El dolor y la indignación que nos causan los detalles del destino de Javier Aceves, Marco Ávalos y Daniel Díaz –jóvenes estudiantes de cinematografía desaparecidos en Jalisco, torturados, presuntamente asesinados y sus cuerpos disueltos en ácido– es la “nueva” punta del iceberg del horror que se vive en México desde hace más de 10 años.
Semanas antes –el 26 de marzo– lo era la familia acribillada por elementos de la Secretaría de Marina, en Nuevo Laredo, Tamaulipas. En los hechos fueron ejecutadas extrajudicialmente una mujer –de 28 años– y sus dos hijas, de 3 y 5 años de edad.
A estas víctimas se les agravió dos veces, pues la institución que encabeza el almirante Vidal Francisco Soberón negó el testimonio del padre –también herido en los hechos–, que apuntaba como responsables a los marinos. Lo que finalmente comprobó la Procuraduría General de la República.
Y ese agravio contra esos seis inocentes que han perecido ahora –y que lamentablemente se suman a la interminable lista de las miles de víctimas de la “guerra” contra el narcotráfico– se extiende a todos los mexicanos, porque en este país el gobierno asesina impunemente a su pueblo.
Y lo hace por dos vías igualmente graves: la de la acción, cuando los agentes del Estado ejecutan o desaparecen a las víctimas; y la de la omisión, que implica dejar impunes a los perpetradores.
En este punto destaca la abierta protección que algunas autoridades brindan a los criminales, no sólo por la corrupción sino también porque en algunos casos son los políticos quienes están a la cabeza de los grupos delincuenciales. Por sus posiciones de poder, permanecen intocados por un sistema de justicia a modo, que se vende al mejor postor.
En este contexto, por doquier se apilan los cuerpos de personas asesinadas, muchos de ellos en fosas clandestinas que se descubrirán meses o años después.
Las cifras oficiales, aunque maquilladas, nos revelan el tamaño de la crisis: entre los sexenios del panista Felipe Calderón y el priísta Enrique Peña van más de 235 mil homicidios, y más de 40 mil desapariciones. La violencia se ha apoderado de pueblos completos y ha desplazado a miles de familias a lo largo y ancho del país.
Violencia que permanece impune, pues la desconfianza que generan las propias autoridades –por su nula efectividad al investigar los crímenes o su vinculación directa con la delincuencia– deriva en que 93 de cada 100 delitos no se denuncie, mientras que de los siete que sí se denuncian no se alcanza a resolver uno.
La afectación al pueblo de México va más allá de la estadística: son historias truncadas de familias completas que no volverán a su antigua paz. Nunca podrán.
El dolor que enfrentan los padres y madres de los tres jóvenes asesinados recientemente en Jalisco ya lo padecen desde hace casi 4 años los padres y madres de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa, Guerrero. Y hace 5, 6 o 10 años, el resto de las víctimas indirectas de la “guerra” contra el narco.
Ese dolor se replica en todo el país y se extiende a otros, sobre todo de Centroamérica, porque nuestra tragedia tiene su componente en contra de los migrantes, a quienes la “delincuencia” asesina para que no lleguen al llamado sueño americano.
Ahí están Los Zetas, de la mano del Instituto Nacional de Migración y la Policía Federal, haciendo el trabajo sucio a Estados Unidos para contener la migración indocumentada.
Sin duda, estos son crímenes de lesa humanidad y entrañan la responsabilidad directa y abierta de los gobiernos encabezados por los partidos Acción Nacional (PAN) y Revolucionario Institucional (PRI).
El PAN inició la actual tragedia nacional al declarar esta absurda “guerra” contra las drogas; y el PRI la ha continuado y llevado a niveles de brutalidad terribles, donde se normaliza que a jóvenes inocentes se les disuelva en ácido o que a niñas de apenas 3 años se les acribille en la carretera.
Esta violencia asociada a la militarización del país era previsible, pero se nos ha dicho hasta el hartazgo que sólo los militares eran capaces de combatir al narcotráfico y al crimen organizado, algo que no es verdad: los cárteles mexicanos siguen exportando miles de toneladas de estupefacientes a Estados Unidos y Europa. Nada les frena su negocio criminal.
Y eso Calderón lo sabía cuando sacó al Ejército y la Marina a las calles a hacer labores de policías: había serias advertencias desde la academia y la sociedad civil al respecto, además de la experiencia de Colombia. Pero él decidió ignorarlas.
Peña tenía más elementos para recular en la estrategia impuesta desde Estados Unidos: la experiencia reciente de su antecesor apuntaba ya números sumamente graves. Pero tampoco le importó.
Ambos quisieron pagar este costo social, pero no con su sangre ni de sus familias, protegidas por el Estado Mayor Presidencial, sino con la sangre del pueblo mexicano. Los muertos, desaparecidos, torturados, violados son de ellos; ellos son los asesinos.
La frase que se gritó en las protestas –tanto en Jalisco como en la Ciudad de México– de “somos todos, no son tres” resume la tragedia y engloba a sus víctimas. Somos todos, no son tres; no son 43, no son 135 mil; es el pueblo de México el que sufre y sangra, el que paga con muertos y desaparecidos, con huérfanos y desplazados.
Esa frase debería llegar al presidente Peña, retumbarle en los oídos ahora que constantemente nos pide que “hagamos bien las cuentas”, a ver si así él empieza a hacer bien las cuentas, para que sepa todo lo que nos debe. Pues no sólo es la masacre, es también el abuso y el cinismo; es el robo de nuestro patrimonio y nuestros bienes nacionales que se ejecuta a la par de esa violencia sistemática y atroz.
Los responsables de este dolor definitivamente no son sólo los delincuentes. A la cabeza de éstos están los políticos, empezando por Calderón y siguiendo por Peña Nieto. Ellos son quienes han ordenado y financiado –con nuestros impuestos– la violencia, en vez de financiar el bienestar generalizado.
PRI y PAN no han servido al pueblo, sólo lo han destrozado y eso hay que cobrárselos en las urnas. “Somos todos, no son tres”.
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