El caso del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (NAICM), específicamente las irregularidades de su Manifestación de Impacto Ambiental y sus efectos ambientales negativos sobre la zona oriente de la Cuenca de México me han llevado a reflexionar sobre el papel que los biólogos tenemos en el contexto nacional actual.
La biología es una rama inmensa del conocimiento. Basta descifrar la etimología de la palabra –bios: vida; logos: estudio, ciencia–, para darse cuenta de la gran cantidad de materias que abarca: desde lo microscópico –ADN, virus, bacterias– a lo global –cambio climático, deforestación, búsqueda de vida en otros planetas–; tanto eventos que sucedieron hace miles de millones de años –el origen de la vida– como cuestiones tan actuales como la dramática sexta extinción masiva de especies que hoy en día está en marcha. Para una revisión mucho más amplia y certera de lo que es la biología remito al lector a leer el libro clásico This is biology, del gran biólogo germano-estadunidense Ernst Mayr.
En la actualidad, los biólogos mexicanos vivimos atrapados en una gran contradicción. Por un lado está la devoción que sentimos por la naturaleza, las incontables preguntas que surgen de la observación y la experimentación, y la satisfacción de las largas jornadas en el campo o el laboratorio. Este ideal de lo que nos interesa y apasiona –la vida misma– se ve duramente contrastado con la brutal falta de oportunidades que sufrimos.
Para ilustrar lo anterior, basta con citar un ejemplo reciente: hace una semana se publicó un estudio de la Universidad Iberoamericana, en donde se concluyó que más de 9 millones de profesionales mexicanos –graduados y posgraduados– viven en la pobreza. El informe resaltó que si bien se han creado más plazas laborales en este sexenio, estas han sido con salarios muy bajos. Entre esos profesionales depauperados estamos los biólogos, quienes a pesar de tener un potencial campo laboral enorme, encontramos pocas –y malas– oportunidades de sustento y realización. Cabe destacar que muchos de nosotros –sobre todo los más jóvenes– optamos por seguir nuestra preparación académica a través de un posgrado con el objetivo de obtener empleos dignos, lo cual es muy complicado de conseguir.
A mi parecer, actualmente sólo hay tres campos en los que los biólogos podemos –al menos en parte– ejercer nuestra profesión, pero de manera muy precaria. El primero es la docencia: aunque casi ninguno de nosotros recibimos una formación pedagógica formal, muchos hallamos opciones de trabajo como profesores, debido a nuestra vasta formación en distintas disciplinas científicas, que diferentes instituciones de enseñanza consideran suficiente para que podamos realizar dichas labores, principalmente a nivel básico. Hay que decir que a pesar de la gran importancia que el sector educativo tiene para el país, en general el trabajo de profesor es mal pagado en relación con la cantidad de tiempo y esfuerzo invertido, además de que es muy poco valorado incluso por las universidades públicas, que paulatinamente han empezado a optar por los contratos desventajosos –temporales y por horas– para nuevos profesores.
El otro campo laboral del biólogo actual es el de los estudios de impacto ambiental. Estos son informes técnicos que evalúan los efectos de diversas obras o actividades sobre el medio ambiente, en los que se analiza su factibilidad y en los que se proponen medidas para mitigar sus efectos negativos. Dichos estudios son realizados en su mayor parte por empresas privadas, y aunque éstas reciben muy buenos pagos por dichos estudios, a menudo emplean a biólogos mediante contratos temporales, mal pagados y sin seguridad social. El precio que los biólogos debemos pagar por participar en este tipo de trabajos es alto: además de la precariedad laboral, nuestra labor se limita a la mera aprobación de un trámite burocrático –el estudio de impacto ambiental–, que a menudo es realizado sin rigor técnico ni científico, por lo que nuestro papel termina siendo principalmente testimonial o de convalidación franca del deterioro ambiental.
Otra opción laboral, aunque con plazas insuficientes y mal pagadas, es el del servicio público. Algunos biólogos han encontrado acomodo en dependencias de gobierno como la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Conanp) y la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa); sin embargo, ahí también reciben salarios bajos, trabajan con poca infraestructura, capacitación deficiente y con recursos insuficientes. Esta tendencia –el debilitamiento de nuestras instituciones ambientales– parece ser parte del proyecto de abandono de nuestros recursos naturales, que puede observarse, por ejemplo, en el desmantelamiento operativo de las Áreas Naturales Protegidas llevado a cabo de manera velada por el gobierno federal, y que tiene como objetivo entregar nuestro capital natural a las empresas privadas, como se vio en el caso de la Ley General de Biodiversidad.
Estamos ante una triste paradoja: en un país con una altísima diversidad biológica y en el que las crisis ambientales cada vez son más numerosas, los biólogos tenemos poca cabida. Nuestra profesión es subestimada y relegada a un rol secundario, debido en gran parte a la preponderancia de los poderes económico y político sobre los asuntos ambientales. Un ejemplo ilustrativo es el de la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semartnat) –secretaría de cuyo objetivo es el conocimiento y la salvaguarda de nuestro patrimonio natural–, de la cual un ingeniero industrial ligado al Partido Verde Ecologista de México (PVEM) es el titular –al parecer el gobierno en turno cedió dicha secretaría en pago por favores políticos– en detrimento de la labor que realiza dicha institución.
Valga la anterior reflexión para subrayar que en México son muy pocos –aunque muy urgentes– los proyectos de conservación biológica, restauración ambiental, educación ambiental e investigación y divulgación científica. La labor es complicada por la crisis de seguridad nacional, que dificulta o imposibilita nuestro trabajo de campo en muchas regiones de México. Es necesario el reconocimiento de la importancia que nuestro capital natural tiene para la viabilidad de nuestra Nación y un programa de acción oficial que lo priorice. Hasta la fecha, ningún candidato presidencial –incluido el de la izquierda– ha puesto sobre la mesa una agenda ambiental seria.
Finalmente, es nuestra obligación –como biólogos– hacer una autocrítica sobre nuestra labor y asumir un papel activo en la vida pública del país.
Omar Suárez García*
*Biólogo y ornitólogo; doctorante en el Centro Interdisciplinario de Investigación para el Desarrollo Integral Regional (Unidad Oaxaca) del Instituto Politécnico Nacional
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