Muchos grandes diarios en Estados Unidos han quebrado recientemente sin ser rescatados o remplazados. El peligro de bancarrota amenaza a muchos otros periódicos y nada indica que esta tendencia se revierta. ¿Debemos preocuparnos y lamentarnos por el fin del periodismo profesional en Estados Unidos o alegrarnos de la muerte de un modelo económico que desde hace décadas ha privilegiado la rentabilidad y la ganancia por encima de la investigación y objetividad periodística?
Michael I Niman* / Red Voltaire
Los titulares de periódicos y de noticiarios de televisión abundan en obituarios para el negocio del periodismo, como si de repente la industria estuviera muriendo. Efectivamente, los grandes periódicos de Estados Unidos se encuentran en un caos financiero, y algunos diarios importantes cerraron recientemente sus puertas, mientras que la mayoría reduce personal. Algunos, como The Wall Street Journal y Los Angeles Times, se redujeron físicamente y apretaron sus cinturones al máximo, en tanto que The Detroit News/Free Press y Seattle Post-Intelligencer se alejan del papel impreso para convertirse en diarios virtuales. Hace poco, cerraron por completo algunos periódicos, como el Rocky Mountain News, de 150 años de antigüedad, en Denver; el Cincinnati Post, con 128 años de existencia, y el Albuquerque Tribune, de 87 años de antigüedad. Sin embargo, la noticia sobre el colapso del periodismo es vieja.
Los periódicos murieron hace ya bastante tiempo. El único giro inesperado es que sus cuerpos de zombis finalmente siguieron su ejemplo. Esto suena cruel y, sin duda, despertará la ira de legiones de cortadores de cupones y entusiastas del crucigrama; pero habrá que echarle un vistazo a la historia escudriñar este fenómeno.
El colapso de la industria periodística se atribuye a su pérdida de la diversidad. El modelo del monopolio llegó a dominar la industria hacia la mitad del siglo XX. En casi todas las ciudades de Estados Unidos, hubo un diario dominante que se mantuvo a flote por una economía de escala cada vez mayor, que ahuyentó a su competencia del negocio. A finales del siglo, aproximadamente el 98 por ciento de las ciudades estadunidenses eran urbes de un solo periódico. Los monopolios amenazaban a la democracia, con los diarios actuando a menudo como guardianes de las noticias regionales, cuyo control les permitió dominar la política local y alcanzar un poder sin límites. Pocos políticos enfrentaron al diario local y vivieron para contarlo, al menos en lo concerniente a su carrera. Y aumentaron los precios de la publicidad, a veces al punto de amenazar la existencia misma de negocios en apuros.
Con sus monopolios regionales, los periódicos generaban regularmente ganancias de más del 10 por ciento para sus inversores de Wall Street, convirtiéndose en una de las industrias más rentables de la nación. Sin embargo, mataron el romanticismo del joven reportero que perseguía las noticias calientes, luchaba contra la corrupción, daba golpes periodísticos y salvaba la democracia. Los periódicos, como generadores de ganancias, fueron dominados cada vez más por los conglomerados controladores del negocio, que los convirtieron simplemente en medio no para informar, educar o hacer campañas, sino para hacer dinero.
El modelo del monopolio le dio a los periódicos una buena racha financiera, pero resultó efímera porque los editores engordaron sus ganancias y se hicieron arrogantes, viendo estos beneficios más como un derecho que como algo que debían obtener mediante el trabajo. Sin competencia, despidieron personal, incluso en buenas épocas financieras, impulsados por la codicia de márgenes de ganancias cada vez mayores. Las noticias genéricas sustituyeron la investigación de situaciones noticiosas locales y los periódicos perdieron significación como fuentes de información local.
El modelo de lucro y avaricia hizo posible que los periódicos evitaran morder la mano de quienes los alimentaban. Esto significó eludir noticias que afectaran los intereses de los anunciantes o a sus amigos y a la gente que se vendió a los anunciantes. También significó evadir cualquier controversia que, de alguna manera, pudiera molestar a un eventual cliente de publicidad. Entre estas dos categorías censuradas, se hallan los buenos reportajes que antes hicieron indispensables y vibrantes a los periódicos.
En su forma más extrema, el modelo beneficio-avaricia significó no sólo procurar no ofender, sino realmente hacerles el juego a los anunciantes. De esta manera, los periódicos sustituyeron noticias concretas por historias publicitarias tontas y huecas y secciones enteras dirigidas a la publicidad. ¿Cuándo fue la última vez que leyeron un artículo crítico sobre un automóvil en la sección vehículos, o en la sección de bienes raíces sobre modelos irresponsables de desarrollo?
A nivel general, “benefíciense del poder y no hagan preguntas” fue el mandato al que se adhirieron todos los periódicos. Prácticamente, cada diario importante de Estados Unidos repitió mecánica y desvergonzadamente la desacreditada propaganda utilizada por la administración de Bush para efectuar la invasión de Irak en 2003. De hecho, muchos críticos de los medios ahora arguyen que la tendencia de la prensa estadunidense favorable a la guerra fue el factor clave que le permitió a Bush conducir a la nación a la guerra.
Las fuentes de información alternativas, que operan sobre todo en el ciberespacio, rebatieron esta información falsa, con lo que demostró ser un análisis profético y una información más precisa, pero no pudieron contrarrestar la desinformación difundida por los periódicos.
Baste ver la lista de Proyecto Censurado de las noticias más importantes, pero menos divulgadas de los últimos 20 años. Entre las 25 más sobresalientes elegidas cada año, hay temas inconcebibles, como la venta de tecnología nuclear a Irán por parte de la corporación Halliburton (del exvicepresidente Dick Cheney), la obtención de ésta de contratos para construir centros de detención en Estados Unidos y el alza de 3 mil por ciento de sus acciones durante la guerra de Irak.
Estas historias cubren una variada gama de temas, que van desde subsidios del gobierno por haber introducido agentes cancerígenos en nuestra comida y agua, hasta la destrucción del habeas corpus y protecciones básicas de los derechos humanos y el pillaje corporativo al por mayor de los recursos naturales.
Sin embargo, en cualquier año, el lector difícilmente podrá encontrar estas historias en los diarios a su alcance. No las reportan, y por eso la gente de ha vuelto hacia otras fuentes para obtener noticias. Ciertamente, el modelo del periódico impreso que convierte bosques en pulpa de papel va quedando atrás en la era digital, pero ésta no es la causa de la muerte de estas corporaciones comerciales de prensa.
Los grandes periódicos importantes de hoy tienen en su haber, como promedio, unos 100 años de imagen construida, y debieron haber sido los principales jugadores reconocidos en la industria de noticias de cada sector. Éstos deberían ser marcas fuertes, bien ubicadas como para dominar el panorama de los medios convergentes, pero después de una generación de autocomplacencia, sus marcas, y por consiguiente su valor en Wall Street, se convirtieron en basura. Después de llevarnos a la guerra con los tontos vítores de Judith Miller (periodista del The New York Times que inventó falsas entrevistas en Irak para ayudar a promover la invasión y guerra que deseaba desencadenar la Casa Blanca bajo la administración de George W Bush y además fue ensalzada como valiente “heroína” del periodismo) a favor de la administración de Bush, ¿por qué confiar en la información que brinda The New York Times sobre Irak? ¿Por qué pagar por su desinformación?
Muchas de las historias sobre el hundimiento de los periódicos han sido redactadas por los mismos diarios que se quejan de su propia desaparición autoprovocada o por estaciones de noticias de televisión y organizaciones igualmente codiciosas, que se deleitan prematuramente sobre la muerte de ciertos periódicos mientras siguen de cerca la misma trayectoria hacia la irrelevancia.
En ese sentido, no tienen una reflexión ni toman tampoco en cuenta la aparición y surgimiento de estructuras democráticas de información que desafían la realidad actual, proveyendo informaciones sobre acontecimientos peligrosos y preocupantes. No se trata solamente de contar la historia de una generación que corre a gran velocidad hacia el analfabetismo y la apatía, sino una historia mucho más esperanzadora acerca de una revolución en los medios informativos. Hay que ver esto como un ajuste del mercado, con el valor del modelo propagandístico cayendo en picada. La evolución es, en ese sentido, más bien positiva.
Sin embargo, los grandes medios no morirán en estado de gracia. ¡No! Están rodando por la pendiente como dicen los llamados expertos, porque se han suicidado y pasado a la lista de objetos en desuso. Parece que la misteriosa pérdida de ingresos por avisos clasificados se ha convertido en la bala de plata que puso a los sobrevivientes a descansar. Pero (y raras veces alguien lo pregunta) ¿por qué los diarios perdieron sus anuncios clasificados?
Coincidentemente, esta pérdida vino muy unida a la disminución del número total de lectores. Y muchos de esos anuncios no emigraron a las listas de internet, pero sí a los semanarios alternativos que han estado acogiendo holgadamente la información que los grandes medios rehusaban publicar por ser historias peligrosas. Así trabaja el mercado, diría Friedman, no Marx.
Y estos medios alternativos no heredaron esos anuncios de parientes difuntos, sino que trabajaron para obtenerlos al mismo tiempo que los diarios comerciales dejaban de publicarlos. Para que el periodismo prospere, los periodistas necesitan que se les pague. Los críticos de medios democráticos son rápidos para señalar que el mercado no puede apoyar a 1 millón de lugares con información en línea, y que las organizaciones de los pequeños medios sólo pueden permitirse pequeños salarios para un puñado de trabajadores. Así pues, el debate existe, pero se necesita un nuevo modelo para financiar medios de calidad.
Muy cierto. Pero este mismo argumento a menudo se rige bajo la premisa de que el viejo modelo, los periódicos del gran monopolio, estaba haciendo lo mismo, y que la muerte de los grandes significa ahora el fin del periodismo como profesión.
El sistema de remuneración de los periodistas profesionales ha sido arbitrario durante mucho tiempo, recompensando a escritores sin carácter o lamebotas y castigando a los periodistas que asumen riesgos y trabajan duro.
Observemos, por ejemplo, al New York Post, claramente uno de los peores diarios del país: sensacionalista, traficante de miedos, xenófobo. Emplean a algunos de los “periodistas mejor remunerados” en la industria, mientras tanto, en la misma ciudad, el implacable Indypendent (se escribe así, con una “y”) confía en los escritores voluntarios para hacer el mejor periodismo local de investigación del país.
Eso no está mal si observamos la recompensa de los lacayos que venden su supuesta profesión. Encontrar fuentes de ingreso para pagar buenos periodistas es otro problema.
La cuestión de fondo aquí es que mientras no puede haber futuro para los monopolios de los periódicos zombis y tendenciosos, sí existe un futuro para el periodismo. Me acuerdo de una reunión que tuve algunos años atrás con una delegación de periodistas ucranianos. Eran todos de mediana edad, entrenados como periodistas por los medios de comunicación de una sociedad soviética totalitaria donde no había periodismo.
No obstante, generación tras generación, los aspirantes a periodistas aprendieron habilidades cuyo empleo les estuvo prohibido. Entonces, el imperio colapsó, y cuando se derrumbó, había periodistas esperando salir de la hibernación.
Quizá ésta sea la historia de aquí. Quizá el hundimiento del monopolio de los diarios autocensurados finalmente romperá las cadenas de mediocridad que han atado al periodismo durante una generación.
Esto significa que quizá los buenos periodistas no tendrán que realizar trabajos diarios en otros oficios para ganarse la vida. Quizá signifique que las comadrejas de la desinformación no editarán más periódicos. O quizá no mucho cambiará, excepto el lugar donde se entreguen la desinformación y las banalidades.
En cualquier caso, no soltaré ninguna lágrima por los grandes medios corporativos.
*Colaborador del Proyecto Censurado de la Universidad Estatal de Sonoma en California, Estados Unidos
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