Investigación

Fumigaciones antidrogas matan la Montaña de Guerrero

Publicado por
Inés Giménez

En la Montaña de Guerrero llueve veneno. Con el pretexto de fumigar los sembradíos de amapola, helicópteros de la Sedena lanzan indiscriminadamente Paraquat, un potente herbicida que acaba con árboles, milpas, huertas y maleza. Las familias se empobrecen aún más


Zapotitlán de Tablas, Guerrero. Guadalupe fue guardando majada de chivo, limpió un campo que heredó de su papá y ahorró para contratar a unos peones que la ayudaran a hacer 60 hoyos. Entonces cercó, plantó y abonó algunas docenas de aguacates que le habían concedido por medio de un proyecto de la federal Secretaría de Agricultura, Ganadería Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (Sagarpa). Sembró también 100 árboles de ocote que le proporcionó el Comisariado de Bienes Comunales, además de una milpa de maíz y unas cuantas plantas de calabaza.

Todo, en la Montaña de Guerrero, región donde la pobreza, de acuerdo con cifras del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), es la que más personas expulsa, la mayoría indígenas, quienes salen de sus comunidades enganchadas como jornaleros agrícolas.

Guadalupe y su hijo salían cada día a regar lo sembrado, en especial los arboles de aguacate. Veían cómo, gracias a la composta orgánica, se implantaron en la tierra y crecían sanos. Era, cuenta esta mujer nahua de sonrisa amplia y mirada profunda, una forma de pensar en su futuro. “Como tengo hijos en la casa, hay que sembrar, porque el día de mañana a lo mejor se da y con eso nos vamos a sostener; porque, ya ve usté, uno cada día va envejeciendo y ya después no puede trabajar… Pero vino el gobierno”.

Guadalupe está sentada en una esquina de la mesa. Invita a comer pollo con mole y tortillas con chiles piquines. Intercala fluidamente palabras en nahua y español, dependiendo de a quién se dirija.  Llueve. Los guajolotes cloquean y el olor del adobe fresco se entremezcla con la luz tenue de la estancia.

– ¿Y cómo vino el gobierno?

– El gobierno vino en helicópteros azules.

Los helicópteros azules eran de la Secretaría de Defensa Nacional (Sedena) y formaban parte de operativos conjuntos de fumigación de cultivos de amapola con Paraquat, un herbicida de amplio espectro propiedad de la trasnacional Sygenta. Se trata de un químico tóxico para los seres humanos.

Aunque “rutinarias”, estas operaciones aéreas no se realizaban desde hace 10 años en esta zona de la Montaña. Casualmente fueron precedidas por la visita a puerta cerrada que realizara John Kelly, entonces secretario de Homeland Security del gobierno federal de Estados Unidos y hoy jefe de gabinete de la Casa Blanca, a las instalaciones de la Región Naval de Acapulco, donde se reunió con los secretarios de Marina y de la Defensa Nacional, almirante Vidal Francisco Soberón Sánz, y general Salvador Cienfuegos Zepeda, respectivamente.

El día que los helicópteros llegaron a Zapotitlán era 17 mayo de 2017. Con la fumigación, el objetivo de la Sedena era eliminar los plantíos de amapola del municipio, cultivo ilícito de acuerdo con la Ley General de Salud (artículo 235) y el Código Penal Federal, que contempla penas de prisión de entre 1 y 6 años para  “el que (…) siembre, cultive o coseche plantas de marihuana, amapola, hongos alucinógenos, peyote (…) cuando en él concurran escasa instrucción y extrema necesidad económica” (artículo 198), pero que supone un recurso de sobrevivencia económica para cientos de comunidades en el estado de Guerrero.

En medio del abandono y espolio, miles de personas cultivan el maíz bola (como llaman a la amapola), de cuyo bulbo se extrae la goma, vendida a los intermediarios por un precio que oscila entre los 6 mil y 20 mil pesos por kilo. Lo anterior, según acuerdos regionales y temporada, y  cuyo precio final llega a multiplicarse en Estados Unidos, donde la heroína China White puede alcanzar los 70 mil dólares por kilo, según investigaciones recientes del Transnational Institute.

Por necesidad extrema y razones históricas, es Guerrero, sólo después de Sinaloa, la entidad federativa con más plantíos de amapola. De acuerdo con el Monitoreo de Cultivos de Amapola 2014-2015 de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, por su sigla en inglés) alcanzan una extensión de unas 24 mil 800 hectáreas en toda la república. Sin embargo, el número se debe multiplicar por tres, al ser tres las cosechas al año. Es decir, en México se siembran unas 74 mil 700 hectáreas de amapola anualmente.

Los sembradíos de este opiáceo se extienden, por la Sierra Madre Occidental, en los estados de Sinaloa, Chihuahua, Durango y Nayarit; así como por la Sierra Madre del Sur, en los estados de Guerrero y Oaxaca.

“Daños colaterales”

El embate gubernamental para erradicar este cultivo (a todas luces no muy efectivo) también genera daños socioeconómicos y de salud a las familias. Los helicópteros no sólo fumigaron los cultivos de la planta Papaver somniferum de Zapotitlán sino gran parte de la barranca, secando todo en el pueblo: milpas de maíz, huertas de cilantro, pápalo, frijol, calabaza, plantíos de ocotes, y produciendo varias enfermedades entre la población, hasta el punto de que se cuenta con la denuncia de los lugareños acerca de que “un vecino murió de estrés, coraje y dolor de estómago” 3 semanas después de las fumigaciones, y que fue despachado del hospital de Tlapa sin siquiera darle el alta.

Tlapa de Comonfort es una pequeña ciudad enclavada en la Montaña. La única en toda la región con hospital de segundo nivel de atención.

– Andaba bien. Dice mi yerno que almorzaron… y al rato pidió un carro porque quisieron ir al hospital de Zapotitlán a ver qué cosa le iban a dar. Pero cuando llegaron, le dicen que ya no trabajaba sangre, que no se podía hacer nada, que ya no había remedio para él. Y pues, les dijeron, “llévatelo a Tlapa”. Luego, pues, llegando de Tlapa entrando ya no… ya no regresó –cuenta Toño, el hermano de Guadalupe, un hombre delgado que mira con detenimiento con el único ojo que le queda.

En la estancia se filtra una luz ambarina que resaltan los miles de partículas de polvo flotantes. Historias similares se oyen de una familia de Tenampazapa, Tlacoapa, que se intoxicó tras comer quelites, y de varias personas que han acudido al hospital de Tlapa tras consumir alimentos sembrados cerca de los plantíos fumigados.

Las historias recuerdan a lo sucedido en otras latitudes, como la frontera colombo-ecuatoriana, donde las fumigaciones masivas de cultivos de coca con glifosato destruyeron la vida, la salud y los cultivos de la selva amazónica, llevando al gobierno ecuatoriano a interponer una denuncia ante el Tribunal Penal Internacional, con sede en La Haya, contra Colombia.

– Hacía 10 años que no fumigaban aquí en Zapotitlán –cuenta Guadalupe–. Pero ese 17 de mayo agarró parejito. Fue el primer y último día que comimos quesadillas de flores de calabaza. Mucha gente se quedó sin nada, y es mucha gente que de ahí se agarra. Mis aguacates se empezaron a secar de arriba y de ahí se fueron secando hasta el suelo. Las flores estaban así –dice mientras forma con las manos un palito erguido– pero ahora están así –y sus manos simulan estar tristes y pachuchas– y murieron, pues. Sembramos frijol, ejotes, maíz para comer elotes o a veces para venderlo y poder sostenernos, pero ahorita la gente se quedó sin nada.

Su hermano Toño y dos vecinas de la comunidad asienten. Toño cuenta que esa primavera sembró milpa: “un litro de maíz, pues, y adentro frijol porque el frijol se vende en Tlapa”.

Cuenta que el maíz estaba jiloteando: las plantas ya tenían elote pero aún tierno. Y estaba sosteniendo con varas las matas cuando vino la fumigación. Al tercer día de que fueron rociadas desde el helicóptero ya se estaban secando.

Toño alcanzó a sacar únicamente cuatro costales de cilantro. Lo demás lo regó y lo regó pero no se salvó: se secó todo. Ante la destrucción de su campo, Toño fue rejuntando los retoños medio vivos y fue sacando para sus burritos lo que pudo. En esto estaba, cuando lo encontró “el gobierno” (los militares).

– Señor, qué está usted haciendo –le dijeron–.

– Pues aquí estoy juntando para sembrar de nuevo.

– Échele ganas. Nosotros nomás vinimos aquí a dar la vuelta.

Ante la parálisis de la Asamblea de Bienes Comunales, que quedó en silencio, Guadalupe acudió, decidida, a la Sagarpa, en la cabecera municipal, para alertar de que sus aguacates habían sido destruidos. En la institución le dijeron que subirían en 2 o 3 semanas.

Ella, con la urgencia, se dirigió al Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, que recientemente había intercedido en el caso de un profesor de Acatepec, al que también le habían fumigado su plantío de garbanzos y que, tras varias visitas intimidatorias del Ejército a su casa y varios encuentros con el Batallón 93 de Tlapa, había acabado recibiendo una compensación de 40 mil pesos por parte de la Sedena.

Los campesinos saben que son “migajas” las que reciben de los militares. Pero es difícil resistirse en un estado donde priva la impunidad y donde las personas temen el uso desproporcionado de la fuerza, como ha ocurrido desde la década de 1970 con la Guerra Sucia, la masacre de Aguas Blancas, la violación sexual de las mujeres me’phaa Inés y Valentina, el asesinato del campesino nahua Bonfilio Rubio Villegas en un retén en Huamuxtitlán, o la complicidad de las autoridades en la desaparición de los 43 estudiantes de la normal rural Ayotzinapa, entre los más conocidos.

Tras la queja interpuesta por Guadalupe en Tlachinollan, el gobierno se presentó de nuevo en Zapotitlán. Esta vez lo hizo en dos carros del Ejército, con alrededor 20 militares, que se estacionaron en la cancha de la comunidad. Con miedo, la gente y hasta el Comisariado de Bienes Comunales, se escondió. Los soldados visitaron la casa de Guadalupe y la de una vecina, Rosita, que también había interpuesto una queja.

– Nosotras pensamos que nos iban a llevar por haber puesto la denuncia –cuenta Guadalupe–. Nos ofrecieron dinero, pero yo no quería dinero, lo que quería eran mis plantas, y entonces me dijeron: “Te vamos a sembrar las plantas, yo traigo todo el batallón y con el tiempo te vamos a sembrar todo…”.

Incluso, le dijeron que le darían 5 mil pesos por la milpa que le habían destruido, donde había sembrado poco más de 2 litros de grano de maíz. Nunca cumplieron.

– ¿Y una qué hace? –dice Rosita desde el escalón en el que se sienta, rodeada por sus hijos–. Es cierto que la gente tiene miedo de los guachos y de los federales, porque igual ha sembrado algo de plantita aunque sea un pedacito. Tiene miedo porque más antes, cuando los encontraban allí en la planta, los agarraban, los golpeaban, les quitaban sus huaraches, a veces se los llevaban… A mí casi no me ha pasado porque casi no voy, pero cuando pasan por cerca de mi casa pues nos encerramos.

Si algo genera “el gobierno” (los militares) en las comunidades montañeras es miedo, impotencia y rabia.

El miedo impide que cuando se le pregunta a las personas directamente por los cultivos de amapola se refieran a ella solamente como “la planta”. Los peones que van a trabajar a estos sembradíos les pagan, quienes los contratan, 80 pesos por jornada. No se toma en cuenta los riesgos que se corren. Cuando los soldados entran a trozar la planta a esos sembradíos, siempre pasan por el pueblo para intimidar y como un mensaje de advertencia.

“Anteriormente, cuando nosotros crecimos, íbamos al cerro y tomábamos agua del cerro; pero ahorita no se puede ir a tomar agua al cerro porque está todo contaminado. Si vas y tomas agua de allá, llegas con diarrea, dolor de estómago, todo eso, ya es muy contaminada el agua”, cuenta Guadalupe. Los ojos de agua se van secando o están contaminados. El pueblo está cargado de memoria. Afuera llueve.

Meses después

Casi 1 año después, es temporada seca, la estancia está más soleada, los niños han crecido, hay pápalo y de nuevo tortillas hechas a mano en el fogón, pero el gobierno sigue sin cumplir. No sólo no ha cumplido, sino que en enero de 2018 a Guadalupe le fue retirada la subvención de productividad rural de la Sagarpa y fue incluida en la lista negra de la institución porque no cuidó bien sus aguacates, “porque los aguacates se secaron y no debían secarse”.

Camina por la quebrada bajo el sol: plantíos, arroyos secos, burros, árboles de copa robusta y algún que otro bulbo seco y rayado de amapola, algunas familias cuidando su campo, ellas con los rebozos de los recién nacidos a la espalda, y los niños más grandes aprendiendo de la tierra.

Cualli tonaltin” (buenos días), “cualli tonaltin”, saludos, palabras, preguntas. Guadalupe cojea porque se lastimó la rodilla; hoy la está hinchada y sin la atención médica debida. Cuenta que en los meses que siguieron a la fumigación se endeudó por el préstamo de diez mil pesos más intereses que había solicitado para poder pagar a los peones que le ayudaron a cavar los hoyos para sembrar sus sesenta árboles de aguacate.

Este año su hermano y ella no sembraron milpa ni calabaza. Pudo más el miedo a perderlo todo de nuevo. Ella logró vender cuatro cajas de un aguacate criollo que floreció en la puerta de su casa. Cada caja se la pagaron en 400 pesos. No en balde le llaman al aguacate el oro verde en algunos lares, y se dedicó a vender raspados. Con eso pudo sobrevivir.

Por su parte, ante la destrucción de sus milpas, “esta temporada otros comuneros decidieron plantar [amapola]”, nos cuenta. Son deudas pendientes, son arrendamientos, es la necesidad de sobrevivir. Pareciera así que el efecto de la fumigación aérea de cultivos y los “errores de cálculo” que conlleva fuera exactamente el contrario a lo que, en teoría, se proponen los programas de erradicación y de control de drogas. Y a pesar de que hace algún tiempo se formularon algunos programas piloto de sustitución pactada y paulatina de cultivos ilícitos por cultivos alimenticios, nadie recuerda ya su existencia. Los programas que suponen alternativas de desarrollo se quedan en los escritorios, no así los fusiles de asalto FX-05 y M16, armas de cargo de los militares.

Guadalupe mira con tristeza su campo añorado de aguacates donde se levantan, quebrados, varios palos secos. En media docena de palos apenas despuntan, enfermizas, unas hojas salpicadas de quemaduras blancas. En comparación con el frondoso aguacate de un vecino que se salvó del Paraquat, estos árboles parecen cadáveres vivientes. Todavía puede verse la instalación de riego por goteo destinada a nutrir, según las indicaciones de los ingenieros de Sagarpa, el oro verde de esta tierra. A lo lejos, al otro lado de la barranca, se ve uno  rectángulo color carmín: “hasta allá estaba la planta el año pasado, allá lejos, y dijo el gobierno que no pudo cerrar el tanque a tiempo, ¿cómo es posible?”

A pesar de la mediación de los abogados de Tlachinollan y de la insistencia de Guadalupe, el procedimiento para que se haga justicia con su caso, o que se lleve a cabo una reparación del daño, sigue abierto. Si bien ella interpuso una queja ante la delegación de Acapulco de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y hubiera preferido denunciar, este proceso se presentaba largo, complicado, desgastante y arriesgado: los costos de traslado a la cabecera municipal son altos y prácticamente nadie en el municipio quiso testificar a su favor, por miedo, por falta de recursos.

Recientemente pobladores de algunos pueblos de la Montaña, como San Rafael, en Cochoapa el Grande, o Santa Cruz Yucucani, municipio de Tlacoachistlahuaca, se ha manifestado contra la destrucción de cultivos de amapola por parte del Ejército. El reclamoes: “Si el gobierno no quiere que sembremos droga, que nos mande ejote, chile, maíz y frijol para sembrar; que nos mande médicos y maestros”. La creencia de que sembrar amapola es violar la ley y que da carta blanca a detenciones arbitrarias sigue muy enraizada: “si me agarran, me encierran” piensa la gente, conocedora del historial de detenciones arbitrarias y presos a espera de juicio por la siembra de amapola y marihuana.

Sin testigos, Guadalupe, en un principio reticente, optó por terminar aceptando una compensación por parte de la Sedena, pero ni siquiera esto le ha llegado como es debido. Su procedimiento sigue abierto, y le han notificado una compensación de 20 mil pesos: el perito de la Procuraduría General de la República (PGR) que vino a documentar su campo sólo contabilizó el daño a las calabazas y algunos aguacates;  pero jamás consideró el campo de ocotes, ni la milpa, ni el tiempo de trabajo familiar invertido durante 3 meses, ni el coste del agua gastada, ni el interés de la deuda solicitada; ni mucho menos el valor que, una vez cosechados, hubieran tenido los aguacates cuando los árboles estuvieran rindiendo y que hubiera podido garantizar la educación de sus hijos y su “pensión” de vejez.

Camina de regreso a casa. Es preciso nutrir la tierra, es preciso volver a sembrar.

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