Por primera vez en varias décadas, los esfuerzos de integración latinoamericana encienden los focos rojos en Estados Unidos. La creación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, impulsada principalmente por los gobiernos de orientación de izquierda de América del Sur, podrían arruinar los planes políticos y económicos de Washington en la región. América Latina corre ahora una carrera contra el tiempo: deberá fortalecer su organización antes de que surtan efecto la inestabilidad y el militarismo que impulsará Estados Unidos
Stella Calloni/Prensa Latina
Buenos Aires, Argentina. La creación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), el 3 de diciembre de 2011, en Caracas, Venezuela, es un hecho histórico de grandes alcances sólo entendible si se considera un proceso de integración que une a más de 550 millones de habitantes de toda la región, que abarca un territorio de 20 millones de kilómetros cuadrados, con enormes recursos y reservas, lo cual significa el mayor paso de resistencia conjunta lograda en 200 años, al reunir a 33 mandatarios y con la ausencia de Estados Unidos y Canadá.
La Celac es uno de los mayores desafíos después de las independencias frustradas del siglo XIX, que se asume frente a un poder hegemónico en pleno proceso de recolonización mundial y que lleva adelante guerras coloniales por la ocupación de territorios y recursos: Afganistán (2001), Irak (2003) y Libia (2011), ante lo cual la Celac se constituye en un inédito acto de autodeterminación y soberanía.
El lugar elegido para su lanzamiento fue Venezuela, cuna del libertador Simón Bolívar, que junto a otros héroes latinoamericanos entendió desde un primer momento que sólo la unidad podía asegurar el desarrollo independiente y soberano de la región.
Los Estados que se integran –aún con las dificultades que deberán enfrentar– representan un territorio diverso de extraordinarias riquezas, fuentes de energía, minería, agua potable, biodiversidad, producción de alimentos, paisajes diversos de gran belleza y también, como una contradicción que es necesario superar en el siglo XXI: una pobreza y desigualdad enormes entre sus habitantes, millones de los cuales viven en la absoluta indigencia.
Se trata de pueblos hermanos que se liberaron juntos del colonialismo español en el siglo XIX, pero quedaron subyugados bajo otros imperios y redes coloniales que expoliaron, explotaron y colonizaron este continente, y que perpetúan la dependencia hasta hoy, lo que produjo también un verdadero genocidio a lo largo de todo el siglo XX.
La riqueza cultural (clave en la resistencia de nuestros países y especialmente de los pueblos originarios) es uno de los huesos más duros de roer para el imperio dominante, como lo señala Zbigniew Brzezinski, el analista polaco, eterno estratega y asesor de la política exterior de Estados Unidos, quien advirtió a los políticos estadunidenses que no se podría doblegar a sus “vasallos” de América Latina si no antes se dominaba la cultura.
Ahora esos políticos observaron con nerviosismo la Cumbre de Celac, donde tenían algunos representantes locales, pero no es lo mismo que en los tiempos en que la batuta estaba en sus propias manos.
Por eso ciertos senadores estadunidenses como Robert Bob Menéndez, (demócrata por Nueva Jersey), y Marco Antonio Rubio (republicano de Florida), condenaron en Washington la presunta “pasividad” del presidente Barack Obama frente a una América Latina que se está yendo “del control de Estados Unidos”.
Fueron varios los dirigentes republicanos que a viva voz dijeron, en diciembre, que hay que reivindicar la Doctrina Monroe de 1823, aquella de América (Latina) para los americanos (de Estados Unidos) con que daban a conocer a Europa y demás, que este era “su territorio”, su “patio trasero” y que nadie podría poner las manos sobre “sus” posesiones.
La preocupación de Estados Unidos responde también a una razón de mercado: la cantidad de población y la extensión territorial que presupone un bloque de gran poder, que tendrá un peso fundamental, en momentos en que la Unión Europea se diluye en una crisis que cada día se profundiza más, en buena parte provocada por Washington para eliminar la “amenaza” que significaba una Europa unida.
La solución que los organismos dependientes del poder hegemónico ofrecen a los países periféricos de la Unión Europea (los más afectados por la crisis) es una receta sin salida que sólo llevará a la destrucción social, humanitaria y económica para transformarlos en neocolonias.
Esas mismas recetas del Fondo Monetario Internacional, impuestas en nuestros países en la década de 1990 –cuando lograron colocar gobernantes como gerentes de empresas del poder hegemónico–, provocaron grandes tragedias en América, pero crearon contradicciones liberadoras.
Fueron como el golpe final sobre los pueblos que protagonizaron rebeliones contra el neoliberalismo, al abrir otros caminos que llevaron al surgimiento de nuevos gobiernos y líderes políticos, otros renaceres concretados en uniones imposibles de imaginar, incluso para los propios estrategas imperiales de esa década.
Al emerger de las dictaduras criminales de las décadas de 1970 y 1980, los pueblos se vieron sometidos a otra tiranía global en la de 1990, que sepultaba los sueños y aspiraciones de democracias en paz y con justicia.
Y la rebelión fue generalizada al originarse los nuevos movimientos sociales y políticos, al rescatar lo mejor del pasado, desde aquel febrero de 1989 con el levantamiento popular que dio lugar al “caracazo” en Venezuela, y continuó en todo el continente.
De alguna manera la respuesta política revelaba una raíz oculta: las dictaduras intentaron acabar con las dirigencias políticas más importantes y revolucionarias, al matar a miles en todos los países, pero el resurgimiento popular desde las cenizas demostró que no lo habían logrado.
La semilla sembrada en tantos tiempos de lucha seguía germinando y crecía con nuevos troncos y hojas. Ahora se suman miles de jóvenes a aquéllos que libraron tantas batallas, al inaugurar otro tiempo para América Latina.
Desafíos
Durante la Cumbre surgieron algunos de los problemas acuciantes del momento. Entre éstos el intento de Estados Unidos de desconocer el triunfo del presidente Daniel Ortega, reelecto con más del 60 por ciento de los votos, después que Washington gastara millones de dólares en tratar de robustecer a una oposición de por sí debilitada por sus propias alianzas.
Enviados y observadores europeos y de otros países juzgaron las elecciones como correctas y limpias, pero la Organización de Estados Americanos (OEA) traía un libreto para desacreditar los comicios.
Aún así, sus conclusiones forzadas mencionaron “algunas irregularidades” que de ninguna manera podían modificar los resultados.
Ante esta situación, políticos republicanos y funcionarios del gobierno de Obama (como la secretaria de Estado, Hillary Clinton) hablaron de “fraude y de un no reconocimiento del triunfo de Ortega, al considerar los comicios casi un ?golpe de Estado’”.
Los duros intentan que se suspenda a Nicaragua por (supuestamente) violar la Carta Democrática Interamericana, en realidad destinada al tema de los golpes militares, y mencionan la necesidad de restaurar “el orden constitucional en Nicaragua”, como si éste se hubiera roto.
La intención es clara: aplicar la misma maniobra a todo proceso electoral que no favorezca a Estados Unidos. América Latina y especialmente Venezuela deben estar alertas ante esta situación al considerar que Washington gasta millones de dólares, especialmente en medios de comunicación masivos para manipular elecciones en América Latina, a pesar de que los pueblos han derrotado al poderoso armado mediático en varios países.
Por todas estas razones la Cumbre de la Celac es un enorme desafío a esas intenciones recolonizadoras. A pesar de las asimetrías, diversidades y enormes diferencias entre algunos países, ante los alcances de la crisis europea, todos intentan ponerse a salvo.
Sin embargo no se puede dejar de advertir que algunos pueden estar dispuestos a jugar como “caballos de Troya” dentro del nuevo organismo regional, pero las propias circunstancias internacionales están apretando el cuello de todos. Y hay millones que no quieren morir asfixiados.
Se dejó en claro que la Celac no intenta reemplazar a la OEA. De hecho, las diversas acciones de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) actúan con celeridad asombrosa ante los intentos golpistas, como el de septiembre de 2008, en Bolivia, o el golpe en Honduras, en 2009 –difícil de revertir ya que es un país ocupado militarmente por Estados Unidos–, y después el caso de Ecuador, en 2010, evidenciaron la inexistencia de la OEA y desenmascararon a ese organismo atado a las necesidades del poder hegemónico.
Además de la Celac, continuarán actuando Unasur y la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (Alba). Ambos grupos de integración han producido resultados concretos y positivos tanto en lo económico, como en lo político y cultural con ejemplos de intercambios múltiples y creativos, y con mutuo respeto. Tanto la Unasur como Alba trabajan activamente en el caso de Haití, cuando las grandes potencias mantienen congelados los escasos fondos de ese país, a pesar del terremoto que mató a 200 mil personas y acentuó la tragedia del hambre, la pobreza y las enfermedades.
Existe un debate regional respecto a la salida de las tropas de la Organización de las Naciones Unidas que integran varios países latinoamericanos.
Lo que es claro en ese caso –y que se oculta– es que ese lugar lo ocupará abiertamente Estados Unidos, cuyas tropas llegaron para “auxiliar” durante el terremoto y se quedaron porque su plan para instalar una base en territorio haitiano está previsto desde hace tiempo.
No es el pueblo haitiano el que tomará las riendas de su defensa y al que le darán armas sus actuales gobernantes, sino más cerca de Washington que de la subregión caribeña.
Por eso se necesita conocer a fondo cada una de las situaciones en los países de América Latina, como una obligación de los movimientos y partidos políticos y del periodismo comprometido con la verdad.
En Colombia, la situación tiende a empeorar ante la insistencia oficial por desdeñar los apoyos regionales para una negociación de paz, como sucedió en otros países en distintos momentos de la historia. Su política interna está marcada por la dependencia de las necesidades de Washington, ya que Estados Unidos mantiene siete bases militares en territorio colombiano, y una de las misiones desde hace años es impedir la paz.
Estas bases, como las existentes en Honduras y en otros Estados latinoamericanos, están diseñadas para el proyecto geoestratégico de recolonización regional, que es el Plan Colombia y otros anexos, y que amenazan al resto de América Latina y el Caribe.
En estos momentos las naciones más amenazadas por el nuevo esquema expansivo y de guerras coloniales de Estados Unidos son Venezuela, Cuba, Bolivia, Nicaragua, Ecuador, pero también hay una serie de planes sobre el resto de los gobiernos más progresistas. Otro país que está en la mira de las intervenciones armadas es México, a pesar de que Estados Unidos ya maneja los hilos de la brutal “guerra” antidrogas desde 2006, cuando se firmó el Plan Mérida similar al Colombia. Más de 56 mil muertos y miles de desaparecidos, ante el silencio indiferente y cómplice de los grandes medios y el gobierno.
En diciembre de 2011 también varios senadores de Estados Unidos advirtieron que México es un “Estado fallido” sin control y que representa un peligro para su seguridad. El precandidato republicano Mitt Romney, quien aspira a que su país controle “ya” el mundo entero, planteó, junto a otros halcones, la “necesidad” de intervenir el territorio mexicano.
Desde que entraron las tropas y asesores estadunidenses, se involucró a las Fuerzas Armadas en la supuesta lucha contra el narcotráfico y como en Colombia se creó un “enemigo interno” sobre el que se aplica un terrorismo de Estado encubierto.
Florecieron los grupos paramilitares, como Los Zeta, similares a los Kaibiles de Guatemala, famosos por su extrema crueldad en las masacres que protagonizaron en ese país.
Mientras el militarismo crece en la región, las redes de fundaciones como la National Endowment for Democracy, distribuye dinero entre opositores y medios de comunicación, lo que antes hacía la Agencia de Inteligencia Central desde la sede diplomática, como también lo realiza la triste y célebre Agencia Internacional para el Desarrollo, que tantas injerencias criminales hizo en el pasado.
Éstas y otras, como el Instituto Republicano Internacional, o una institución similar de los demócratas, están a la orden del día en el tema de conformar redes de organizaciones no gubernamentales destinadas a desacreditar y desestabilizar gobiernos, infiltrar y manejar las oposiciones políticas, movimientos sociales, incluso agrupaciones de izquierda, sindicales, culturales y otras.
No son los únicos casos desafiantes para el futuro cercano; en Honduras continúa la represión y la muerte; Panamá, con una población y trabajadores levantados contra el gobierno títere de Ricardo Martinelli, quien tres meses después de asumir el cargo firmó con Clinton acuerdos para instalar bases en ese país; o Guatemala, donde gobernarán militares responsables de una dictadura que sucedió a otras y que dejaron 250 mil muertos y desaparecidos.
Mientras se festeja la llegada de la Celac, que precisamente obliga a poner la mirada en una línea estratégica como nunca antes, existen estos peligros y amenazas.
Por eso completar el proceso abierto en la región para la defensa de la región necesita de un consenso latinoamericano político, económico y social en momentos en que la política comienza a ser el principal motor de transformación y crea esperanzas y desafíos múltiples, hacia las independencias definitivas. El dilema es recolonización o independencia, está en manos de los latinoamericanos decidir y lograrlo.