno que apenas llevaba meses de haber cumplido sus 18 también”.
Una vez dentro, le falló la institución: no había reinserción social. Para don Luis, su estancia en la prisión fue un infierno. Ahí aprendió a sobrevivir: “nos hacemos los fuertes, tú me vas a robar, tú me vas a pegar, pues yo no sé, pero yo también ahí te voy, y así empezamos. Ya con el chichón acá, con el ojo pintado, o descalabrado”.
Al recuperar su libertad nada cambió. La vida seguía siendo una ausencia total de oportunidades. “Ya no me dio miedo llegar a la cárcel porque yo sé cómo está allá, entonces… a arrebatar la bolsa y entonces nos dedicábamos a estar robando”.
La falta de un padre y el desapego emocional con su madre son dos de los factores que Raymundo reconoce como motores de sus decisiones infantiles-juveniles, incluida la de abandonar su hogar.
Además, recuerda que no pudo superar la ruptura de su relación amorosa con la joven que fue su primera novia. “Hubo un desamor y empecé a tomar ese mal camino de me voy a tomar, vamos a tomar y cada ocho días era tomar”. Incluso se llama a sí mismo “tonto” por no haber sabido manejar sus emociones. “Nunca tuve una plática con mi padre, ni con mi madre de: ‘oye, sabes que te vas a enamorar, pero mira tómalo con calma’”.
Recuerda que ese episodio fue devastador. “Fueron como uno o dos años de tormento, porque se me hizo fácil todo [lo del vicio]: porque yo me sentía destruido porque la chica que a mi me gustaba me dijo que no”.
Raymundo no lo sabe pero existe un trastorno denominado “síndrome de la carencia afectiva”. De acuerdo con la psicóloga Mariana González, “es un estado psicológico afectivo que, con vehemencia, un adulto busca tener y teme perder, es decir, existe cierta demanda de un adulto a otro para saciar la necesidad de sentirse seguro, querido y con atención”.
Esta condición, apunta, “surge en la etapa de la infancia, donde el factor más importante recae en los cuidadores primarios o padres; es decir, existe una privación de la atención, debido a factores externos que no siempre dependen de ellos, tales como el trabajo, divorcio o separación e incluso viajes. Estos impiden se haga un apego seguro en el niño, y la convivencia sea limitada, de tal manera que el niño no comprende estas situaciones tomando dos posturas: desvalorización (nadie me quiere) o culpa (soy el responsable de esto y nadie me quiere por eso)”.
Al no tener opciones de atención, Raymundo abandonó la escuela y comenzó a trabajar en un estacionamiento, pero el dinero que ganaba lo utilizó para costear la adicción al alcohol. “Estaba yo en otra sintonía, en otro canal, dolido, ganando mucho dinero. Decía: ‘me como el mundo yo ahorita, pero desgraciadamente lo que me comió fue el mundo a mí’”.
El señor lamenta que el “vicio” le generó problemas, entre ellos, su primera llegada al reclusorio en 2001. Al no conocer el debido proceso, luego de robar un teléfono fue condenado a cinco años de prisión. “Estuve año y medio porque era mi primera vez, porque alcancé beneficios [de libertad anticipada…]. Fue una experiencia fuerte”. Recuerda que en aquel entonces su madre lo visitó en dos ocasiones. Sin un modelo de reinserción a la sociedad, Raymundo ingresó al reclusorio sur en 2003, y posteriormente en 2008.
A don Luis lo conocen como el Charrascas, por las múltiples cicatrices que acumula en el cuerpo. Se le quiebra la voz cuando narra que, hace unos años, un hombre lo atacó con una navaja, lo hirió a la altura del pecho y para cuando llegaron los policías a la escena, lo dieron por muerto.
Toma una gran bocanada de aire y después de un largo suspiro, cuenta: “Dios ha sido muy grande y me ha dejado la vida, porque varios amigos y amigas ya se me fueron. Yo he tenido varios trancazos y aquí estoy contando la historia, aquí tengo las marcas y todo, y todavía no me he muerto”. A pesar de que busca afanosamente contenerse, derrama un par de lágrimas.
El viejo se siente afortunado y es que, a pesar de haber tenido adicción a múltiples drogas, agradece seguir vivo y con lucidez. Ver morir a sus amigos lo motivó a dejar de consumir drogas. Y ahora se conmueve con las muestras de empatía de las personas que le regalan comida, agua o una moneda, en vez de menospreciarlo como también le ha llegado a pasar.
Aldo Alejandro Roldán Pérez, titular del área de Comunicación de El Caracol, destaca la importancia de reconocer a las personas en situación de calle como sujetos plenos de derechos.
“La vida en calle de por sí representa un riesgo para todas las personas, desde la violencia, las violaciones a sus derechos humanos y sobre todo la discriminación que viven todos los días; porque eso, poco a poco los va alejando de los servicios a los que tienen derecho, como el de la salud, un hogar, la educación, el derecho a un trabajo, etcétera. […] Y eso significa que sus vidas corren peligro”.
Roldán también denuncia las prácticas de “limpieza social” que han documentado en los últimos años en la alcaldía Cuauhtémoc. Estas acciones implican el desalojo forzado y violento de personas en situación de calle, a las que trasladan a albergues sin su consentimiento, y muchas veces sin garantizar su bienestar.
“El año pasado y el antepasado hemos registrado varios casos de ‘limpieza social’, que se caracterizan por llevar o tomar de manera forzada a una persona o desplazarla hacia otros espacios para que ya no se encuentran en el punto en el que pernoctan, pero muchas veces estas limpiezas, se hacen de manera violenta”, explica el activista por los derechos humanos de las personas sin hogar. Inclusive, durante estas acciones, les han quitado hasta las cobijas que les proporciona el mismo gobierno.
Añade que en una acción “claramente contra su voluntad, se les lleva a albergues donde muchas veces no hemos vuelto a saber de las personas, qué ocurre con ellas y con ellos”.
Aldo Alejandro Roldán Pérez explica que la población callejera no confía en los albergues, “porque es un foco de infecciones o es un lugar que no está con la seguridad necesaria para garantizar su bienestar y han sido diferentes las personas con las que hemos platicado que nos señalan estas cosas”.
Por ejemplo, cita el caso de “una mujer que acompañamos hace ya varios años, la cual se iba a un albergue a bañarse y un día simplemente ya no regresó. Preguntamos por ella, también su compañero de calle preguntaba por ella. Decían que estaba bien, y como seis meses después nos enteramos que ya estaba muerta y que falleció dentro del albergue”.
Desde El Caracol se promueve un cambio cultural que erradique los discursos de estigma y violencia hacia las personas en situación de calle. “Las personas que están en la calle no están en la calle porque quieren, no, no están ahí porque ese es un deseo”.
Roldán Pérez precisa que “algo que mencionamos mucho, y no a manera de amenaza o algo triste, es que cualquier persona puede llegar a la calle. Nadie está exento de salir a la calle, solo falta un pequeño suceso muy importante en la vida de alguien para que corramos ese mismo peligro”.
Por esta razón, el activista recomienda que haya un diálogo y buen trato. “Sólo tratar bien, es más, desde una sonrisa a alguien que vive en la calle puede impactar de manera positiva y de forma muy importante, porque ya es un estímulo distinto. Ya no es: ‘vete de aquí’; ya no es: ‘te echo agua para que te vayas’, sino que es un poco más de apertura y, poco a poco, mientras vayamos abriendo esto vamos a escuchar más las historias. Vamos a conocer las razones por las que están ahí y podemos hacer más ajustes y facilitar ciertos procesos”.
No obstante, Roldán Pérez reconoce que es complicado sacar a una persona de las calles, “porque el fenómeno ha existido desde hace mucho y va a seguir existiendo. Pero sí podemos cambiar la forma en la que nosotras y nosotros tratamos a estas personas”.
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