Afganistán vivió 2017 devorado por los infortunios de la guerra; ese año sumó desesperanzas a un país roído por décadas de conflictos.
Otros 12 meses de contienda parecerían no marcar la diferencia frente a los 3 lustros precedentes, pero el clima de inestabilidad e inseguridad en el Estado centroasiático se agudiza a causa de los frecuentes atentados terroristas y los enfrentamientos entre la insurgencia y las fuerzas del gobierno, apoyadas por la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
En 2017 Afganistán vivió el peor atentado de su historia y el lanzamiento en el oriental territorio de Nangarhar del proyectil GBU-43, bautizado como “madre de todas las bombas”, la más potente del arsenal convencional de Estados Unidos.
Los ataques suicidas cobraron la vida a cientos de personas, en su mayoría civiles, debido a la expansión de la organización terrorista Estado Islámico (EI), establecida allí en 2015.
El 31 de mayo, en pleno mes sagrado del Ramadán, se produjo en la capital, Kabul, el episodio más mortal registrado hasta la fecha, que causó 150 muertos, más de 350 heridos, y daños a 50 vehículos y viviendas aledañas al sitio de la explosión. El dramático panorama que dejó el estallido, originado por un coche bomba en una zona diplomática considerada uno de los lugares más seguros de la ciudad, fue calificado por la prensa internacional de “caótico”.
Varias sedes diplomáticas quedaron afectadas, entre ellas la de Alemania, la más cercana al lugar de la detonación, donde algunos empleados sufrieron lesiones y un guardia de seguridad afgano murió.
Las embajadas de Francia, Japón, India y Turquía, también próximas, confirmaron la integridad física de su personal y reportaron daños materiales en mayor o menor medida.
Días después, en el funeral de las víctimas, la organización terrorista perpetró un nuevo ataque, el séptimo en sólo 5 días, para un total de casi 200 víctimas mortales.
A raíz de los hechos, el gobierno estableció 26 puestos de control en esa zona y creó 27 entradas de seguridad, plan que podría extenderse a otras partes de la ciudad, de acuerdo con el gobernador provincial, Hamid Akram.
La minoría chiíta también fue blanco frecuente de ataques del EI, entre los que sobresalen los perpetrados en mezquitas de la ciudad de Kabul (en junio y octubre) y en la occidental demarcación de Herat (en agosto), que dejaron un saldo total de casi 90 muertos y más de 100 heridos.
Esa comunidad, que representa el 20 por ciento de la población y se concentra fundamentalmente en la región central del país, ha sufrido el incremento de actos violentos en los últimos años, con un repunte después del verano de 2016 que suma hasta la fecha 10 atentados.
Los referidos sucesos sembraron tirantez y ansiedad en la población, y medios de prensa nacionales se refirieron a las medidas antiterroristas de la Policía como “potenciadoras de un ambiente de tensión”.
Las autoridades cortaron todas las carreteras de acceso al centro y prohibieron las manifestaciones y grandes reuniones, ante la posibilidad de ataques coordinados y explosiones durante congregaciones y protestas, de acuerdo con un comunicado de la Comandancia de Kabul.
A pesar de esas disposiciones, decenas de personas pidieron a la comunidad internacional “acciones prácticas” contra el terrorismo y exigieron la dimisión del presidente, Ashraf Gani, y del jefe del gobierno, Abdulá Abdulá, por “incapacidad para manejar la actual crisis”.
Para los expertos, los incidentes debilitarían todavía más al gobierno de unidad de ambos políticos, enfrentados en 2014 en unas elecciones salpicadas por acusaciones de fraude que resultaron en una alianza tras la intrusión de Estados Unidos.
Si bien esa realidad estremece y deteriora aún más el complejo contexto que ha caracterizado a Afganistán desde su propia génesis, existen otros aspectos igualmente dañinos y nebulosos.
Uno de ellos, la permanencia en suelo afgano de 13 mil 500 soldados –más de 8 mil estadunidenses– bajo el mando de la OTAN, que acantonó allí sus fuerzas desde 2001 con alegados fines de lucha antiterrorista y el objetivo de destronar al régimen talibán.
Inicialmente la cifra de uniformados alcanzó los 130 mil, procedentes de más de 50 países, pero con el fin de la misión en 2014 ésta fue transformada en asesoramiento, asistencia y adiestramiento de las fuerzas nacionales.
Pese a todo el poderío desplegado por Estados Unidos y la Alianza, la formación insurgente controla hoy casi la mitad del territorio nacional y genera un clima inestable que desafía al gobierno a ejercer competentemente su autoridad.
Fuertes enfrentamientos ocurren en casi todo el país en un intento del mando castrense por “limpiar” el territorio, pero encontraron una verdadera resistencia en los talibanes, que arreciaron sus acciones en abril último tras el lanzamiento de su ofensiva de primavera.
Al caos se suma el surgimiento de grupos terroristas y las denuncias sobre corrupción dentro de la propia administración de Ghani, a la que expertos califican de “títere y simbólica”.
Por otro lado está la política de Washington respecto al país centroasiático, esta vez con el tercer presidente desde el inicio de la ocupación, que se alejó de cualquier vía diplomática para solucionar el conflicto.
El 21 de agosto, Donald Trump reveló la nueva estrategia de su país para Afganistán, la cual contempla el incremento de efectivos militares y estará “guiada por las condiciones sobre el terreno”.
A juicio de analistas, la presencia en suelo afgano garantiza a Washington la consolidación de su estrategia política y económica en la región.
El mandatario, que durante su candidatura abogaba por la retirada de las tropas estadunidenses, sostuvo que el repliegue es inaceptable, pues dejaría un vacío de poder a los terroristas.
Asimismo expresó que quizás después de un esfuerzo militar efectivo, podría alcanzarse un acuerdo político que incluya los talibanes y Afganistán, posibilidad descartada por los insurgentes, quienes exigen la retirada de las tropas extranjeras como condición para establecer diálogos de paz con el gobierno del país centroasiático.
En respuesta a las nuevas directrices de la nación estadunidense, los talibanes advirtieron que Afganistán se convertirá en un cementerio para sus soldados.
“Trump se limita a perpetuar la conducta arrogante de presidentes anteriores, como George W Bush. Está desperdiciando soldados (…) Sabemos cómo defender nuestro país. No va a cambiar nada”, expresó esa formación en un comunicado.
Los talibanes y el gobierno sostuvieron un encuentro oficial en julio de 2015 pero el proceso quedó suspendido tras conocerse la muerte de su fundador, el mulá Omar, y desde entonces el movimiento se niega a dialogar.
Mientras, el engorroso conflicto promete años de penurias y los más vulnerables continúan pagando las consecuencias.
Decenas de miles de civiles perdieron la vida desde el inicio de la contienda, el 40 por ciento de ellos a causa de operaciones de grupos irregulares, sobre todo en las provincias de Kabul, Helmand, Kandahar y Nangarhar, según datos de la misión de Naciones Unidas en ese país. La cantidad estimada de desplazados internos al concluir 2017 fue de 450 mil, aunque ya en agosto superaban los 200 mil en 30 de las 34 provincias.
La zona con mayor flujo de desplazados internos es la región Norte, con el 41 por ciento, en tanto en la región oriental se registró un 17 por ciento.
El reporte también precisó que el 13 por ciento de ellos procede del Occidente, y un 22 del Sur y el Sureste, donde prevalecen las ofensivas militares.
Afganistán vivió otro año bajo la sombra de la conflagración y expertos aseguran que la solución a la crisis no ocurrirá en un futuro cercano.
De momento, la guerra impuesta por las fuerzas foráneas, los conflictos internos entre las propias comunidades étnicas, la creciente presencia del EI y su estrategia para conquistar terreno a toda costa, son algunos de los males que continuarán desgastando al país en 2018.
Ivette Hernández/Prensa Latina
[OPINIÓN]
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