La Habana, Cuba. La declaración del canciller maliense, Abdoulaye Diop, de que las incursiones en Libia en 2011 se ejecutaron “sin una visión estratégica, sin un plan y sin la capacidad de manejar las consecuencias”, revalúa hoy las consecuencias de aquellos ataques.
Tal campaña de acciones contra las tropas de líder Muamar Gadafi, asesinado en Sirte en noviembre de ese año, al parecer por individuos vinculados con los servicios secretos occidentales, muestra la existencia de una conspiración para crear un ambiente de desequilibrio subregional que a la larga posibilitaría la “recolonización” africana.
El asesino de Gadafi se infiltró en la turba que torturaba al coronel, a quien atraparon cuando trataba de escapar de su ciudad natal, Sirte, bombardeada por la aviación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
Omran Shaaban, de 22 años, fue uno de los hombres que capturó al líder y presuntamente lo mató, aunque ese acto también lo asumió Mohammad al-Bibi. Luego el primer ministro interino libio hizo referencia a que “un agente extranjero se mezcló” en la multitud y ultimó al líder.
Junto con las llamadas Primaveras Árabes (2010-2013), desmontar a la administración de Libia –país petrolero– certificó la reproducción en la política real del Proyecto del Gran Oriente, un propósito más de las doctrinas de Estados Unidos elaborado en el período de su invasión contra Irak en 2003.
La “recolonización” supone un nuevo reparto territorial que actualizaría en favor de Washington la distribución heredada de la Conferencia de Berlín (celebrada entre el 15 de noviembre de 1884 y el 26 de febrero de 1885), cuando se beneficiaron las potencias coloniales europeas y el objetivo primario fue apoderarse de zonas que facilitaran el comercio.
En la actualidad el proceso es también un acto de rapiña, pero lo que está en juego son las fuentes de energía, principalmente el petróleo, y mientras el resto de los competidores occidentales se enfrentan a problemas de sus excolonias, en general, Estados Unidos presenta un guion de reconquista sustentado en la guerra contra el terrorismo.
Todo ese rediseño se dirige a concretar una estrategia estadunidense de apoderarse del crudo y el gas natural del Medio Oriente, pero también del norte y el oeste africanos, a fin de controlar los desempeños económicos de China y la Unión Europea, y poder así presionarlos directamente en la arena internacional.
Para el canciller de Mali, hoy resulta difícil manejar las consecuencias de la guerra desatada contra Gadafi pues Libia es actualmente el principal punto de tránsito de los flujos migratorios hacia Europa, posee más de un millar de milicias armadas y –según se difundió recientemente– subasta esclavos abiertamente.
Destruir la Gran Yamahiria ya sentó precedentes que los países africanos observan con cierta preocupación, pues romper del dique libio inundó de problemas a la región del Sahel, como es el tráfico de armas y drogas, el descontrol migratorio y la emergencia de grupos extremistas de base confesional.
Si bien esa zona tiene graves dilemas, como es el subdesarrollo, con sus secuelas de hambre, miseria, ignorancia y violencia sectaria, entre otras, el saneamiento propuesto sobredimensionando el factor bélico hasta ahora se percibe como un remiendo en la desgarrada vida de los moradores.
Está demostrado que la opción bélica no lo resuelve todo en este complejo tablero subregional que es toda África occidental y en específico en la franja saheliana, donde el terrorismo (residual o no) amenaza con echar por tierra diversos modelos de gobierno.
Por ejemplo, la disposición maliense de fomentar la autoridad en todo el territorio nacional pasa hoy por el avance del proceso de paz del 2015 acordado con los tuareg, cuya rebelión en 2011 se conectó con el caos desatado por Occidente y sus aliados contra Libia. Ningún observador descarta los vínculos entre ambos sucesos.
Otro tema enlazado con esos hechos es que el alzamiento del Movimiento Nacional de Liberación del Azawad (MNLA) –tuareg– lo secuestraron grupos integristas de confesión islámica, que en estos tiempos atacan a las fuerzas armadas nacionales y a las tropas de la Misión de la ONU en el norte y centro del país.
No obstante, la opción militar aún se considera válida, así lo hicieron ver Estados Unidos, Francia y Rusia al comprometerse a aumentar su apoyo financiero y militar a la Fuerza Conjunta G5-Sahel, que integran Níger, Burkina Faso, Malí, Chad y Mauritania, para combatir el terrorismo y el crimen organizado.
Como en 2011 la campaña de bombardeos franceses y británicos que ayudaron a derrocar a Muamar Gadafi, generaron el caos y multiplicaron la violencia, hoy algunos analistas como Benedetta Di Matteo estiman que “los esfuerzos militares sin una estrategia de desarrollo más amplia podrían agravar los riesgos de seguridad”.
París tiene una presencia militar en Malí desde 2013 con la operación Barkhane, que incluyó el despliegue en el Sahel de cuatro mil hombres dedicados a la lucha antiterrorista.
Antes aplicó la operación Serval, pero ese año la ONU articuló la Misión Multidimensional de Estabilización Integrada en Malí (Minusma), ahora con resultados modestos en la reducción de la actividad de las formaciones integristas.
Francia, exmetrópoli influyente en la franja saheliana, sin negar su apoyo a la guerra contra el terrorismo, como lo expresó a sus homólogos en la subregión en presidente, Enmanuel Macron, podría tomar en cuenta otras consideraciones en su desempeño allí, algo muy interesante en el momento en que ese escenario hierve.
El jefe del Estado Mayor del Ejército, François Lecointre, dijo en París a Le Journal du Dimanche acerca de la operación Barkane,: “(…)voy a intensificar el apoyo a nuestros socios del G5-Sahel para que ellos sean cada vez más autónomos, y trataré de reducir el mayor nivel posible mi presencia en (ese) suelo”, decisión que deberá tener repercusión luego de la cumbre de la Unión Africana y la Unión Europea en Abiyán, Costa de Marfil.
Julio Morejón/Prensa Latina
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