La vía violenta no siempre es la mejor cuando se trata de intervenir un país. Eso lo comprendió Estados Unidos desde la Guerra Fría. Las necesidades económicas de las naciones empobrecidas son campo fértil para las intervenciones blandas disfrazadas de “ayudas” para combatir la miseria y apoyar la educación y la ciencia. La USAID ha mostrado ser una herramienta eficaz para promover los intereses estadunidenses y, cuando se requiere, desestabilizar gobiernos contrarios a la Casa Blanca
Isabel Soto Mayedo / Prensa Latina
La Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés) actuó, desde 1961, en consonancia con una estrategia destinada a contrarrestar la imagen agresiva estadunidense que tanto rechazo despertó a mediados de la vigésima centuria.
El doble rasero exhibido por esta institución estatal, presentada a veces como organización civil independiente, explica en parte los discursos de gratitud a sus acciones, pronunciados de forma paralela a las denuncias de la injerencia de sus representantes en asuntos de otros países.
Las confusiones alrededor del verdadero cariz de la USAID son comprensibles si se considera que la ambigüedad en la actuación de ésta responde a un programa diseñado por científicos de diversas disciplinas, quienes visualizaron la urgencia de atraer dinero.
La entrega de fondos millonarios a naciones en desventaja –para impulsar reformas sociales, industrializar o atender a sectores vulnerables, u otros– suavizó el rostro duro del imperio y captó adeptos en todas partes.
La USAID dirigió capitales a casi todos los rincones del mundo, y con su táctica filantrópica incentivó la confianza en la presunta bondad del país poderoso, en tanto posibilitó la subversión política a favor de los planes hegemónicos de Estados Unidos.
Con el dinero otorgado por el Departamento de Estado, los delegados del ente alcanzaron la aceptación e influencia en gobiernos, agrupaciones sociales populares y fuerzas políticas de todas las tendencias, y viabilizaron la expansión y afianzamiento del ámbito de influencia.
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El empate en la carrera armamentista entre Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la aparición de nuevos Estados y el avance de la desintegración del sistema colonial obligaron a reacomodar políticas en la mitad del siglo XX.
Funcionarios estadunidenses corroboraron en esta etapa que la caída de aliados, como Marcos Pérez Jiménez, en Venezuela; Manuel Odria (Perú) y Gustavo Rojas Pinilla (Colombia), derivó en buena medida del desprecio a su apego a la estrategia de fuerza estadunidense.
En correspondencia, sugirieron introducir cambios en las relaciones internacionales, priorizar los factores económicos y alentar el progreso regional para mejorar la vida de los pueblos y frenar así la inconformidad.
Richard Nixon, en calidad de vicepresidente, propuso en 1958 considerar el papel clave que debía cumplir un tipo ilustrado de empresariado privado en la desestabilización de los movimientos sociales en el área.
“No hay absolutamente ninguna duda de que la revolución en América Latina es inevitable”, afirmó con posterioridad Milton Eisenhower, hermano del presidente Dwight David Eisenhower (1953-1961).
Éste recomendó crear comisiones en los países latinoamericanos destinadas a mantener el panamericanismo, formar una institución conjunta encargada de planificar la economía y fundar el Banco Interamericano de Desarrollo.
El enviado alertó, además, de la necesidad de continuar financiando a los regímenes dictatoriales, pero abstenerse de apoyarlos de manera pública.
Tales ideas fueron acogidas en la región y encarnaron en la política desplegada después por John Fitzgerald Kennedy (1961-1963).
La Alianza para el Progreso, suerte de Plan Marshall para América Latina, constituye la mejor muestra de la comprensión de la necesidad de recurrir a métodos diferentes. Su ejecución estuvo en manos de la USAID.
El proyecto, presentado en la Conferencia de Punta del Este, Uruguay, en agosto de 1961, contemplaba la entrega de miles de millones de dólares a los países de la zona para estimular el crecimiento de la renta nacional, la reforma agraria y atacar el analfabetismo y otros males sociales.
Muchos comprendieron que estos puntos eran inalcanzables y escasos los fondos brindados por el vecino vigoroso para concretarlos; mas la codicia, la esperanza del cambio o el miedo a nuevos estremecimientos revolucionarios tipo Cuba animaron a aprobar el programa.
La delegación del país caribeño, encabezada por Ernesto Guevara, Che, rechazó los Estatutos de la Alianza para el Progreso y vaticinó que éste sería un instrumento de la política del imperialismo estadunidense, algo que la historia se encargó de demostrar.
El 4 de septiembre de 1961, el Congreso de Estados Unidos aprobó la Ley de Asistencia Exterior, que estipulaba la reorganización de los programas de asistencia a otras naciones, y la creación de una agencia encargada de controlar el tema, subordinada al Departamento de Estado.
La USAID surgió en cumplimiento de la norma jurídica el 3 de noviembre de 1961 y obró de manera estrecha con agrupaciones creadas para facilitar las entregas sin poner al descubierto al donante.
La conformación del ente en plena Guerra Fría respondió al intento de evitar el colapso económico de los países en vías de desarrollo, por lo que podría redundar en la expansión del socialismo y de la ideología marxista-leninista, en detrimento del proyecto hegemónico estadunidense.
La pobreza generalizada y el caos conducen a la quiebra de las estructuras políticas y sociales, en tanto potencian la propagación de “amenazas ideológicas, como el comunismo, por lo que debemos propiciar el crecimiento económico y la estabilidad institucional”, señala en su sitio web la USAID.
Éste era el objetivo esencial de la Alianza para el Progreso, que elevó las ayudas financieras a los gobiernos latinoamericanos en 22 por ciento, con lo cual erigieron 1 mil 200 hospitales y centros médicos, 28 mil aulas, formaron 160 mil maestros y aplicaron reformas agrarias parciales.
Esta última era una de las principales exigencias de las fuerzas revolucionarias en el periodo, y pese a lo limitado de los cambios en el agro, lograron contenerlas en cierta medida.
En su obra Panamericanismo: doctrina y hechos, el historiador ruso Marat Antiásov cita que el número de huelguistas disminuyó entre 5 y 7 millones en América Latina, de 1962 a 1967, respecto de los años precedentes.
La Alianza para el Progreso fue el eje alrededor del cual giraron los programas de la USAID en América Latina en la década de 1960, en tanto iniciaba el envió de recursos a Asia para frenar la influencia de la República Popular China y apoyar a la contrainsurgencia en Vietnam.
Mientras, en terreno africano, priorizó el respaldo a proyectos de ideologización con matiz educacional orientados a absorber a los dirigentes de los países recién independizados y atender otros imperativos.
Los cuestionamientos a su contribución a la guerra de Vietnam y otras iniciativas militares, al sorteo de que eran objeto los potenciales beneficiados por sus ayudas, y los exiguos resultados de la política exterior estadunidense alentaron debates contra la entidad en su segundo decenio.
Éstos fueron acallados con nuevos discursos publicitarios, que procuraron convencer a la opinión pública de la continua atención de la USAID a “las necesidades humanas básicas”.
Sin embargo, fuentes del Departamento de Estado, de la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés) y otras asociadas al complejo militar industrial en Estados Unidos mostraron más de una vez la verdadera cara escondida detrás de esta fachada.
Verdad de Perogrullo es que la asistencia extranjera es una valiosa herramienta de política exterior en términos de promoción y defensa de intereses nacionales, y en el caso de Estados Unidos, entiéndase del fomento a lo que identifican por democracia y el libre mercado.
La USAID tiene oficinas en todo el mundo y sus líneas prioritarias de atención son la agricultura, la democracia y la gobernabilidad, el crecimiento económico y el comercio, la educación y las universidades, el medio ambiente, las alianzas mundiales, la salud, la asistencia humanitaria.
Entre su modus operandi, está también el patrocinio a eventos científicos, publicaciones, conferencias y otros, orientados a atraer a intelectuales, académicos, periodistas y otros sectores sociales, vinculados con el trabajo en la esfera del pensamiento.
Esto sirve de camuflaje para financiar proyectos contra gobiernos, agrupaciones o entes empeñados en progresar en cuanto al cambio social.
En opinión del activista social asturiano Javier Arjona, la USAID “se presenta como avanzadilla para intervenciones militares y como conspiradora cuasigolpista en Venezuela, y en Haití, en Bolivia, en Ecuador, en el Congo y en Paquistán”.
La USAID, principal beneficiaria del Departamento de Estado, con un presupuesto de 850 millones de dólares anuales, confiesa públicamente haber dilapidado el dinero del contribuyente estadunidense en su guerra sucia contra Cuba.
El prontuario acumulado desde su nacimiento, en 1961, contempla como “proezas” el crear, organizar y financiar la contrarrevolución con tal de fragmentar la sociedad y mostrar una imagen distorsionada del primer país socialista en el área.
El sitio www.usaspending.gov, del gobierno de Estados Unidos, publicó que sólo el total destinado para “construir la democracia” en tierra cubana ascendió a 13.3 millones dólares en 2007 y, para 2010, rebasó los 20 millones de dólares.
Partidos políticos disidentes, agrupaciones, como las Damas de Blanco, y otros individuos implicados en estas lides, recibieron tajadas amplias de esos recursos, a la par de proyectos específicos en el orden cultural y del pensamiento, destinados a socavar los pilares del proceso iniciado en 1959.
La agencia estatal estadunidense combina sus acciones con el resto de la red imperial de injerencia en América Latina; sus agentes actúan bajo la sombrilla de organizaciones de derecha, inventadas según las circunstancias y patrocinadas por otras representantes estadunidenses.
El Instituto Republicano Internacional, el Instituto Democrático Nacional, la Freedom House y otras más sirven de fachadas para estas actividades de penetración, siempre rectoradas por la CIA.
Con credencial de delegados de la USAID, agentes de la CIA y expertos en técnicas de torturas, como Dan Anthony Mistrione, impartieron cursos de adiestramiento a policías y militares latinoamericanos a finales de la década de 1970, en un programa secreto de destrucción de las fuerzas de izquierda.
En Haití, la USAID participó en la organización y financió a las agrupaciones que encabezaron la revuelta de febrero de 2004, la cual terminó con la deposición, secuestro y expulsión del presidente constitucional Jean-Bertrand Aristide.
En agosto de 2005, la vieja arma de subversión estadunidense reforzó sus posiciones en Honduras, donde era probable la victoria del moderado Manuel Zelaya en las elecciones de noviembre.
Frente a su decisión de sumar su país a la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América, luego de su victoria, el Departamento de Estado cedió a la USAID en ese territorio centroamericano 39.2 millones de dólares en 2008.
Esto posibilitó fortalecer al sector privado para que obrara como contrapartida ante las reformas sociales de Zelaya, pero al unísono permitió atender de manera directa a la población vulnerable y así restar arraigo a los cambios promovidos por el gobierno a favor de estos sectores.
Para desarrollar la actividad entre los campesinos, la USAID promovió el programa Campesino a Campesino, versión modificada del Pueblo a Pueblo, que intentaron utilizar en Cuba como vía para introducir sus ideas y colaboradores dentro de la población.
Problemas de medio ambiente, suministro de agua, e incluso la atención a infantes contagiados con el virus de la inmunodeficiencia humana/síndrome de inmunodeficiencia adquirida abarcaron las donaciones del ente en Honduras y sentaron condiciones para el golpe de Estado contra el presidente constitucional el domingo 28 de junio de 2009.
En Bolivia, estimuló la balcanización, con fondos para acciones violentas y hasta para un golpe cívico-prefectural contra el primer mandatario indígena, Evo Morales, quien asumió la Presidencia en 2006.
La USAID abrió en ese país suramericano la Oficina para las Iniciativas hacia una Transición (OIT), supuestamente encargada de reducir tensiones en zonas de conflicto y apoyar la preparación de los eventos electorales, desde marzo de 2004.
Esta representación entregó entonces, a través de la Casals & Associattes, Inc, más de 13.3 millones de dólares que pasaron a manos de los directivos bolivianos de 379 organizaciones, partidos políticos y proyectos, en medio del progresivo arraigo popular del líder cocalero.
Con éste en el poder, USAID-OIT enfocaron sus esfuerzos para combatir e influir sobre la Asamblea Constituyente y estimular el separatismo de regiones ricas en recursos naturales, como Santa Cruz, Cochabamba, Beni, Pando y Tarija, acciones que llevaron a solicitar su expulsión.
De modo similar, en Venezuela, financió y apoyó a los artífices del golpe de Estado del 11 de abril de 2002; otorgó cientos de becas a organizaciones sociales, comunidades, partidos y proyectos políticos; y entregó decenas de dólares por “asistencia técnica” a los opositores de Hugo Chávez.
Pero los tentáculos de este pulpo de la llamada Cooperación para el Desarrollo, arma de penetración, vía dinero, de la época de la Guerra Fría, trascienden las fronteras latinoamericanas.
Tras la invasión y ocupación de Irak en abril de 2003, asumió la entrega de la ayuda bilateral a las compañías estadunidenses asentadas en el país árabe, y su rol es incuestionable en cuanto a la articulación de la oposición al decapitado Saddam Hussein.
La USAID se distingue por su actividad también en Afganistán y Pakistán ?países víctimas de las guerras desencadenadas en los últimos decenios? con la misión de lavar la cara de las intervenciones.
Barack Obama invierte casi 40 mil millones de dólares anuales en esta empresa de inteligencia, cuyos objetivos declarados sólo sirven para engañar, espiar, penetrar y favorecer los intereses de quienes se creen, hasta ahora, los dueños del mundo, concuerdan analistas.
Múltiples son las evidencias de la incidencia en los conflictos arreciados en el presente siglo en Oriente Medio y poco extrañará que afloren otras pruebas del cabal cumplimiento de la misión asignada desde su fundación a la USAID: explayar y afianzar por el mundo el poder de Estados Unidos.
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