São Paulo, Brasil. El capitalismo se rige por la necropolítica. “Necro” proviene del griego antiguo “nékros” y significa “muerto”. En suma, es la política que produce muerte. La muerte de las personas y de la naturaleza. Basta con advertir cómo se comporta la mayoría de los gobiernos con relación a la desigualdad social y la crisis ambiental. Son escasos los que –como el Brasil actual– implementan políticas sociales para proteger y promover a la población más vulnerable. Y, al mismo tiempo, adoptan medidas eficaces contra la destrucción del medioambiente.
La necropolítica no llena vagones de ferrocarriles con grupos de la población descartados por la política vigente para llevarlos a campos de exterminio como hicieron los nazis. Es más sutil. Promueve la concentración de la riqueza como valor supremo y empobrece a millones para que una minoría pueda disfrutar de las fortunas acumuladas. Invierte más en artefactos bélicos que en el combate al hambre. Y se disfraza de “economía verde o sostenible” para deforestar los bosques y extraer metales preciosos.
Dotada de poderosas maquinarias de persuasión ideológica, incita a la indignación por la anexión de Crimea a Rusia. Sin embargo, cubre con un manto de silencio la apropiación estadunidense de la base naval de Guantánamo en Cuba o la colonización de los territorios palestinos por judíos antisemita. Alza la voz para acusar a Rusia de apoderarse de Ucrania, mas no dice nada de la anexión de Puerto Rico a Estados Unidos.
Tampoco usa cámaras de gas, sino que destila prejuicios sobre los pobres, los negros, los homosexuales, los refugiados, etcétera. Los excluye hasta que los lleva a quitarse la vida. Promueve la precarización de las condiciones de trabajo. Sobre todo, se apoya en la indiferencia ante los vulnerables, tal como hizo el gobierno de Bolsonaro al no impedir la muerte de más de 700 mil víctimas de la Covid-19.
Una científica social holandesa, Saskia Sassen, denuncia que en las últimas décadas hemos pasado de un sistema que se preocupaba –al menos parcialmente– por incluir a la población en el mercado de consumo –socialdemocracia– a otro de deliberada exclusión. La misma es acelerada por las innovaciones tecnológicas que hacen redundante la mano de obra.
La pandemia fue una alerta de la naturaleza de que la humanidad puede ser eliminada de la faz de la Tierra –ya ocurrió con los dinosaurios– si se profundiza la destrucción ambiental. Es curioso que ninguna otra especie haya sido contaminada por la Covid-19: sólo la humana.
La naturaleza –cuya edad sobrepasa los 13 mil 700 millones de años– evolucionó durante miles de siglos sin nuestra existencia. No necesita a los seres humanos. Puede continuar su viaje entre las estrellas sin nuestra incomoda presencia. En cambio, nosotros dependemos de ella para la alimentación que nos mantiene vivos y la materia prima de nuestros artefactos que van desde la ropa hasta las computadoras.
Cuando se vive en un sistema que impulsa la muerte colectiva en función del lucro –guerras, drogas, selectividad, apropiación privada, exclusiones– se provoca una profunda inseguridad. Así pasó en el naufragio del Titanic, cuando cada quien se aferró a su propia sobrevivencia sin importarles quienes no tenían acceso a los botes salvavidas.
Es esa inseguridad la que refuerza el nuevo rostro de la necropolítica: el autoritarismo. Éste erosiona los valores democráticos que –en teoría– se proponen ofrecer botes para todos. Hoy, trata de salvar a la élite, a los pasajeros de primera clase, quienes pueden pagar por el derecho a la vida.
Imagine a una pareja que lleva a su hijo a un parque de diversiones. El niño corre, juega, interactúa con otros infantes, disfruta de una libertad y un espacio que no tiene en el pequeño apartamento, en el cual vive. De repente, se oye el estampido de un disparo y la noticia de que un delincuente anda suelto. El pequeño, atemorizado, se aferra al padre y a la madre en busca de protección y seguridad.
Es ese síndrome de inseguridad lo que refuerza el autoritarismo en la necropolítica. En América Latina, un buen ejemplo es el actual gobierno de Nayib Bukele en El Salvador. En nombre del combate a la delincuencia, pasó a dominar los poderes legislativo y judicial. Creó megaprisiones, verdaderos campos de concentración que albergan a más de 100 mil presos, muchos sin pruebas o procesos. Inaugurada en febrero de 2023, aloja a 40 mil detenidos. Es la mayor del mundo.
Otro ejemplo es el rechazo de los países europeos a recibir a los refugiados africanos y árabes, miles de los cuales han naufragado en el Mediterráneo por falta de socorro.
El capitalismo creó un estilo de vida moldeado por las películas de Hollywood, cuyo protagonista es una “especie humana selecta” que merece el derecho a la vida: es blanca, cristiana y rica. Los demás son considerados subproductos y no merecen los mismos privilegios que el núcleo selecto como dignidad, salud y educación.
Ese prejuicio nos lo inculcan de tal modo que perdemos la capacidad de indignarnos. Ya no nos perturba ver imágenes de niños latinoamericanos encerrados en jaulas en la frontera de México con Estados Unidos, de familias palestinas rodeadas por soldados israelíes con mandarrias en las manos, mientras destruyen sus casas o de cuerpos negros flotando en el Mediterráneo. Ni nos causa estupor ver que los países ricos vacunaron cuatro o cinco veces a sus poblaciones y les negaron vacunas a los países pobres.
La humanidad no es autocrítica. Es muy difícil para los europeos admitir los genocidios que practicaron en América Latina, África y Asia durante siglos, para explotar a sus pueblos y sus riquezas. Ahora, cierran las puertas a sus víctimas.
Estados Unidos no admite la derrota que le propinaron los vietnamitas. Ni reconoce los genocidios atómicos de Hiroshima y Nagasaki –lugar que Obama visitó, pero se negó a pedir disculpas–, la anexión de casi la mitad de México, las dictaduras sanguinarias instaladas en Latinoamérica y otros tantos crímenes de lesa humanidad.
Sólo podemos enfrentar la necropolítica con la biopolítica. No en el sentido en que Michel Foucault empleó este término, sino como proyecto de reducción de la desigualdad social, defensa intransigente del medioambiente, combate a los prejuicios –sobre todo, el racismo–, la misoginia, la homofobia y el fundamentalismo religioso.
Como alertaba Marx, el camino de humanización de la humanidad es largo. O como diría Thomas Hobbes –filósofo del siglo XVI–: el hombre es todavía “el lobo del hombre”. Bien hace el papa Francisco al proponer una economía alternativa al capitalismo.
Frei Betto/Prensa Latina*
*Escritor brasileño y fraile dominico; teólogo de la liberación; educador popular y autor de varios libros
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