Las fuerzas policiales contribuyen a recrudecer la violencia ocasionada por la desigualdad y la pobreza en el subcontinente.
La violencia en América Latina no sólo es obra de la delincuencia organizada, sino que también proviene de las fuerzas policiacas, señala el investigador francés Pierre Salama. Indica que la desigualdad y la pobreza en esta región no son ajenas a la escalada de violencia y describe que, por cada 100 mil habitantes, se registran 84.6 homicidios en Colombia, 43 en El Salvador, 31 en Brasil, 12 en México y siete en Argentina y Costa Rica.
La existencia de sociedades excluyentes y la insuficiencia de las políticas públicas propician el desarrollo de la violencia en diversas formas: de robos hasta homicidios masivos.
Practican la violencia individuos, pequeñas bandas callejeras u organizaciones criminales profesionales (Maras o los Zetas) que perpetran homicidios masivos. Al ligarse al tráfico de drogas y otras actividades económicas ilegales buscan controlar las rutas de circulación de esas mercancías para elevar sus beneficios.
Para Salama, la violencia no es sólo obra de criminales sino también de policías. Tan sólo en 2007, la policía mató a más de 1 mil 300 jóvenes en Río de Janeiro y a casi 500 en São Paulo; pese a esas cifras, la violencia policial no es exclusiva de Brasil, ya que existe prácticamente en toda la región.
Alrededor de este fenómeno, la pobreza y la desigualdad son potenciales detonadores de la violencia en América Latina, señala este profesor de la Universidad de París XIII.
Subraya que la geografía de la violencia se distribuye de modo distinto en el campo y en la ciudad. “Actualmente tiende a concentrarse en las grandes ciudades: la de México o Tijuana; Recife, Río de Janeiro o São Paulo, en Brasil; Cali, Bogotá, o Medellín en Colombia; aunque es notorio que ya se extiende en las ciudades medianas”.
En su Informe sobre la violencia en América Latina, Salama describe que la intensidad de la violencia aumentó y se tradujo en el incremento de homicidios en Brasil entre 1995 y 2002, donde la tasa pasó de 26.6 por cada 100 mil habitantes a 31 en 2000.
La violencia es difícil de medir, explica: “Se puede estimar a partir de las estadísticas de la policía o autoridades de justicia de los diferentes países, pero es difícil de valorar porque las declaraciones dependen de la confianza que se tenga en la policía y en la justicia, y en general ésta no es muy alta en América Latina”.
También existen diversos grados de violencia, que van de los homicidios voluntarios (HV) –clasificación de la mortalidad según la Organización Mundial de la Salud, que considera a los homicidios voluntarios como “toda muerte provocada por la acción voluntaria de otra persona”– a infracciones que se cometen en el contexto del narcotráfico o las que pasan por las infracciones sexuales, los golpes y lesiones, los robos a mano armada, las estafas y la falsificación de moneda.
La permanencia y amplitud de la pobreza permitirá el aumento de la violencia. Además aumentará la violencia dentro de los grupos criminales en su pugna por el control de las rutas de distribución de las drogas o por la presión de las políticas antidrogas.
El efecto de esa pugna aumentó las muertes de hombres cuyas edades oscilan entre los 15 y 44 años. Sólo en 2002, la esperanza de vida de los hombres al nacer se redujo en 2.89 años en la ciudad brasileña de Recife, en 2.21 años en la de Río de Janeiro y en 2.48 años en São Paulo.
Al respecto, la International Criminal Police Organization revela que la tasa media de homicidios en América del Sur ascendió ese año a 26 asesinatos por cada 100 mil habitantes y a 30 por cada 100 mil en el Caribe, contra tres homicidios por cada 100 habitantes en Europa del Sur. Tan sólo Brasil tiene una tasa de mortalidad por arma de fuego 66 veces mayor que la de Francia.
“No es posible entender la violencia sin entender la historia de cada uno de estos países: los modos que adoptó la colonización como la esclavitud o las guerras civiles que siguieron y su desenlace así como las dictaduras; ello permite explicarse el incremento de la violencia en la región durante los últimos 20 años”, apunta Salama.
Ya desde la crisis de 1980, Estados Unidos se debilitó y la presión neoliberal de la década de 1990 los forzó a reducir algunas de sus funciones, como la construcción de infraestructura, escuelas y la atención a la salud. Ese retiro del Estado ocasionó una educación insuficiente y la urbanización poco controlada, pues se controla menos a la nación y el territorio se vuelve poroso.
Al perder el control de barrios o regiones, el Estado permitió que las guerrillas y las mafias ganaran esos espacios en los que ejercen un poder paralelo. Al abrirse los mercados a la competencia internacional, creció la desigualdad y ello favoreció el aumento de la violencia y de su forma extrema: los homicidios. La misma Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico admite el crecimiento de la desigualdad en la región; por esto, las políticas sociales tienen un impacto marginal. “El acceso a los derechos sigue siendo un concepto abstracto en los países donde existe una brecha entre la ciudadanía política y la ciudadanía social, marcada profundamente por la exclusión”, puntualiza Salama.
Por ello, las políticas de asistencia dirigidas a atender a los estratos más pobres, adoptadas a comienzos de la década de 2000, tuvieron muy poco impacto y “ese puede ser también el origen de la profunda desconfianza de los ciudadanos hacia el empleo de los impuestos por parte del Estado”. En 2005, sólo el 21 por ciento de la población latinoamericana pensaba que los impuestos se gastan bien; en Brasil y México el 12 por ciento y el 15 por ciento, respectivamente, seguidos del 37 por ciento en Chile y 38 por ciento en Venezuela, según el Latinobarómetro.
Aunque Pierre Salama advierte que no se deben “hacer análisis reduccionistas” que afirmen que la pobreza genera violencia, “sí hay que notar que cuando los conflictos no se resuelven, la violencia se alimenta a sí misma. Así ocurre cuando la industria de la droga se vuelve lucrativa para los narcotraficantes, los paramilitares y, a veces, para algunos segmentos de las fuerzas armadas, entonces esa industria gangrena al Estado desde el interior y la violencia adquiere aspectos relevantes”.
Salama propone emprender políticas para disminuir la violencia que se genera por las desigualdades socioeconómicas. Se debe aplicar una política de barrios centrada en el aspecto cultural que sustituya las microculturas de las pandillas que atizan el odio contra quienes no son como ellos, indica.
Aún así, advierte Salama, “esas nuevas políticas no tendrán efectos inmediatos sobre la violencia, por lo que las respuestas estrictamente represivas parecerían más eficaces, sobre todo electoralmente”, como se avizora en el futuro de México. En esa política, el papel de los medios que realizan investigaciones documentadas de índole social es importante e imprescindible, concluye el experto social.
Factores de la escalada de los homicidios en AL
1. Creciente urbanización. En las ciudades se diluye la solidaridad de las zonas rurales y, ante la falta de empleo y la informalidad, la violencia tiene más posibilidades de desarrollo
2. Desempleo y economía informal
3. Aumento de la desigualdad
4. Ineficacia del sistema judicial represivo
5. Baja escolaridad de la población
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