Chilapa de Álvarez, Guerrero. Los dos hijos varones de María Abarca un día no regresaron. Desaparecieron. En fechas distintas, simplemente no volvieron a su hogar. En este municipio nadie tiene la certeza de que regresará con su familia luego de la jornada de trabajo. Es la ley impuesta por los cárteles de la droga, Los Rojos y Los Ardillos. Los pistoleros de ambos grupos criminales se disputan la plaza y aterrorizan a las comunidades, mayoritariamente indígenas, ante la indiferencia o abierta complicidad de las autoridades locales y federales.
Quienes sobreviven no tienen tiempo siquiera para vivir su duelo y buscar a los desaparecidos. La pobreza no espera. Deben trabajar para afanosamente alimentar y vestir a sus hijos, las nuevas generaciones que crecen sin esperanza como ocurre desde hace más de un siglo.
Teje rápidamente la palma. Al final del día tendrá que terminar tres tiras de 62 centímetros para poder ganar los nueve pesos que le paga su comprador, un fabricante de sombreros. No para, sus dedos son hábiles; mientras, habla de su esposo Mauro, desaparecido desde el 24 de diciembre pasado. “Vino a Chilapa y ya no regresó”. Era la víspera de noche buena.
Rosalina tiene 22 años y mientras busca justicia, entrelaza la fibra. Su madre y su suegra, quienes la ayudan con el gasto familiar, van a su mismo compás. Con lo obtenido, al final del día podrá comprar jitomate, chiles o algo que le ayude para completar el alimento diario. La pobreza se le mira en el rostro lleno de angustia. Su pequeño hijo, de tres años de edad, juguetea en el piso de tierra mientras ella denuncia.
Mauro cuenta con 28 años y, hasta aquella tarde decembrina, era el sustento de su familia. Campesino en la comunidad nahua de Alcozacán, donde el índice de marginación es “muy alto” y el trabajo escaso y precario, salió a pasear en grupo, con otros labriegos de su pueblo. Fue el único que no volvió.
La joven se descalza los huaraches de hule, viste de playera, mandil a cuadros y una falda rosa brillante. Han sido meses de desesperanza, de no dejar de buscar. Ella también es indígena nahua de la misma comunidad que su esposo, situada apenas a unos minutos de la ciudad guerrerense.
Chilapa es uno de los principales municipios del estado, gobernado por el priísta Héctor Astudillo. En este lugar la violencia ha provocado la suspensión del transporte público, el registro continuo de desapariciones y asesinatos. Comunidades enteras se han quedado vacías temporalmente a causa de un ambiente hostil y amenazante. El caos y el miedo rondan de la mano del crimen organizado.
Aquí las mujeres andan en busca de sus hermanos, hijos, maridos, lloran en cuanto hablan de ellos, pero siguen la plática. Buscan con el corazón en la mano. Pocos son los hombres que quedan, la mayoría de ellos de edad avanzada, con pocas fuerzas y escasos recursos. Han desaparecido los más pobres y jóvenes de Chilapa. Además de las pérdidas familiares, hay enfermedades que comienzan a parecer pandemias: el estrés, la presión alta y la diabetes.
El de Rosalía es apenas uno de las decenas de testimonios que se repiten en la zona. Pasa el tiempo; la angustia, el cansancio y la incertidumbre aumentan. No hay ni una sola línea de investigación que dé esperanza de conocer el paradero de Mauro. También crecen el miedo y el silencio. Hay familias que no denuncian ante las autoridades, prefieren aguardar, pues temen mayor violencia.
Después de que Felipe Calderón declarara la llamada “guerra contra el narcotráfico”, Chilapa de Álvarez se convirtió en uno de los focos rojos del país, donde los grupos de la delincuencia organizada se han disputado la plaza. Hay constantes enfrentamientos armados, asesinatos y presentación de cuerpos mutilados en lugares públicos o ejecutados. Es el crimen de todos los días.
Datos del Centro Regional de Defensa de Derechos Humanos José María Morelos y Pavón, en la región (municipios de Chilapa y Zitalá) se registraron ocho personas secuestradas, 41 desaparecidas y 205 asesinadas sólo en 2016.
Para este año, la organización defensora de derechos humanos en coordinación con el Centro de Derechos Humanos de la Montaña y el Colectivo contra la Tortura y la Impunidad, informaron que hasta los primeros días de octubre “la violencia ha rebasado las cifras de años pasados, en tan sólo 10 meses se han cometido más de 200 homicidios dolosos que han quedado en la impunidad”.
Además, informaron, se ha incrementado el desplazamiento forzado, reflejado en las casas vacías de Chilapa; así como de las comunidades donde el miedo y el terror son perpetrados por grupos de la delincuencia organizada, entre las que se encuentran Tetitlán de la Lima, Ahuihuiyuco y Tepozcuahutla, de donde se desplazaron aproximadamente 530 familias en apenas 3 días, “bajo el desamparo de las autoridades municipales y estatales”.
Los asesinatos de los hermanos Lázaro y Germán Sánchez Reyes, en las canchas deportivas de Chilapa, con armas punzocortantes y de fuego de alto calibre, fueron los hechos de violencia registrados que provocaron, recientemente, el pronunciamiento de las organizaciones.
En la entidad, la Procuraduría General de Justicia del Estado informó que de enero a mayo se registraron 1 mil 450 homicidios, según el informe Incidencia delictiva del fuero común 2017, elaborado por el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública de la Secretaría de Gobernación.
Abel Barrera Hernández, director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, expone que en Guerrero se tiene una historia marcada por las disputas entre caudillos para tener un territorio propio. “Ésta ha sido la visión de quienes tienen el poder, y los que han tenido el poder en Guerrero son actores armados, iletrados, que le apuestan más a la fuerza”.
En entrevista, el defensor de derechos humanos comenta que la manera en como se ha ejercido el poder en Guerrero nos ha llevado a que sea un estado “bronco”, con beligerancia, confrontación social y política. En este estado, la mitad de gobernadores han sido destituidos a lo largo de la historia, lo que habla de la efervescencia social y política que aquí existen.
“Se trata de un poder obtuso que ha logrado controlar las instituciones a través de sus actores armados; por otro lado, una sociedad indómita y empoderada. Esto, lamentablemente, ha sido lo que nos ha llevado a un desgaste por luchas intestinas”, dice Barrera Hernández.
En su análisis y trabajo comunitario, Barrera Hernández enfatiza que Guerrero ha sido desangrado por la clase política nacional, local y el empresariado; pero algo que ha dañado mucho es la institucionalización y la participación del Ejército en tareas de contrainsurgencia. “Guerrero siempre ha sido catalogado como un foco guerrillero, como una amenaza a la estabilidad política y, desde la visión dura del poder, se ha avalado la intervención militar”.
Sin embargo, no sólo es el Ejército Mexicano y los caudillos que aparecen en la escena de este Guerrero “bronco”. Los grupos de la delincuencia organizada tienen aterrorizados a los pobladores de distintas comunidades que, incluso, han elegido abandonar sus tierras en busca de seguridad.
El informe Guerrero: Mar de luchas, Montaña de ilusiones, elaborado por el Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, indica que en el estado se disputan la “plaza” 13 grupos de la delincuencia organizada. “La forma de ejercer el poder en Guerrero basada en la corrupción y en la protección a quienes delinquen nos han llevado a conformar un Estado mafioso. La porosidad de las instituciones de seguridad y justicia han dado cabida a los grupos delincuenciales”, se lee en el documento.
El mapeo que presenta el Centro muestra que los grupos localizados son: Guerreros Unidos, Los Rojos, Los Granados, Cártel Independiente de Acapulco, Cártel Independiente de Acapulco-La Barredora, Comando del Diablo, Los Ardillos, Los Tequileros, Los Jefes o Gente Nueva, Cártel del Sur, La Familia Michoacana, Caballeros Templarios, Cartel Jalisco Nueva Generación.
En Chilapa de Álvarez operan Los Rojos, Los Ardillos, Los Jefes o Gente Nueva. En tanto que en Chilpancingo, el municipio más cercano, se encuentran Guerreros Unidos, Los Rojos, el Cártel Independiente y Los Caballeros Templarios.
María Abarca Nava es madre de Héctor y Jorge Jaimes Abarca, ambos desaparecidos desde 2015. La primera búsqueda inició el 18 de marzo de ese año. Héctor no llegó a casa como lo había prometido. Dos meses más tarde, Jorge tampoco lo hizo.
Héctor Jaimes Abarca es antropólogo, egresado de la Universidad Autónoma de Guerrero, y formó parte del cuerpo de defensoría de derechos humanos del Centro Morelos durante dos años. El día de su desaparición viajó a Chilpancingo desde muy temprano para cobrar un pago que tenía pendiente en su nuevo trabajo.
Meses atrás, empezó a participar como funcionario en el Programa de Inclusión Prospera, dependiente de la Secretaría de Desarrollo Social, para atender a los beneficiarios de éste (los más pobres del estado). Ese mismo mes obtendría su título académico.
María relata su testimonio de manera apresurada, debe ir a trabajar. Ahora es el único sostén de su familia. Héctor no era una persona que le gustara beber o andar en la calle, dice. Si se quedaba en casa de alguno de sus amigos, en Chilpancigo, le llamaba para que ella no se angustiara por su ausencia.
El 18 de marzo, Héctor salió de prisa, se despidió desde la calle de su madre, ya no alcanzaba el transporte, su jefa lo había citado en Chilpancingo porque allá les iban a pagar. “Todavía hablé con él a las 4 de la tarde, me dijo que estaría en casa después de las 7 de la noche. Llamé de nuevo, para ver por qué no llegaba, qué había pasado. Ya no respondió. Le llamé toda la noche, ya no dormí”, dice entre lágrimas María Abarca.
El rastreo empezó en las primeras horas de la mañana, entre sus amigos, compañeros de trabajo, novia y nada. “He dado muchos testimonios desde que mi hijo se perdió y no he podido saber nada de él”, cuenta en medio del llanto.
En la violencia que vive en la región, también desapareció el menor de sus hijos: Jorge. Fue el 9 de mayo de 2015, cuando a Chilapa llegaron supuestos policías comunitarios de comunidades aledañas y permanecieron hasta el día 14 asolando la ciudad. En el transcurrir de las horas iban desapareciendo personas.
El Centro Morelos ha documentado 16 casos de ese episodio, Jorge es uno de ellos. En ese entonces, dice María, “el gobernador vino a negociar las armas con los comunitarios, pero no a nuestros hijos. Nosotros veíamos cómo se llevaban a la gente y no podíamos hacer nada. A los de Gendarmería les pedía que buscaran a mi hijo, pero no me hacían caso”, reclama.
El ambiente de violencia y hostilidad ha empujado una búsqueda por partida doble para María. La angustia y la tristeza se reflejan en la delgadez de su rostro. La economía de su familia también se encuentra en decadencia: su esposo dejó de trabajar el taxi que tenía por la inseguridad que hay en Chilapa, diariamente hay reportes de personas asesinadas. Ahora, se mantienen de lo poco que obtiene con la venta de tacos de guisado en el mercado de esa ciudad.
Desde su análisis, responde a que ha sido una región de enorme conflictividad, donde se buscó justicia por parte de movimientos guerrilleros que quisieron restaurar la situación a través de sus propias luchas, lo que quedó en el colectivo social como una situación muy frustrante, porque fueron desaparecidos, ejecutados extrajudicialmente y no hubo acceso a la justicia.
El defensor de derechos humanos, integrante de la Misión de Observación que se llevó a cabo en esta ciudad para documentar la violencia y negligencia institucional que impera en la zona, hace hincapié en que durante el sexenio de Vicente Fox se creó una Comisión para investigar más de 1 mil 400 desapariciones forzadas durante la guerra sucia y no dio resultado. “Cuando se suma la impunidad, se genera un caldo de cultivo para mayor violencia. Hoy, encontramos que Guerrero es el estado más peligroso, con índices de violencia e inseguridad muy altos y crímenes dolosos”.
Para Ríos Martínez es lamentable observar que existe poca voluntad política y que el gobierno no ha facilitado el diálogo, el acercamiento y la creación de acuerdos para salir de esta situación. “Se convierte en un gobierno sordo ante los requerimientos de la sociedad. Los defensores recogen los anhelos, los reclamos de la gente y vemos una situación muy grave de desaparición forzada, crímenes dolosos, agresiones contra las personas defensoras y, recientemente el desplazamiento forzado que probablemente se está dando en muchas otras regiones, sin que tengamos conocimiento de ello”.
Lorenzo es otro de los testimonios que se escuchan entre decenas de personas que buscan a sus hijos. Él es monolingüe, nahua. Apenas pronuncia unas cuantas palabras en español. Lo ha perdido todo.
Roberto Campos Cruz es el hijo al que busca desde el 30 de diciembre de 2016. Había venido a esta ciudad para comprar medicamentos, días atrás permaneció en cama, enfermo. Estaba acompañado de su madre, tía y primo. Las mujeres fueron al mercado a vender su mercancía, unos cuántos vegetales cultivados por ellas mismas, los jóvenes esperaban a unas cuadras, estacionados en el vehículo que llevaban.
Al salir de sus ventas, la tía de Roberto alcanzó a ver que él y su primo eran llevados por hombres armados vestidos de civil, relata don Lorenzo. No han sabido nada más de ellos. El hombre de más de 70 años entró en contacto con la gente del Centro Morelos para que lo ayudaran a buscar a su hijo, fueron al hospital de zona, al ministerio público, con familiares y no había rastro de los jóvenes campesinos.
Don Lorenzo se tuvo que deshacer del único bien del que podía disponer en el momento: una yunta, para cubrir los gastos necesarios que le permitieran seguir buscando por unos días más. En el ministerio público le dijeron que esperara ocho días para hacer la denuncia, pasaron los días para hacer el trámite. Se abrió un expediente que sólo tiene esperanzas.
Roberto es campesino, dedicado a la siembra de maíz, calabaza, frijol. Apoyaba su economía con comercialización de leña. Era el sustento de su esposa, de su pequeño hijo y apoyo de sus padres.
A pocos kilómetros de esta ciudad se encuentran las comunidades indígenas de Tetitlán de la Lima, Ahuihuiyuco y Tepozcuahutla. Llegar a estas zonas es encontrarse con el abandono, toparse con el silencio. Apenas unas cuantas personas caminan entre las brechas, sigilosas y huidizas. Un retén militar permanece por temporadas en la entrada Ahuihuiyuco. Las escuelas permanecen vacías desde el 15 de julio de 2016. La iglesia sin alma alguna. El Centro de Salud cerrado. Ya nada funciona.
El temor empezó a propagarse por las redes sociales. Familiares que habitan fuera del estado comenzaron alertar sobre un posible ataque a las comunidades, la gente apenas recogió unas cuantas cosas personales y, en grupos, dejaron los poblados. Familias enteras han preferido emigrar a otros estados o localidades huyendo de los grupos delincuenciales que los amenazan.
El Centro Morelos documentó que las comunidades indígenas, víctimas del desplazamiento forzado interno se caracterizan por su marginación y pobreza, no cuentan con los servicios más elementales como salud, educación, alimentación, políticas públicas para el desarrollo de la producción. Los habitantes sobreviven de la agricultura de autoconsumo, sin que se vislumbre un mejor porvenir.
Manuel Olivares Hernández, director del Centro Regional de Defensa de Derechos Humanos José María Morelos y Pavón, con sede en Chilapa Guerrero, comenta que es necesario mantener la exigencia hacia el gobierno y las diferentes instancias para que hagan su trabajo y para que hagan realidad los derechos de las víctimas; que haya verdad y justicia.
Érika Ramírez, enviada
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