La Habana, Cuba. Silvio Rodríguez Domínguez, juglar universal entre los fundadores de la Nueva Trova de Cuba, cumplió el 29 de noviembre 76 años de vida íntegra, honorable y trascendente; como todo o casi todo, que no es lo mismo, pero es igual, transcurrió esta conversación en medio de los azares del trabajo y la amistad.
Noel: Es conocida, sobradamente, su relación y la influencia recibida de Yeyé (Haydée Santamaría Cuadrado, combatiente del Moncada y fundadora en 1959 de Casa de las Américas). ¿Tuvo ella algo que ver con la organización del viaje, en 1969, con pescadores de la Flota Cubana? ¿Cómo lo marcó esa aventura?
Silvio Rodríguez: Haydee Santamaría no tuvo que ver con mi viaje en barco. Tuve la suerte de conocerla a los pocos meses de terminar mi servicio militar, cuando me estaba estrenando como trovador. A ella debo la comprensión de la Revolución que todavía me acompaña y, aún más, la de los grandes acontecimientos.
Ella me hizo ver que la Historia, con mayúsculas, la escribían personas. Y que todo el mundo, por humilde que fuera, tenía la oportunidad de asaltar un Moncada en su vida.
En septiembre de 1969 ya yo integraba la plantilla del ICAIC, pero el Grupo de Experimentación Sonora no había empezado a funcionar. Mientras me encontraba en ese compás de espera, Alberto Rodríguez Arufe, secretario de Cultura de la UJC, me dijo que se había aprobado mi petición de incorporarme a un barco de pescadores y que podía irme de viaje cuando quisiera.
Unos días después, Armando Quesada, a nombre de la UJC nacional, me acompañó a la Flota Cubana de Pesca para presentarme ante sus dirigentes. Aunque parezca insólito, no participé en la reunión, porque me dejaron afuera.
A la media hora se abrió la puerta y Quesada y un dirigente de la Flota, ambos sonrientes, me dieron sus manos y me anunciaron que mi barco era el motopesquero Playa Girón y que iba para Groenlandia, a pescar bacalaos.
No sé de qué habrán hablado en la reunión, pero por algo no me quisieron allí. Lo mío era subirme a mi barco, cantarle a los pescadores que se pasaban hasta un año sin tocar tierra, sacrificándose para buscar divisas, y ver algo de mundo. Mucho mejor si navegaba por las gélidas aguas del norte, donde podría convivir con ballenas y morsas, como Jack London.
Luego de varias salidas en falso, el Playa Girón se despegó del muelle la tarde del 20 de septiembre de 1969. Yo estaba loco por verlo salir por la boca del Morro, sin embargo, sólo nos fondeamos en medio de la bahía.
A la mañana siguiente nos enteramos de que nuestro derrotero había cambiado y que ahora haríamos tres campañas de pesca entre Cabo Verde y Senegal. Fue una frustración que los misterios del continente negro diluyeron. Ya no sería Jack London, pero sí (Ernest) Hemingway, o (Joseph) Conrad, sobre todo si por algún albur sorteábamos el Kaap die Goeie Hoop (Cabo de Buena Esperanza en afrikáans) y nos adentrábamos en el Índico.
Cuatro meses después, en Las Palmas, viendo bajar a la tripulación del barco en que estaba, me enteraría de que al único que no le hicieron pasaporte fue a mí. Sin embargo, Gregorio Ortega, el mayordomo del Océano Pacífico, me infiltró en tierra sin documentos, al menos por un rato. Fue la primera vez que planté un pie en un lugar que no era Cuba.
El Playa Girón tenía dos capitanes, dos maestros de pesca, dos jefes de máquinas. Para cada cosa había un ruso y un cubano. Al capitán ruso nunca lo vi. Ni siquiera coincidí con él en el puente o en el cuarto de derrota, adonde yo subía para aprender a bajar estrellas. Había que llevárselo todo al camarote: la densidad de los cardúmenes, el estado del tiempo, las comunicaciones. Dicen que ni comía con los oficiales.
Durante mucho tiempo viví convencido de que era la encarnación del capitán Ahab (Moby Dick, de Herman Melville). Me lo imaginaba deprimido, al saber que ya no íbamos al norte, a la zona ballenera. Pero más me convencí cuando empezó la mala suerte.
Los primeros días, los chinchorros subían llenos de zapatos, latas mohosas y cangrejos. Después el mar se fue poniendo malo poco a poco y una noche se desató una gran tormenta. En medio del pandemonio, toda la nave oyó cantar al capitán. Era una voz de bajo profundo, como un órgano siberiano de la iglesia ortodoxa. Ya no tuve dudas de que Ahab estaba ajustando cuentas con su destino y, de paso, jodiéndonos el nuestro.
En el camarote de proa, al lado del mío, vivía un santero que no pudo más y empezó a invocar al panteón yoruba. Por un lado se oía el bajo ruso y por otro la melodiosa voz del orisha. Eran dos fuerzas titánicas en pugna, luchando por el dominio la nave.
De pronto el mar brilló verdoso, iluminando el camarote. No me atreví a asomarme a ver qué era; preferí pensar en noctilucas. La voz del ruso se fue debilitando y el Playa continuó con el vaivén sincopado de Yemayá.
Increíblemente, por la mañana el Atlántico estaba como un plato y subimos un chinchorro de 60 toneladas. Los tres operarios de la maniobra se llamaban Juan. Desde entonces nuestra suerte cambió y pronto terminamos la primera campaña. Jamás volvimos a saber de la ortodoxia rusa y al fin Alexis, que así se llamaba el capitán cubano, tomó el mando de la nave.
Algo importante de aquel viaje lo vi en aguas namibias, cerca de la bahía de Walvis. Teníamos pegada una barcaza que iba a llevar a tierra a un infartado. De nuestra cubierta arrojaron un cabo que un marinero negro no atinó a coger.
Por ese error casual, recibió un manotazo de reprimenda. Se lo dio el único blanco que iba a bordo de la chalupa, impecablemente vestido de su mismo color lechoso. Ver con mis ojos una humillación de ese calibre, me sacudió. Los vikingos cubanos se alzaron y no hubo manera de que aquel oficial subiera a bordo.
Otra enseñanza del mar fue que a veces no se puede avanzar hacia donde se desea, sino hacia donde mandan las leyes de la física. Cuando la marejada es demasiado fuerte, un barco no puede mostrar bandas (los costados) durante mucho tiempo.
Cierta vez recibimos un SOS, un llamado que las leyes internacionales no permiten ignorar, mucho menos la condición humana. Si hubiéramos tenido buen tiempo, habríamos tardado unas tres horas en llegar a las coordenadas donde había sido emitida la señal de auxilio.
Pero estábamos en medio de una galerna y llegamos al día siguiente, cuando ya el barco había desaparecido. Afortunadamente otros, mejor posicionados, también habían acudido y rescataron la tripulación.
El 28 de enero de 1970, había pocos vehículos circulando por Cuba. Por entonces podían pasar varios minutos antes de ver pasar un carro. Los que entramos por la garganta de la bahía aquella noche, a bordo del buque madre Océano Pacífico, no vimos automóviles, no vimos luces, no vimos gente. Pero sabíamos que aquella penumbra palpitante estaba viva y esperándonos.
Noel: Usted escribió desde 1968 temas sobre la lucha infatigable del heroico pueblo vietnamita (…tres mil pájaros negros, dejaron de volar, tres mil descansen, nunca en paz…) hasta en 1974 (…madre en tu día, tus muchachos barren minas en Haiphong…). ¿Qué representó para usted la lucha del pueblo vietnamita?
Silvio Rodríguez: Vietnam fue una guerra, pero también un paisaje de la humanidad. Por eso llegó a convertirse en símbolo. Lo que se veía era una acumulación monstruosa de ingenio tecnológico, descargada contra la dignidad humana. Con Vietnam aprendimos la relatividad de lo frágil. Hubo fotos que resumieron todo, como aquella del invasor inmenso, sometido por la pequeña combatiente.
Vietnam fue un chorro de verdad, una definición. Recuerdo que uno de los primeros programas de TV, “Mientras Tanto”, lo dedicamos a su gente. Yo había invitado a Pablo Milanés, que tenía una canción sobre Vietnam que me gustaba mucho, aquella que decía “yo vi la sangre de un niño brotar”.
Lo anuncié la semana anterior y, cuando llegó el día, el ICRT no nos dejó. Por eso dije en cámara que nuestro invitado no había ido por razones ajenas a nuestra voluntad. Por aquellos tiempos también escribí y canté un par de canciones en una obra de teatro universitario, llamada “Vietnam por ejemplo”, escrita por Víctor Casaus. Nicola estaba componiendo “Por la vida”, Martín Rojas “Cuento para un niño”, y yo “Bajo el arco del sol” y “El rey de las flores”.
Los poetas hacían poemas al pueblo vietnamita. La danza imitaba el dolor de Indochina. El cine… Santiago Álvarez fue el gran cantor de Vietnam, si es que hubo uno entre cubanos. Y aquellas, sus obras de defensa, resultaron ser obras maestras.
Vietnam fue el espíritu de una época, parte esencial de la identidad de los que vivimos los años 60. Luego el Che recomendó a la Tricontinental: “Crear dos, tres, muchos Vietnam…”. Y espíritus mayores, como Leo Brouwer y Luigi Nono, hicieron arte de sus palabras.
Noel: Angola, 1976: primera misión internacionalista de muchos meses. Profunda amistad con Arides Estévez (Comandante de la Contra Inteligencia Militar) quien cayó en combate (…si caigo en el camino, hagan cantar mi fusil, porque él no debe morir…).
Hubo otros jefes cubanos que allí mismo en ese escenario, le exigían sólo se dedicara a tocar la guitarra y usted se molestó, y lo incumplió. Háblenos de Arides, ¿cómo surgió esa amistad y qué le dijo a sus hijos, años después en Cuba, cuando el general de división de la CIM, Félix Baranda Columbié, le facilitó un encuentro con ellos y usted se negó tozudamente a llevar la guitarra?
Silvio Rodríguez: Conocí a Arides Estévez en el pueblito costero de Landana, en Cabinda, en 1976. Cabinda era una provincia donde había muchas emboscadas. Nadie sabía qué arma iba a tener que usar en cualquier momento.
Por eso coincidimos en una práctica combativa múltiple que se hizo un 8 de marzo, en la que se tiraba con pistolas, fusiles, RPG-7, granadas ofensivas y defensivas, y por último había que conducir un enorme camión soviético, Gaz-66, de muy especial manejo por la ubicación de la palanca de cambios y los puntos de las velocidades.
Arides era muy hábil disparando con la Makarov de 20 tiros, el arma corta que siempre llevaba. Él se ofreció a instruirme en su uso, diciéndome que dominarla no era tan difícil como parecía.
Yo había intentado tirar con esa pistola, pero en ráfaga no pude hacer ni un solo blanco. Sin embargo, él los abatía con una destreza asombrosa. Al ver mi frustración me prometió ayuda, para darme ánimos.
No tuve tiempo de continuar con sus lecciones, porque estuvimos allí sólo una semana y luego seguimos rumbo a otras unidades. Aproximadamente un mes después, cuando ya estábamos en otra provincia, el afable y joven Arides Estévez cayó en una mina y murió junto a otros compañeros.
Años más tarde, tuve la oportunidad de conocer a sus hijos y de hablarles de aquel breve encuentro que tuve con su padre, a quien sobre todo recuerdo como una excelente persona.
Noel: Segunda misión internacionalista: Nicaragua 1980. Usted llegó con una canción casi improvisada que es todo un himno de la solidaridad armada de Cuba, incluso antes del triunfo del FSLN, cuestión de la que aún en nuestros días muy poco se habla (…te lo dice un hermano que ha sangrado contigo, te lo dice un cubano…).
Y lo primero que interesa, sin quitarse el polvo del camino, es que le enseñen a disparar con la lupara (escopeta recortada de alto poder de fuego) mientras que otros que le acompañan no muestran ese mismo interés y sólo indagan por los pormenores del lugar escogido para la cantata.
Noel: ¿Fue en Managua también donde comenzó sus vínculos con los guerrilleros de El Salvador, como el poeta Roque Dalton?
Silvio Rodríguez: A Roque Dalton lo conocí en 1968, en La Habana, mucho antes de que se hiciera guerrillero y fuera asesinado en El Salvador. Él hizo de presentador en varios programas de los que hacíamos por entonces en Casa de las Américas y llegamos a tener una amistad bastante estrecha.
Los vínculos que tuve más tarde con los guerrilleros salvadoreños fueron a través de Aída, la viuda de Roque. En su casa conocí a la comandante Ana María, muerta tiempo después en inexplicable pugna fratricida.
Roque Dalton fue mi amigo. Quienes mataron a Roque están perfectamente identificados. La familia de Roque inició un movimiento para exigir a sus asesinos que explicaran las circunstancias de su muerte.
La familia no quería venganza, sólo una explicación y saber dónde estaban sus restos, para rendirles el homenaje que nunca le habían podido hacer. En apoyo a esa demanda escribí las modestas pero sentidas líneas.
Vicente Feliú y yo fuimos a la frontera con Honduras cuando la “guerra sucia” contra Nicaragua, a principios de los años 80. Tuvimos que insistir un poco porque no querían llevarnos, pero lo logramos. Estuvimos sólo dos o tres días, pero fue en territorios en disputa.
Un pueblo que pasamos fue tomado a las dos horas por “la contra” y para volver tuvimos que esperar hasta que fue recuperado. Allí conocimos a un cura español, de la zona de La Mancha, que cuando estuvo el Papa en Nicaragua se había aparecido con un cartel que decía: “Con religión y Batallón haremos la Revolución”.
Nos enseñó la frente, donde tenía la marca del culatazo que le dieron. Aquel sacerdote, muy joven, por cierto, tenía su fusil y combatía cada vez que “la contra” intentaba tomar el pueblo. Espero que haya sobrevivido.
En Nicaragua conocí a muchos combatientes internacionalistas de Latinoamérica, sobre todo chilenos y cubanos. Con algunos de ellos después mantuve amistad, aunque nos viéramos de tarde en tarde.
Allí conocí al entonces teniente coronel Noel, que llevaba dos luparas en el maletero. Una era semiautomática, de metal, y pesaba mucho. La otra tenía la mazorca de madera, más liviana. Creyendo que podría dominarla, agarré la más pesada y efectué un disparo contra un árbol. La patada de retroceso me sentó en el suelo. Siempre bromeamos con aquello.
Noel: En Chile, primer país latinoamericano donde cantó, y donde también por inicial vez ¡al fin se siente realizado! participando en una acción riesgosa contra las clases dominantes en América Latina. Experimenta en carne propia la represión, entre muchedumbres desarmadas que gritaban su apoyo al presidente Salvador Allende (…allí entre los cerros, tuve amigos que entre bombas de humo eran hermanos…) le atacan con gases lacrimógenos los fascistas del golpe inminente (…allí nuestra canción se hizo pequeña entre la multitud desesperada…) ¿Pudiera usted darnos detalles de esa experiencia?
Silvio Rodríguez: Era la primera vez que visitábamos Latinoamérica y nos tocó ir a Chile, justamente durante el gobierno de la Unidad Popular. Nosotros veníamos de un país que había hecho una revolución armada. Chile mostraba el caso insólito de un socialista radical que había llegado al poder a través de las urnas. El presidente Allende luchaba duro contra las injusticias, pero la furia reaccionaria se le enfrentaba en todas partes. Incluso algunos de la izquierda, que con hechos apoyaban su gobierno, lo agujereaban en la prensa.
Cada día había huelgas, mítines y marchas; salir a la calle y enredarse en cualquier enfrentamiento era lo cotidiano. Nosotros, recién llegados, no entendíamos quiénes se daban golpes, pero imaginábamos que donde caían las bombas lacrimógenas encontraríamos compañeros.
Noel Nicola, Pablo Milanés y yo aterrizamos en aquel Santiago enloquecido gracias a la invitación de Gladys Marín, que por entonces dirigía las Juventudes Comunistas de Chile. Nos había recomendado una amiga común: Isabel Parra. Ninguno de los tres éramos militantes, pero el interés directo de la secretaria general había conseguido que la Unión de Jóvenes Comunistas nos incluyera en su delegación.
El Ilushin soviético besó Pudahuel de madrugada. Hacía un frío espantoso, pero numerosas personas esperaban a los compañeros cubanos. En el conglomerado empezamos a distinguir cabecitas de cantores chilenos. Al primero que yo identifiqué fue a Víctor Jara, porque llevaba la misma gorra marinera de cuando lo conocí en La Habana.
Aquel instante en que descubrí su sonrisa se me quedó tan grabado que siempre que llego a ese aeropuerto veo su fantasma. Desde entonces cuido de su recibimiento, así que me reviso antes de pasar por allí.
Noel: Un tema peliagudo que usted elude por real modestia, a pesar de que hay muchos ejemplos, es su personal relación con el líder histórico de la Revolución Cubana, Fidel Castro, que se evidenció el 26 de julio de 2010, hecho transmitido por la TV cubana y donde usted le pudo tomar algunas fotos después publicadas en su blog bajo el título “Todo un privilegio”.
Un ejemplo de esa relación desconocida eran las visitas que el Comandante en Jefe le hacía casi todos los cumpleaños en su casa y le regalaba libros autografiados, incluso a veces con errores del día exacto del onomástico.
Otro: usted le ofreció en la tribuna de un acto en la Plaza de la Revolución, después del regreso de una gira por España, un cartucho con dinero en efectivo pretendiendo paliar en algo nuestra situación económica, que había traído escondido del pago de su actuación, para que no se lo decomisaran a la salida de Madrid.
Otro más: en la misma Plaza, el día de la clausura del evento de la UJC “Sí por Cuba”, el Comandante le expresó a Sara González (cantautora emérita de la nueva trova), cuando todo el pueblo se retiraba y las luces se apagaban, que él se sentía cada día más revolucionario oyendo por las mañanas al levantarse las canciones, suyas, de Pablo y de ella.
Otro ejemplo, el penúltimo: un buen día de mayo de 1973, Fidel Castro le alabó a Armando Hart Dávalos, entonces ministro de Cultura, el poder de síntesis sobre nuestra historia (… mortales ingredientes, armaron al Mayor, luz de terratenientes y de revolución…) mostrado por usted en la letra de “El Mayor”.
El último y para no sonrojarlo más, ¿cómo fue aquello de que le inauguró su estudio “Ojalá”, que todavía no estaba oficializado administrativamente, de lo cual existen fotos que usted conserva y no muestra a nadie? ¿Por qué no nos aporta otras anécdotas que de seguro existen?
Silvio Rodríguez: Yo siempre he visto a Fidel como la figura histórica que es. En las pocas ocasiones que estuvimos cerca, no logré obviar su trascendencia. Puede que por eso me lo haya perdido un tanto.
Oí hablar de él por primera vez en 1953, cuando asaltó el cuartel Moncada al frente de otros jóvenes. La primera vez que tuve oportunidad de saludar a Fidel fue en 1984, cuando Pablo Milanés y yo regresamos de la Argentina y nos hicieron un recibimiento en Casa de las Américas. Allí tuvimos la sorpresa de que Fidel se sumara. Hablamos en colectivo de anécdotas del viaje.
Cierto tiempo después fui invitado a una recepción, con motivo de algún festival que se celebraba en La Habana, posiblemente el de cine. Me pidieron que llevara la guitarra y también metí un texto en mi bolsillo.
Era “Oda a mi generación”, un tema que en los años 70 había sido estigmatizado con la fábula de que se lo había hecho al Comandante. O sea, la primera canción que le canté fue una con la que habían tratado de separarnos. Yo le expliqué por qué se la cantaba y él la escuchó muy atento. Por suerte no hizo ningún comentario.
Cuando en 1990 hice el concierto en el Estadio Nacional de Chile, pedí permiso para administrar las finanzas de mis giras. Hasta aquel momento era el Ministerio de Cultura quien lo hacía y estuvieron de acuerdo.
Yo quería construir un estudio de grabación con tecnología de punta, cosa que no existía en nuestro país. Mi idea era contribuir a la industria musical con una infraestructura que dejara registrado lo que se componía y a la vez ampliara las posibilidades de trabajo de los músicos, que cada vez eran más y mejores, gracias a las escuelas.
Conocía a Carlos Lage de los tiempos en que había sido dirigente juvenil y hablé con él. Lage me escuchó con mucha atención y me dijo que esperara un poco, hasta que él pudiera trasladar mi propuesta.
Semanas después, España retiró unas ayudas que daba a Cuba para la cultura. Eran unos dos millones de dólares. Yo no había ahorrado tanto, sólo algo más de un millón. Entonces mandé a decirle a Fidel que podía contar con lo que yo tenía, que en definitiva era para la cultura.
Poco después recibí la invitación a un almuerzo que habría con Rafael Alberti, quien estaba de visita en La Habana. Cuando llegué, Fidel me dijo que me quedara después de almorzar, que tenía algo que hablar conmigo. Así lo hice. Sus palabras fueron: “Silvio, explícame en qué consiste eso de los estudios que tú quieres hacer”. Aquella misma tarde se le dio luz verde a la idea.
Después vi a Fidel en diferentes etapas del proyecto. Él siempre estaba bien informado, porque tenía dos emisarios cercanos que se encargaron de velar por el remozamiento de la casa donde hicimos Ojalá y por la construcción de Abdala.
Esos compañeros fueron Carlos Lage y Felipe Pérez Roque. Cuando terminamos Ojalá, una tarde recibimos la visita del Jefe de la Revolución, que lo preguntó todo, como suele hacer.
El día que cumplí 50 años, tuve que ir a ver a un diplomático latinoamericano que estaba de visita y me había traído un mensaje. Mientras hablaba con él, sonó el teléfono y era Felipe, quien me felicitó y me dijo que no me moviera de donde estaba.
Así fue que se apareció Fidel a regalarme un libro de fotos que le hicieron, en una de las cuales salía yo. Aquello fue algo totalmente insólito y creo que el diplomático se quedó aún más sorprendido que yo, porque a mí al menos me habían avisado. Había que verle la cara a aquel hombre.
Ese día Fidel me preguntó cómo me sentía. Le respondí que un poco raro porque, a pesar de que estaba bien, era impresionante llegar a los 50 años. Entonces me dijo: “Si con 50 ya te sientes así… deja que cumplas 70, para que veas”.
Recuerdo haber visto a Fidel un 31 de diciembre, en casa de García Márquez. Esa noche también estaba Gregory Peck, el gran actor norteamericano. Después lo he visto en cumpleaños de amigos comunes, como en el de Amaury. La última vez que coincidimos fue en casa de Kcho, el pintor, a quien Fidel le porfiaba que hacía mejor el arroz frito.
Al final del combate culinario probé los dos arroces y la verdad es que eran distintos y que ambos sabían bien. Al día siguiente yo tenía que madrugar y me marché temprano. Tenía que pasar inevitablemente junto al Comandante, así que no me quedó más remedio que interrumpir y despedirme.
Recuerdo que se puso de pie, se me quedó mirando y me dijo: “Como me gustaría saber lo que hay ahí dentro”. Y me apuntó a la frente. “Silvio, seguí tu gira por Nueva York… ÂíTe diste gusto!”. Demás está decir que semejante expresión no me soltó la lengua.
Silvio estuvo intrínsecamente ligado a parte de la historia del Ministerio del Interior (Minint). Alejado de todo prejuicio y cuando todos los enemigos nos atribuían los mayores de los horrores y violaciones, no escatimó esfuerzos y voluntades para públicamente mostrarse junto a nosotros en aniversarios, encuentros y actividades.
El XXX aniversario de la Seguridad del Estado, celebrado el 26 de marzo de 1989, en la Plaza de la Revolución con concentración popular y concierto incluido, presentó al más pequeño de sus descendientes en aquel entonces, el rubiecito Mauricio.
Después, el 22 de febrero de 1991, en pleno período especial, invitado para un aniversario de uno de los departamentos de la C.I. “amenazó”, delante del ministro del Interior, con cantar una canción dedicada a las prostitutas de Quinta Avenida.
Cuando alguien se lo comentó al ministro, de quien también fue compañero en Angola, dijo: “Dejen al flaco (cuando aquello lo era) que cante lo que quiera, él sabe lo que hace”.
Entonces nos sorprendió a todos, sacando lágrimas de corazones bien curtidos allí presentes (…me vienen a convidar a arrepentirme, me vienen a convidar a que no pierda, me vienen a convidar a indefinirme, me vienen a convidar a tanta mierda…) estrenando “El Necio”, el himno a la resistencia, a no rendirnos.
Silvio insistió, contra todas las trabas, humanas y divinas, en hacer un primer recorrido por las prisiones desde 1990, que logró materializar en 1992, y después otro segundo, ya en este siglo, en 2008. Fue algo inédito, quiera él admitirlo o no, para un hombre de renombre universal, que los presos se le acercaran, compartieran y lloraran sus esperanzas y desvelos.
Por todas esas razones y otras más, que harían interminable esta ya larga entrevista, Silvio fue condecorado, con reconocimientos de primer nivel de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.
En 1983 le otorgaron la medalla por el Servicio Distinguido que por primera vez ofreció el ministro de las FAR y años después la Réplica del Machete de Máximo Gómez. El Ministerio del Interior le concedió el Sello Conmemorativo de los Ôrganos de la Seguridad del Estado en 1988 y lo galardonó con la Distinción por el Servicio Distinguido el día de su cumpleaños en 1991.
De Silvio Rodríguez Domínguez se pudiera estar escribiendo infinitamente, sus éxitos, anécdotas y ¿por qué no?, hasta los riesgos asumidos, no solo durante misiones combativas, sino también en su gira por Puerto Rico y Estados Unidos en 2010.
Tenía disposición de enfrentar al terrorista Carlos Alberto Montaner, con quien había sostenido una confrontación pública y pretendía entrevistarlo en San Juan a condición de hacerse acompañar por un periodista de la CNN.
Enfrentó los paupérrimos piquetes de asalariados enemigos, infinitamente desproporcionados en número con los favorables, en las colas de acceso a los teatros en que acontecieron las presentaciones, siempre haciéndose acompañar solo por su esposa, su hijita más pequeña Malva, de solo siete años, y su hermana María Elena.
O, el desafiar, a solo unas cuadras de la Casa Blanca, mencionando a voz plena a nuestros hermanos arbitrariamente presos, que condujo a nuestro ministro de Relaciones Exteriores a expresar en un pleno de la Uneac, que había constituido la mejor defensa de los Cinco Héroes realizada durante, hasta aquellos momentos, 12 años de injusto cautiverio.
Un hecho fue intencionalmente omitido, la de su concurrencia a Etiopía, inmediatamente después de Angola, en plena guerra, junto a Vicente Feliú, por haberlo realizado en calidad de dos solitarios integrantes de un grupo cultural y no de combatientes, como en las otras misiones.
Al hacer esta entrevista no conocía entonces otra de hace muchos años, 1984, que le hiciera Víctor Casaus, poeta, narrador y realizador de cine, donde Silvio afirmó: “…hubiera ido contento al Moncada, hubiera navegado en el Granma, hubiera hecho la guerra en la sierra o el llano, junto a Fidel; hubiera querido estar en la Quebrada del Yuro aquel octubre del 67…”
Por eso para nosotros siempre seguirá siendo: “Silvio, el Combatiente”.
Nelson Domínguez Morera (Noel)*/Prensa Latina
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