Por: William Fernando Martínez
CAUCA.COL.- Parece una tarea de nunca acabar. Tres niños, los hermanos Quintero: Anderson, Leidy y Astrid -12, ocho y seis años- llenan gota a gota una copa plástica con látex de amapola durante toda una mañana. Arañan sin compasión los botones de las flores con sus uñas negras y sus manos manchadas por el trabajo diario. Con ansiedad esperan a que brote el líquido de color blanco y lo almacenan sin desperdiciar nada.
Después de muchos rasguños y muchas gotas logran recolectar cinco gramos de “la leche” y los pueden vender por un dólar (dos mil 600 pesos colombianos) en Caquiona, un pueblo donde jamás ha llegado la policía y que continúa existiendo gracias al comercio de látex de amapola.
Según la Defensoría del Pueblo de Colombia como los hermanos Quintero otros tres mil menores de edad se dedican a cultivar la amapola en el Macizo Colombiano, el más complejo sistema montañoso del país sudramericano, donde Los Andes se dividen en tres cordilleras. Un territorio dominado por las guerrillas de las FARC y la Columna Móvil Camilo Cienfuegos del ELN.
Tres departamentos al sur del país: Cauca, Nariño y Putumayo, se reparten esta extensión de 20.000 kilómetros cuadrados de montañas, páramos y laderas sin presencia estatal. Los grandes cultivos de amapolas dieron lugar a las parcelas de niños como las de los Quintero, para no ser identificadas tan fácilmente y así evitar la fumigación de los aviones Turbo Trush, que despegan desde ciudades como Popayán y Pasto para cumplir con las medidas de erradicación de cultivos ilícitos del Plan Colombia acordado entre Estados Unidos y el gobierno de Colombia.
Para no ser detectados los nuevos cultivos.- son construidos en pequeñas e irregulares huertas caseras, de menos de diez metros cuadrados de extensión. La ingeniería, labores de riego y demás cuidados están a cargo de los niños. Cuando un sembradío “no quiere dar más leche”, se reemplaza por otro cultivado con anterioridad “para nunca estar sin cosecha”, comenta Anderson, el mayor de los tres hermanos.
Según ellos, se debe rayar durante la mañana y si es un día soleado, la producción será mucho mejor. Los pétalos de la flor son de diferentes tonalidades de rojos y violetas, pero entre más oscuro su color, mayor puede ser el látex producido. Así comienza el día para los Quintero, con los primeros rayos de sol descubriendo en sus parcelas las amapolas “más llenas de leche”.
A cargo de los tres niños está su abuela Teotiste Quintero, una anciana de 63 años entumecida por una artritis incurable. Los cuatro viven en la vereda El Dominguillo, en un rancho de tapia pisada rodeada por cinco cultivos de amapolas de diferentes tamaños, que en realidad parecen jardines decorativos.
Cada niño puede tardar en el sembradío hasta el medio día. Regresan hasta la casa de la abuela con las copas rebosando el látex. Las acomodan con mucho cuidado cerca de un improvisado altar del Sagrado Corazón, iluminado por velas de cera animal.
Los Quintero terminan su trabajo y comienzan su almuerzo distraídos por los mensajes de un transistor afónico donde la abuela sintoniza programas de emisoras comunitarias y frecuencias subversivas de las FARC- que invita a engrosar las filas “del ejército del pueblo”. En esta vereda los niños no conocen la televisión y logran leer y escribir en edades adolescentes, por tal motivo la radio es su único medio de recreación.
Al final de la semana, junto al altar del Sagrado Corazón, pueden estar poco más de una decena de copas llenas de látex. Es sábado, día de mercado en Caquiona, y Anderson está muy feliz. Cantando versos de música norteña acomoda la silla de montar a La Negra, una yegua joven y arisca que sólo se deja guiar por él. Guarda las copas en una bolsa de cuero que cuelga de su espalda y se pierde cabalgando entre el páramo rumbo al pueblo, donde venderá todo el látex, comprará arroz y otros granos, se encontrará con sus amigos cultivadores y jugará algunos pesos en juegos de azar.
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