Por Verónica díaz rodríguez
Dos centenares de personas aguardan al periodista hecho mito; y lo primero que asoma tras la puerta es un individuo que sonríe como lo hacen pocos, sólo esa especie calificada para ejercer correctamente el periodismo.
En síntesis pues, Kapuscinski es una gran sonrisa, que lo rejuvenece. El mohín alcanza e ilumina las tres únicas líneas expresivas de su rostro, a los costados de sus ojos, las bolsas obscuras que penden de ellos, y sus pómulos coronados por dos pequeños orificios.
Al despliegue de este gesto, se comprende la causa que lo ha movido a desaprobar tan denodadamente del cinismo, esa columna ideológica del neoliberalismo, de cuya tesis ya trazaba algunas líneas en Apuntes nómadas:
“El cinismo es incomparable con la profesión de corresponsal de guerra, incluso con la de corresponsal en el extranjero. Este oficio, esta misión, presupone una clara noción de las miserias humanas y requieren afecto por los seres humanos. Hay que verse como miembro de una familia, a la que pertenecen también todos los hombres sencillos de nuestro planeta que carecen hasta de lo más elemental. Hay que vérselas con problemas muy antiguos, con la penuria: así es el mundo, a la larga se puede esperar mucho. “El calor humano es esencial en este tipo de trabajo. Un cínico no podrá cosechar buenos resultados en este oficio. El cinismo y el nihilismo, la degradación de los valores y el desprecio de los demás, hacen que el mundo sea insoportable. He visto seres que se sentían infelices por tener que desempeñar este oficio, pero jamás me he tropezado con cínicos entre sus filas”.
Diez minutos antes de las 11 de la mañana, apenas flanqueado por dos profesoras, Ryszard Kapuscinski avanza hacia la mesa desde donde dictará su conferencia. Sus pasos cortos y su sencilla actitud impiden que el público lo identifique inmediatamente.
Cuando finalmente se descubre que aquel hombre de pantalón negro con saco verde oscuro de sutiles líneas cafés y camisa blanca sin corbata, es el esperado, estalla una tormenta de aplausos.
Para las 200 personas que lograron colarse al auditorio de la Coordinación de Humanidades de la UNAM, la calma empieza a sentar sus reales. En la mesa se preparan Lourdes Romero, el periodista sonriente y Carmen Avilés, ésta última inicia advirtiendo que por prescripción médica el invitado no debe agotarse…
La indiscreción mereció, del aludido, una sonrisa que se debatía entre la incomodidad y la tolerancia. Pero en efecto, Kapuscinski había presentado arritmia cardiaca por lo que había cancelado el resto de las entrevistas programadas en su viaje a nuestro país. Lo cual, sin embargo, no obstó para que este día disfrutara de la sangre joven que había llegado sólo para verlo, para escucharle, llevarse un autógrafo suyo y hasta para arrancarle un par de besos.
Otro tanto de jóvenes, similar al de adentro, amenazaba fuera del salón con dar portazo; de nada había valido levantarse temprano o saltarse clases. La causa de su desazón era –decían– un transformador de luz que durante medio siglo no presentó falla, hasta un día previo a la visita del periodista. Así, la sede de la conferencia cambió a última hora.
Aun en medio del caos, la amable paciencia de este hombre no varía un ápice; uno no sabe cómo logra conservar la calma ante los permanentes acercamientos; un joven que le habla al oído, una chica que le ruega por un autógrafo: alguien que le acerca un sobre; una mujer que literalmente lo sacude en un vigoroso apretón de manos. Para todos tiene una mirada y alguna frase amable.
Luego el ritual que desdice las palabras del celebrado. “Una gran cantidad de datos no sustituyen a la imaginación”, ha insistido el periodista que sin embargo, sabe que a falta de ésta, nada como una retahíla de cifras como las que su presentadora ofrece:
Kapuscinski tiene 70 años de vida, 50 de los cuales los ha consumido convirtiendo en palabras las miserias de los países del Tercer Mundo; las desdichas de 27 revoluciones; 12 frentes de guerra, y la atrocidad de haber sido condenado a muerte en cuatro ocasiones.
En el instante en el que la profesora Romero se apresta a confesar cómo entró Kapuscinski a su vida. El doctor Fernando Pérez Correa, director de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, avanzaba a zancadas sobre el podio para hablarle el oído a la expositora y luego explicar en voz alta que habría un receso con el objeto de organizar una transmisión a circuito cerrado, para los desafortunados que habían quedado fuera.
La ingeniería entraba al quite, para ganar tiempo se solicitaban las preguntas escritas para el “maestro”. En un instante éste vio levantarse una breve montaña de papeles ante sí. Sus manos blancas que traslucían algunas venas y mostraban un leve temblor, organizaron cada trozo de papel en tres o cuatro temas generales.
Y luego su voz. Esa mezcla de viajero, reportero, politólogo, pensador y poeta, levantó su mano izquierda para colocarse los anteojos con moldura metálica, su reloj de batallas asomó brevemente, anunciaba su intervención.
Se hizo entender en un español dificultoso, pero bastante fluido para un polaco que habla seis idiomas más. Estaba –dijo– feliz y honrado de estar en México, país que habitó como corresponsal de la agencia polaca Pap, de 1968 a 1972, periodo que le hizo caer en la cuenta de que para entonces, probablemente la mayoría de los presentes, ni siquiera habían nacido aún.
Inmediatamente después pasó a la cátedra yendo de la ética y la mercadotecnia, el periodismo, la literatura y la geopolítica, a la administración de empresas y la sicología. Todo ello sobre la base de hombres y mujeres que deben hacer periodismo con la intención de hacer algo bueno para sus semejantes.
Tal y como lo expone en su publicación Los cínicos no sirven para este oficio, subtitulado Sobre el buen periodismo, que se desprende de una alocución pública dirigida por la periodista italiana Maria Nadotti:
“Nuestra profesión no puede ser ejercida correctamente por nadie que sea un cínico. Es necesario diferenciar: una cosa es ser escépticos, realistas, prudentes. Esto es absolutamente necesario, de otro modo, no se podría hacer periodismo, Algo muy distinto es ser cínicos, una actitud incompatible con la profesión de periodista. El cinismo es una actitud inhumana, que nos aleja automáticamente de nuestro oficio, al menos si uno lo concibe de una forma seria. Naturalmente, aquí estamos hablando sólo del gran periodismo, que es el único del que vale la pena ocuparse, y no de esa forma detestable de interpretarlo que con frecuencia encontramos”.
Y ¿cuál es ese periodismo, al que se refiere? Para el autor de El sha o la desmesura del poder”, el verdadero periodismo es intencional, a saber, aquel que se fija un objetivo y que intenta provocar algún tipo de cambio. No hay otro periodismo posible. En él, la prudencia, el realismo y el escepticismo, son necesarios.
Kapuscinski alarga la mirada por encima de quienes están ahí para escucharle, observa detenidamente el salón y nadie da cuenta de ello. Cada vez que se concentra en los detalles parece perderse en su silla, mimetizarse o desaparecer. Queda claro que es un periodista capaz de llevar al extremo su aptitud de testigo y que se ha adaptado a ella, incluso físicamente, para pasar desapercibido cuando lo desea.
Su timbre de voz corresponde a esta cualidad y sus reflexiones tampoco son flamígeras, resultan mesuradas, un tanto filosóficas; pero siempre erigidas sobre la base histórica, asignatura de la que es licenciado. Quienes esperan grandes y elocuentes declaraciones, deberán llevarse a casa una serie de pinceladas para armar su propio rompecabezas del mundo actual.
¿Por qué resulta imprescindible discutir la ética del periodismo y no el riesgo que representan sus instrumentos técnicos? Porque a decir del periodista del siglo, a últimas fechas, desde que los dueños de los medios de comunicación son empresarios y no periodistas, las sociedades atestiguan el cambio filosófico del sentido de la noticia; ya que ésta dejó de ser información para convertirse en un producto vendible.
Paradójicamente -explica– hubo un cambio simbólico del poder en las sociedades y ahora lo tienen los medios; “antes los ataques armamentistas se dirigían a los edificios de gobierno, hoy lo hacen a los medios de comunicación”.
Para enfrentar esta nueva realidad el periodista, que originalmente tiene la tarea de tender puentes entre los miembros de una sociedad, debe plantearse la obligación de ser mejor, de hacer periodismo que provoque un cambio para otros, por ejemplo los pobres “que suelen ser silenciosos. La pobreza no llora, la pobreza no tiene voz. La pobreza sufre, pero sufre en silencio. La pobreza no se rebela. Encontraréis situaciones de rebeldía sólo cuando la gente pobre alberga alguna esperanza”.
Una sonrisa puso punto final a la exposición. Finalmente, lo ha dicho el mismo Ryszard: “Lo que cuenta no son las cosas, sino el significado de las cosas”
Contralínea 7 / octubre de 2002
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