No sabemos quién le puso el nombre, pero sabemos que La Bestia es el nombre informal de los trenes que atraviesan México, como medio de transporte de migrantes que huyen de las pesadillas centroamericanas hacia el sueño americano. En muchos casos, La Bestia les cobrará su cuota: si no logran vencer al sueño o no se ponen al tiro al subir o bajar, corren el riesgo de caer entre las ruedas y perder la vida o, con suerte, sólo alguna parte de su cuerpo; puede que los asalten las pandillas o las maras, y si no tienen con qué pagar, sean arrojados desde su techo en marcha. O secuestrados. O violadas… Y aunque las personas migrantes lo saben de primera mano, sorprende también ver cómo la tratan con una complacencia casi familiar y se encomiendan a ella como si fuera una especie de Santa Muerte: saben que es peligrosa, pero valoran su función; le tienen respeto y temen, pero no dudan en subirse a sus lomos.
Aunque su función principal, desde el momento en que se empezó a construir en el Porfiriato de principios del siglo XX, siempre se ha orientado a la distribución del extractivismo, el sistema ferroviario siempre ha estado fuertemente vinculado con procesos migratorios: trabajadores locales que se desplazaron a los lugares de construcción, comunidades residentes desplazadas por el trazo, nuevos habitantes para poblar y servir en las estaciones. Antes que los centroamericanos, fueron las y los mexicanos del programa Bracero tras la Segunda Guerra Mundial quienes lo ocuparon para ir a Estados Unidos. Los trenes dinamizaron y transformaron las dinámicas de movilidad humana en la región. El sistema de ferrocarriles mexicano fue privatizado en la década de 1990, durante el sexenio de Zedillo, y el transporte de pasajeros eliminado a partir de 1999 por su escasa rentabilidad.
Y es que justo en esa década de 1990, las imágenes mostraron un particular contexto de las grandes transformaciones globales, una perspectiva que hasta entonces no había sido pública ni mediática: vimos a La Bestia cargada de hombres, mujeres y niños rumbo a Estados Unidos, huyendo de sus países y volando hacia el sueño americano. En el imaginario el nombre La Bestia pareció permear a las personas que se atrevían y arriesgaban a viajar así. La “bestialización” de esas personas permitía al mismo tiempo justificar las violencias y padecimientos que sufrían. ¿Quién es más bestia: la bestia que hace daño, o quien se sube “voluntariamente” en ella? Una cuestión compleja.
Hasta la entrada en vigor del Plan Frontera Sur en 2014, La Bestia fue la excepción notable dentro del cada vez más estricto control migratorio gubernamental mexicano. Especifico esto por su posterior relevancia. Las vías del tren no eran territorio de aplicación de políticas públicas estrictas (los famosos “cinturones de control” del sexenio de Vicente Fox se aplicaban para cualquier transporte terrestre salvo el tren), pero no escapaban de alguna forma de control: la de los grupos delincuenciales. Sin embargo, las posibilidades de encontrarse con un problema (control, detención, extorsión, deportación) eran menores en sus lomos. Se hizo de conocimiento entre las redes migrantes que una vez pagada la cuota respectiva al grupo delictivo encargado de cada tramo, habitualmente 100 dólares, se le suministraba “la vida”, un código que permitía pasar los siguientes controles de la delincuencia en cada determinada región. Era posible estimar el costo aproximado por pasar estos controles: era más fácil también, pasar desapercibido en general el tránsito por México.
Con la entrada en vigor del Plan Frontera Sur, todo cambió. El poder gubernamental se hizo más presente sobre las vías, florecían los controles espontáneos, se realizaban obras para dificultar el tránsito en La Bestia. El resultado fue una mayor vulnerabilidad, caídas, accidentes, detenciones, deportaciones. La ruta de La Bestia se hizo más peligrosa aún, y dejó de ser tan utilizada. De ese contexto inicia la más reciente forma de organización de las personas migrantes para seguir con seguridad en la búsqueda de sus sueños, y huir de sus pesadillas: las Caravanas/Éxodos.
Y ahora, en el contexto de la emergencia de esta novedosa forma de organización migratoria, que no altera las proporciones del fenómeno pero sí su visibilidad, la región de la Frontera Sur de México se configura como territorio nodal tanto para el discurso desarrollista mexicano, como para el interés geoestratégico estadunidense, y la avidez de los capitales transnacionales. Y el proyecto paradigmático para la región es nuevamente un tren, el Tren Maya, cuya función parece ser no sólo la de servir a un supuesto desarrollo social sustentable, sino también a facilitar el empleo, la permanencia y quizás también la residencia, a la mayor parte posible de las corrientes migratorias regionales. Es, por así decirlo, un intento más por consolidar un “tapón migratorio” que impida el traslado hacia el sueño americano, y que hasta ahora siempre ha fracasado.
En notas anteriores hemos visto que el Tren Maya es más que un tren, y que no es sólo Maya (https://www.contralinea.com.mx/2018/12/14/ni-solo-tren-ni-todo-maya/). Es, por así decirlo, la punta del iceberg de uno de los programas de reordenamiento territorial más ambiciosos por su extensión a toda la península de Yucatán y el sur-sureste de México, y con obvias repercusiones más allá de nuestras fronteras. Un reordenamiento territorial que implica casi de manera inmediata reordenamientos de las dinámicas poblacionales y migratorias vigentes y futuras. Más allá de toda la complejidad, la figura y el ejemplo del Tren Maya nos permite plantear esta analogía, en forma de deseo que esperamos no se cumpla: ¿no terminará siendo este proyecto una Bestia Maya?
Porque en el proyecto, que no tiene una versión ejecutiva pero se da por hecho, no se ha visto aún una consideración de los impactos sociales, y menos aún, de las transformaciones que provocará en los movimientos poblaciones de los estados, del país, o de la región. ¿Cómo afectará a la población que vive actualmente en las comunidades? ¿Cómo se poblarán las nuevas ciudades/estaciones que se construyan? ¿Cómo se facilitará la integración de diversas nacionalidades en espacios de competencia laboral y espacial? ¿Cómo se evitará la creación de barriadas marginales para trabajadores precarios nacionales y centroamericanos frente a las comodidades de trabajadores especializados que por ahí provengan de los países de origen de las multinacionales que logren las licitaciones? ¿Cómo articular la incorporación a los mercados de trabajo regionales de las personas residentes, las migrantes, los trabajadores internacionales de otras regiones del mundo, más los 3 millones y medio de turistas previstos, sin que se generen deslocalizaciones y marginalizaciones como las que se dieron en Cancún, o se preserven recursos naturales tan escasos y fundamentales como el agua? Y todas estas cuestiones sólo refieren a los momentos de preparación y puesta en funcionamiento del proyecto. Posteriormente, también habría que plantearse qué condiciones quedarán para las poblaciones residentes que por uno u otro motivo no puedan ser parte del prometido desarrollo y bienestar que generaría el proyecto.
El Tren Maya tiene la doble potencialidad de convertirse en una esperanza de bienestar para las comunidades locales y para los migrantes de escapar de la pesadilla centroamericana y encontrar el “sueño yucateco”; o transformarse en una Bestia Maya que transforme la península en un infierno y termine expulsando a las poblaciones locales fuera de sus territorios, y precarizando aún más territorios y ecosistemas en un difícil equilibrio. Si saldrá cara o cruz en la jugada, si finalmente prevalecerán las luces o las sombras, dependerá de la valentía, integridad y sinceridad con que se plantee este proyecto a la sociedad peninsular, que tiene ganas de apoyarlo pero no a cualquier precio, y debe participar de él activamente, no sólo validando en referéndum propuestas únicas e intereses ajenos nacidos a miles de kilómetros de distancia.
Sergio Prieto Díaz*
*Migratólogo; investigador del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología y el Colegio de la Frontera Sur; doctor en historia iberoamericana de las migraciones por la Universidad Iberoamericana
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