En tiempos de conspiraciones se rememora el apotegma “el fin justifica los medios”, atribuido al pensador renacentista Nicolás Maquiavelo y que es recurrente en África en los últimos 50 años respecto a los asesinatos de presidentes.
El morbo superó el análisis del hecho histórico como fue la muerte de presidente de Liberia Samuel Kanyon Doe (1980 a 1989), torturado y asesinado, todo grabado en video. Antes, en 1980, ese exsargento mayor del Ejército derrocó al mandatario William Richard Tolbert, asesinado en el transcurso del golpe de Estado.
Doe fue capturado en Monrovia el 9 de septiembre de 1990 por Prince Yormie Johnson, del Frente Patriótico Nacional de Liberia. Lo atormentaron antes de morir, todo lo cual se grabó y difundió en los noticiarios internacionales; en ese testimonio aparece el rebelde bebiendo una cerveza Budweiser, mientras le cortan una oreja al cautivo.
Prince Johnson, según sus declaraciones, tuvo una relación indirecta con el asesinato de una figura emblemática de África, el capitán Thomas Isidore Noel Sankara en el curso de una conspiración, la cual se quiso reducir a “la cuestión tribal”, algo que la propia trascendencia del hecho echa por tierra.
Thomas Sankara, considerado por muchos revolucionarios en el continente como el Che Guevara africano, presidió a Burkina Faso de 1983 a 1987, con un gobierno dirigido a barrer la corrupción, pero también a reducir la influencia en el país de la exmetrópolis francesa.
El jefe militar y líder nacionalista sin duda era un inconveniente para los intereses políticos occidentales en la región subsahariana, como 30 años antes lo fue el primer ministro congoleño Patricio Emery Lumumba, cuyo deceso retrasó el desenvolvimiento en el ámbito democrático continental.
Aún el magnicidio de Sankara deberá reflotar algunas dinámicas torcidas, no sólo que impliquen a su sucesor en el poder, Blaise Compaoré, ahora en el exilio en Costa de Marfil, tras su derrocamiento el 31 de octubre de 2014 por un golpe de Estado respaldado por una revuelta civil.
Según declaró Prince Johnson, la confabulación contra Sankara estaba condicionada por la permanencia en territorio bukinabés de la facción guerrillera liberiana a la cual pertenecía y eso, de hecho, sólo era posible con el respaldo y la influencia activa de jefes militares complotados contra el presidente.
Tras el golpe de Estado de 1987, que culminó con la muerte de Sankara, Compaoré describió el asesinato como accidental, lo cual nadie creyó, mientras ejecutaba lo que denominó una “rectificación” de la revolución burkinesa, en tanto revertía todas las medidas progresistas aplicadas por su antecesor.
“La responsabilidad de Blaise Compaoré con el asesinato de Sankara fue la primera reclamación contra Burkina Faso, interpuesta por Mariam Sankara, la viuda de Thomas Sankara”, recordaron fuentes judiciales en relación con las causas que aún permanecen sin investigarse tras el derrocamiento de Compaoré en 2014.
En abril de 2006, el Comité de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas dictó una condena concluyente contra las autoridades de Ouagadougou por no indagar sobre las circunstancias del magnicidio del líder nacionalista ni perseguir a los responsables del crimen, lo que algunos analistas no descartan tuvieran intenciones inconfesables.
No obstante, aún se aspira que ese expediente permanezca abierto hasta hacer justicia en honor a África.
La mañana del 18 de marzo de 1977, Marien Ngouabi comenzó su día impartiendo clases en la Facultad de Ciencias de la Universidad de Brazzaville, donde simultaneaba la docencia a sus alumnos de primer año con su cargo al frente de la República del Congo.
Conforme con sus ocupaciones oficiales, el mandatario, desde la casa de altos estudios, regresó al Estado Mayor del Ejército para recibir al presidente del Parlamento, Alphonse Mouissou-Poaty, y luego al cardenal Emile Biayenda, en una muestra de su pensamiento de unidad nacional en todos los órdenes.
Se consideraba que su país era el primer Estado marxista-leninista de África: él fundó el Partido Congolés del Trabajo, como única organización política legal del país. Su concepción de la construcción nacional lo acercó a China y a la Unión Soviética, a la vez que en su discurso ponía siempre en claro su posición anticolonialista.
Poco antes de su asesinato, Ngouabi declaró abiertamente que la culpa de los problemas económicos de su país la tenía el imperialismo francés.
El 18 de marzo de 1977 un comando armado tiroteó la residencia del mandatario; de allí la víctima fue trasladada urgentemente al hospital militar de Brazzaville y, poco después, el médico forense lo declaraba muerto, pues el cuerpo del presidente había sido acribillado a balazos.
Está demostrado que el caos político no es totalmente incontrolable, ni el magnicidio resulta “per se” un acto de recomposición del poder, pero ese constituyó un estilo de actuar durante las pasadas 5 décadas en el continente como parte de un arsenal táctico, que frecuentemente sumergió en las sombras sus objetivos estratégicos.
Tal caso es el del avionazo contra el presidente mozambiqueño Samora Moisés Machel en 1986, cuando regresaba a Maputo, la capital de su país, tras una reunión con líderes regionales.
Dos años antes, Machel firmó con la parte sudafricana los Acuerdos de Nkomati, para supuestamente detener el respaldo de la Pretoria del apartheid a la Resistencia Nacional Mozambicana (Renamo).
Hace 8 años aparecieron conjeturas acerca de la caída del avión presidencial. En su libro Samora Machel: ¿atentado o accidente?, el periodista portugués José Milhazes considera que la nave se precipitó por un error humano, lo cual no aceptaron entonces ni soviéticos (fabricantes del aparato) ni las autoridades de Mozambique.
Otra hipótesis comentada por la prensa indicaba una conspiración de los servicios secretos sudafricanos, por la cual la nave se desorientó mediante el empleo de un radio-faro falso, cuyas señales guiaron al avión por una vía errada hacia el aeropuerto de Maputo y lo hizo precipitarse.
Hace 2 años, durante el aniversario del siniestro quedó claro que las investigaciones de ese magnicidio continuarán hasta llegar al fondo.
En medio de la turbulencia mediática quedaron los detalles de la muerte del expresidente nigeriano general Sani Abacha, quien oficialmente pereció a los 54 años de edad en la residencia presidencial, en Abuja, debido a un infarto cardíaco, aunque existen otras versiones al respecto, hasta incluso la hipótesis del envenenamiento.
Se identifica al gobierno del militar golpista como represivo y violador de los derechos humanos y ejemplifican con el ahorcamiento en 1995 del intelectual ogoni y candidato al Nobel de Literatura Kenule Ken Beeson Saro-Wiwa (Ken Saro Wiwa), por enfrentar la explotación de trasnacionales petroleras en el Sur de Nigeria.
La administración sucesora lo calificó de traidor y de saquear el tesoro público, y refirió que Abacha y su entorno disponían de unos 4 mil millones de dólares en bienes ubicados en el extranjero. Después de su muerte las reclamaciones de ese patrimonio se multiplicaron.
Un hecho espectacular lo constituyó el doble magnicidio del general Juvenal Habyarimana, presidente ruandés, y su homólogo de Burundi, Cyprien Ntaryamira, tras regresar su avión de una cumbre en Arusha, Tanzania, el 6 de abril de 1994 y derribarlo un misil tierra-aire disparado desde las afueras de Kigali.
La posibilidad de una paz inmediata y de entendimiento entre beligerantes se perdió. Un análisis del hecho precisó que el cohete fue activado desde una zona ocupada por militares del Ejército en retirada y facciones aliadas, lo cual hace pensar en que todo se debió a una conspiración en las puertas del fin de la guerra (1990-1994).
Se considera que ese ataque fue el detonante de la crisis mayor ocurrida en la región de los Grandes Lagos africanos al desatar un genocidio principalmente de tutsis y hutus de conducta política moderada; según cálculos sistemáticamente reiterados, las masacres causaron entre 800 mil y 1 millón de muertos.
Tras la muerte de Habyarimana, quien fue a Arusha a negociar un acuerdo de paz con la guerrilla del Frente Patriótico Ruandés (FPR), de Paul Kagame, la facción extremista Interhamwe y remanentes del Ejército Nacional, comenzaron las matanzas y siguieron un plan de exterminio que se extendió hasta que los rebeldes entraron en la capital.
La contienda allí, sacudió situaciones de conflictos anquilosadas y necesariamente transfronterizas, de ahí que la perenne fricción de la comunidad banyamulenge con Kinshasa y la Operación Turquesa, con que tropas francesas impedían la persecución de los genocidas en territorio zairense, amplificaran la crisis.
Si bien a los banyamulenge, ruandeses asentados en Zaire, el régimen de Mobutu Sese Seko les negaba formal reconocimiento ciudadano (naturalización), esos moradores localizados mayormente en las zonas fronterizas del este, engrosaron las guerrillas que respaldadas por Ruanda, Uganda y Burundi se lanzaron contra Kinshasa.
El movimiento insurgente fue comandado por un jefe revolucionario conocido desde los años 60 en la subregión, Laurent Desiré Kabila, un nacionalista capaz de establecer alianzas y algún control sobre fuerzas tan diversas que enfrentaban al régimen de Mobutu, uno de los asesinos en 1961 del prócer independentista Patricio Lumumba.
La Alianza de Fuerzas Democráticas para la Liberación del Congo-Zaire (Afdlcz), tenía como objetivo cambiar el curso de la historia del país, presumiblemente el territorio más rico de África en cuanto a tenencia de minerales, forestales y fuentes fluviales, entre muchas más.
Esa agrupación tomó el poder tras su triunfo en la Primera Guerra del Congo (1996- 1997), a la que continuaron revueltas contra Kabila por parte de sus aliados de Ruanda y Uganda. A ese conflicto se sumaron entonces tropas mayormente de Angola, Zimbabwe y Namibia, así como de Chad y Sudán en apoyo de Laurent Desiré.
La contienda armada –la Segunda Guerra del Congo– se desató en 1998 y concluyó en 2003, pero el presidente de la República Democrática del Congo (RDC), nombre con el que se homenajeaba a Lumumba, no pudo observar el fin del conflicto porque, en 2001, otro magnicidio puso fin a su vida.
Laurent Desiré Kabila murió el 16 de enero, tras ser mortalmente baleado por un miembro de su seguridad. El cuerpo del mandatario fue trasladado con urgencia a un hospital, pero el jefe de Estado expiró.
Las últimas llamaradas de la guerra de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) contra Libia ocurrieron en octubre de 2011, con la caída en manos de las milicias antigubernamentales de la ciudad de Sirte, última fortaleza del líder Muamar Gadafi, a quien asesinaron como colofón de un plan muy bien urdido.
Pese a que la táctica global incluía fuertes levantamientos armados, los cuales dieran la posibilidad de doblegar al país petrolero y poder pasar a una fase de reconquista colonial, que apuntara también a otros Estados productores del primer renglón energético mundial, lo ocurrido en el escenario libio fue burdo, brutal y dañino.
Según versiones de la prensa europea, el asesino de Gadafi se infiltró en una turba que torturaba a la víctima, a quien atraparon cuando intentaba salir de su ciudad natal, Sirte, bombardeada por la aviación de la OTAN.
Omran Shaaban fue uno de los que capturó al líder y presuntamente lo mató, aunque ese acto también lo asumió Mohammad al-Bibi. Luego el primer ministro interino libio hizo referencia a que “un agente extranjero se mezcló” en la multitud y ultimó al líder, confirmaron varios testimonios.
Así, la muerte de Gadafi desarticuló las bases institucionales de la Jamahiria y liberó elementos de contención de una administración que sin ser perfecta garantizaba cierto nivel de desarrollo humano a sus ciudadanos, así como ofrecía una loable cobertura de seguridad, pero todo eso sucumbió con la invasión de la OTAN.
La secuelas para la subregión del Sahel del magnicidio fueron al menos dos: condenar a Libia a una situación caótica y extender la violencia armada a partir del levantamiento separatista del movimiento tuareg en el norte de Mali, a la vez que se potenció la escalada del terrorismo a nivel subregional.
Esa secuela pone en alerta sobre a lo que puede conducir desmontar a un Estado para el beneficio económico, político y social de otro u otros más poderosos, sin descartar que tal desarticulación posibilite desencadenar peligrosos “fundamentalismos” latentes en sociedades frustradas por el subdesarrollo y traumatizadas ideológicamente.
Aunque en África los magnicidios afectaron a los dos principales polos ideológicos durante los últimos 50 años, la mayor parte de las víctimas incluidas en este texto correspondió a quienes en algún momento asumieron una posición progresista en el complejo escenario postcolonial, coincidente en el tiempo con la Guerra Fría.
De cualquier forma, en la conciencia de los autores intelectuales de los magnicidios de cada uno de esos crímenes existe la evidencia palmaria de que el crimen no paga, aunque la historia sí se lo cobra; pero eso también es necesariamente una cuestión de tiempo.
Julio Morejón/Prensa Latina
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