Fran Araújo*/Centro de Colaboraciones Solidarias
Millones de personas viven a diario bajo la amenaza de la violencia armada y otros miles quedan mutilados, son torturados y se ven forzados a huir de sus hogares. La proliferación incontrolada de armas intensifica los conflictos, agrava la pobreza e incentiva las violaciones de los derechos humanos.
El objetivo de toda arma es la destrucción: cumplen su función cuando son activadas y destruyen con efectividad. Es una regla básica en toda película: siempre que aparece un revólver en alguna escena es porque más tarde va a ser utilizado.
Sobre este objetivo se sustenta una de las industrias más grandes y poderosas del mundo. No se puede argumentar que el cese de este tipo de actividades produciría una crisis financiera y el despido de miles de personas: al terminar la Segunda Guerra Mundial, muchas de las fábricas improvisadas para la producción de armamento se reconvirtieron a la elaboración de instrumentos agrícolas. En lugar de una crisis, esto dio lugar al resurgir agrícola, al desarrollo.
Con la caída del muro de Berlín, la carrera armamentística entró en una nueva etapa caracterizada por la reducción de la inversión. En la última década se ha disparado de manera preocupante. La nueva doctrina de seguridad a cualquier precio ha multiplicado la venta de armas en todo el mundo.
Desde 1999, los países de África, Asia y América Latina han gastado en armas una suma anual de cerca de 30 mil millones de dólares. Utilizados de otro modo, les habrían permitido estar en camino de cumplir los Objetivos de Desarrollo del Milenio. Con dicho importe se habría podido lograr la educación primaria universal y llevar a cabo una sensata educación de la sexualidad formando a las parejas para una paternidad/maternidad responsables. No se trata de una quimera, pero es preciso superar el absurdo mito de que la función fundamental de la sexualidad y hasta exclusiva en algunos planteamientos religiosos era la reproducción. Una vez más, una falacia nunca llegará a ser verdad por mucho que se repita, pero termina por ser creída por millones de personas. Cada dólar invertido en armamento es 1 dólar menos para un desarrollo endógeno, sostenible, equilibrado y global. A pesar de las persistentes crisis económicas y sociales, en América Latina las inversiones en el gasto militar han aumentado en los últimos años.
Si bien en algunos casos es necesario el gasto en armas para las necesidades legítimas de defensa, el contraste entre la predisposición a adquirir armas y el gasto directo en las necesidades de desarrollo es enorme. James Wolfensohn, cuando fue presidente del Banco Mundial, calificó como “desequilibrio determinante” el hecho de que el mundo gaste el triple de millones de dólares en defensa, que en subvenciones a la agricultura, a la educación, la salud y en ayuda a la lucha contra la contaminación del medio ambiente.
La comunidad internacional debe actuar de manera inmediata. Tomar medidas que controlen la fabricación y la exportación. El 40 por ciento de las armas se distribuye de manera ilegal y sin control. Resulta preocupante que los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas –Francia, Rusia, China, Reino Unido y Estados Unidos– realicen más del 60 por ciento de las exportaciones de armas convencionales en el mundo.
Se utilicen o no, las armas en manos criminales merman los derechos humanos y el desarrollo; reducen el espacio de negociación de la justicia y la paz, y limitan los incentivos para la cooperación, la tolerancia y el compromiso. Se pierde la confianza y se rompen las relaciones. Una destrucción que el mundo no se puede permitir.
Fran Araújo*/Centro de Colaboraciones Solidarias
[OPINIÓN]
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