Opinión

Ataques de Washington al mundo y a su propio pueblo

Segunda parte. El gobierno demócrata de Joe Biden continuó sus agresiones contra la población de su propio país y del mundo. Durante 2024, Estados Unidos lanzó una serie de bombardeos aéreos sobre 85 objetivos en Irak y Siria, donde murieron al menos 54 combatientes. Además, ejecutó 125 ataques adicionales contra grupos militantes, y en diciembre de ese mismo año realizó 70 ofensivas aéreas en el centro de Siria contra posiciones del autodenominado Estado Islámico (ISIS).

Los bombardeos sobre Yemen comenzaron la mañana del 12 de enero de 2024, cuando Estados Unidos y Reino Unido lanzaron una ofensiva conjunta contra los hutíes. En cuestión de días, los ataques alcanzaron zonas civiles y centros de infraestructura estratégica.

En paralelo, el Senado estadunidense aprobó en febrero un paquete de ayuda exterior por 95 mil 300 millones de dólares, destinado principalmente a Ucrania e Israel.

Washington no solo respaldó económicamente la guerra, sino que alentó al régimen sionista a extender sus operaciones militares hacia otros territorios, además de reforzar su apoyo incondicional al genocidio en Gaza. Así, el 20 de julio de 2024, aviones israelíes bombardearon los puertos de Hodeida y Ras Isa en Yemen. Dejaron 15 muertos y 42 heridos.

Las armas fabricadas en Estados Unidos no solo sostienen conflictos en distintas regiones del planeta, también alimentan la violencia estructural que obliga a miles de personas a huir de sus países. Asimismo, ese mismo aparato militar-industrial que inunda al mundo de armas criminaliza la migración, para después usar a las y los migrantes como mano de obra barata, presionando los salarios de la clase trabajadora dentro de su propio territorio

Las guerras que Estados Unidos promueve en el extranjero tienen un reflejo directo en su interior. El mismo país que se autoproclama defensor de los derechos humanos es incapaz de garantizar el derecho a la vida de su propia población. Las armas que produce y exporta al mundo son las mismas que inundan sus calles, donde los tiroteos masivos se han vuelto rutina; y los muertos, una estadística más.

A la violencia externa se suma la desigualdad interna. Mientras destina miles de millones de dólares a sostener guerras, el gobierno reduce programas sociales y mantiene a millones de familias en la precariedad. La pobreza estructural, la discriminación racial y la falta de acceso a la salud y la educación revelan el verdadero rostro del sistema que Biden y sus antecesores defienden con discursos vacíos.

Las comunidades migrantes, en especial las latinoamericanas, cargan con el peso de estas contradicciones. El discurso oficial promete oportunidades, pero la realidad se impone con redadas, deportaciones y leyes cada vez más restrictivas. Los mismos migrantes que sostienen sectores enteros de la economía son perseguidos y tratados como amenaza.

La frontera sur se ha convertido en una zona de guerra no declarada. Los muros, las patrullas fronterizas y los centros de detención son parte de una maquinaria que niega humanidad a quienes buscan sobrevivir. Mientras tanto, las remesas que envían a sus países de origen son celebradas como éxito económico, sin reconocer el costo humano que implican.

Estados Unidos exporta guerras, pero también importa sufrimiento. Sus políticas migratorias, raciales y de seguridad reproducen hacia adentro el mismo autoritarismo que ejerce fuera. Cada bomba lanzada en el extranjero encuentra su eco en la marginación, la pobreza y el racismo que padecen millones dentro de sus fronteras.

El movimiento social “No a los Reyes” surgió como una poderosa manifestación de hartazgo ante el autoritarismo de Donald Trump. En más de 2 mil 600 ciudades de la Unión Americana, alrededor de 7 millones de personas salieron a las calles para rechazar la política represiva del mandatario, casi un año después de su victoria electoral.

No se trató solo de un acto de protesta, sino de una expresión masiva de descontento ante el estilo de gobierno que, desde su inicio, mostró desprecio por la democracia, la justicia y los derechos humanos.

Más que un “rey”, Trump se comportó como un dictador desequilibrado. Su visión del poder estaba marcada por el impulso, la amenaza y el chantaje. Las guerras comerciales que desató afectaron a todo el planeta, y México no fue la excepción.

Desde que asumió la presidencia, el 20 de enero, impuso presiones arancelarias, fijó plazos perentorios y usó la economía como instrumento de castigo. Su comportamiento bipolar generó un clima de incertidumbre que trastocó los cimientos del comercio internacional.

Ningún país podía confiar en la estabilidad de sus acuerdos con él. Solo excepciones, como la del presidente argentino Javier Milei, parecían celebrar sus exabruptos. El resto del mundo miraba con recelo a un mandatario capaz de modificar o cancelar tratados comerciales, políticos o de paz según su estado de ánimo o sus intereses financieros.

El panorama se tornó más preocupante cuando, en vísperas de la renegociación del tratado trilateral de libre comercio, el T-MEC, prevista para julio del próximo año, Trump y varios miembros de su gabinete comenzaron a insinuar la posibilidad de reemplazarlo por acuerdos bilaterales.

Aquella declaración ponía en riesgo no solo la estabilidad económica de México, sino también el principio de cooperación regional sobre el cual se había edificado la relación entre los tres países.

La política exterior de Trump fue un reflejo de su mentalidad autoritaria. El 13 de octubre, apenas firmados los tratados de paz para detener la masacre en la Franja de Gaza, el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu rompió el acuerdo y reanudó los ataques contra la población civil bajo el argumento de responder a incursiones de Hamas.

La tinta de la firma aún no se había secado cuando los documentos quedaron manchados de sangre. Los bombardeos de las Fuerzas de Defensa Israelí causaron 97 muertos y 230 heridos. En lugar de condenar la violación a la tregua, Trump culpó a Hamas de romper los acuerdos y absolvió a su aliado israelí.

Ese episodio mostró, una vez más, la falta de coherencia del mandatario estadounidense, su desprecio por el derecho internacional y su doble moral. Trump demostró que no respeta ni los derechos civiles de sus propios ciudadanos, ni los acuerdos de paz que él mismo impulsa, mucho menos los tratados comerciales regidos por las normas internacionales.

Ante esta evidencia, surge una pregunta inevitable: ¿Quién puede garantizar que un personaje con tales características no decida cancelar el T-MEC por mero capricho o por conveniencia electoral? El destino del comercio continental pende de los vaivenes de un dirigente impredecible, capaz de modificar el rumbo económico de tres naciones con un solo tuit.

El próximo 16 de noviembre vencerá el plazo para que los distintos sectores del país, incluido el laboral, presenten observaciones y propuestas respecto a los avances alcanzados en la aplicación del T-MEC, con miras a su revisión formal el primero de julio de 2026.

Ese proceso será determinante para el futuro de la relación comercial con América del Norte y pondrá a prueba la capacidad del gobierno mexicano para defender sus intereses frente a un escenario político cambiante y potencialmente hostil.

Ante este contexto, resulta indispensable que México se prepare para cualquier eventualidad. No puede descartarse que Trump, fiel a su estilo, intente poner fin a la vigencia del tratado o imponer condiciones bilaterales que favorezcan sus objetivos políticos y económicos. De ahí la importancia de que, en los próximos consensos, se incluyan alternativas realistas en caso de una ruptura o de una renegociación forzada.

Tampoco debería sorprender a nadie –ni en Canadá ni en México– si el exmandatario cumple su amenaza de cancelar el acuerdo. No sería la primera vez que califica el T-MEC como “el peor tratado jamás firmado”. Su desprecio por los compromisos multilaterales y su tendencia al aislamiento económico lo convierten en una amenaza permanente para la estabilidad regional.

Es cierto que Estados Unidos sigue siendo el principal destino de las exportaciones mexicanas. Sin embargo, esa dependencia no debe hacer olvidar que México posee un mercado interno de más de 120 millones de consumidores, una base suficiente para impulsar un desarrollo sostenido.

El propio Fondo Monetario Internacional reconoce al país como la duodécima economía más grande del mundo, con un potencial capaz de sostenerse incluso ante un escenario de fricción comercial con su principal socio.

En este mismo espacio se ha insistido en la necesidad de que, en la revisión del tratado, se alcance una mayor simetría entre los socios. En particular, sería fundamental que los mecanismos laborales establecidos en el T-MEC se extiendan a la defensa de los derechos de los migrantes, un tema que Washington difícilmente aceptará discutir. La protección de los trabajadores mexicanos que viven y laboran en Estados Unidos debería ser una prioridad diplomática, no solo una demanda moral.

Las amenazas de deportaciones masivas, aunque se han atenuado por la presión de sectores económicos estadounidenses como la construcción, la hotelería, la agricultura y los servicios, continúan siendo un arma política de chantaje. Trump las usa como instrumento para presionar a México, aun sabiendo que su economía depende de la mano de obra migrante que sostiene buena parte de su producción.

La presidenta Claudia Sheinbaum lo recordó con claridad al presentar las cifras de las remesas enviadas por las y los trabajadores mexicanos desde la Unión Americana. Tan solo en 2024, alcanzaron los 65 mil millones de dólares. Sin embargo, esa cifra representa apenas una quinta parte del valor total que los migrantes generan para la economía estadunidense mediante ahorro, consumo e impuestos.

En conjunto, los connacionales aportan más de 260 mil millones de dólares al año a su país de residencia. Es un flujo económico colosal que, paradójicamente, se mantiene al margen de cualquier reconocimiento o política de reciprocidad.

Por eso, el gobierno mexicano debe anticiparse a los posibles escenarios. Las crisis, cuando se enfrentan con inteligencia, pueden abrir nuevas rutas de fortalecimiento económico y político.

México no depende únicamente del T-MEC: mantiene 12 tratados de libre comercio con 46 países, 32 acuerdos para la promoción y protección recíproca de inversiones y nueve acuerdos de alcance limitado, entre ellos los de Complementación Económica y Alcance Parcial. Ese entramado comercial representa una oportunidad estratégica que no debe subestimarse.

A través de estos convenios, el país tiene acceso potencial a un mercado superior a mil millones de consumidores, equivalente al 60 por ciento del PIB mundial.

Aprovechar esas alternativas no significa abandonar la relación con América del Norte, sino diversificarla. Es el momento de mirar hacia otras regiones, fortalecer alianzas y construir un Plan B que garantice estabilidad ante la volatilidad de la política estadounidense.

La revisión del T-MEC, que podría coincidir con el inicio de la segunda administración de Donald Trump, abre un escenario de incertidumbre para América del Norte. Sin embargo, también representa una oportunidad para que México consolide su soberanía económica y fortalezca sus alianzas estratégicas. Ante esa posibilidad, el gobierno encabezado por Claudia Sheinbaum ha comenzado a delinear una estrategia integral que combina diplomacia, desarrollo interno y diversificación comercial.

En este contexto, la presidenta ha puesto énfasis en mantener un diálogo constante con los sectores productivos nacionales. El Consejo Asesor Empresarial, conformado por representantes de las principales cámaras y asociaciones, busca garantizar que las decisiones de política exterior y económica respondan tanto a los intereses nacionales como a la realidad del mercado global. La cooperación entre gobierno e iniciativa privada será esencial para enfrentar un eventual replanteamiento del acuerdo.

Las políticas de relocalización industrial y de impulso a las cadenas productivas en el país han cobrado una relevancia inédita. La apuesta por el nearshoring –la instalación de empresas extranjeras que buscan producir más cerca del mercado estadunidense– puede convertirse en una herramienta de fortalecimiento interno si se administra con visión soberana. No se trata únicamente de atraer inversión, sino de aprovecharla para elevar el nivel tecnológico, crear empleos bien remunerados y aumentar el contenido nacional en las exportaciones.

El desafío será garantizar que la relocalización no reproduzca esquemas de dependencia ni genere nuevas desigualdades regionales. Por eso, el gobierno ha insistido en que el nearshoring debe ir acompañado de políticas de infraestructura, capacitación laboral y sostenibilidad ambiental. Sheinbaum ha reiterado que México no será un simple patio trasero de la industria estadounidense, sino un socio con capacidad de decisión y desarrollo propio.

En paralelo, la administración mexicana mantiene una política exterior activa que busca consolidar su posición dentro de América Latina y el Caribe. La cooperación energética con Brasil, los acuerdos de tecnología con Argentina y las alianzas de salud y educación con Cuba son ejemplos de una visión más amplia que rebasa la relación con Estados Unidos. El objetivo es construir un entramado regional que permita resistir presiones externas y generar alternativas de desarrollo compartido.

La diversificación comercial, además, es una necesidad estratégica. Europa, Asia y África representan mercados crecientes donde México puede insertarse con ventajas competitivas si combina innovación, estabilidad política y certidumbre jurídica. La experiencia acumulada durante tres décadas de apertura comercial le permite al país negociar en condiciones más maduras, con un aprendizaje institucional que debe aprovecharse para evitar errores del pasado.

Por otro lado, el gobierno reconoce que la política económica no puede desligarse de la justicia social. Sheinbaum ha señalado que el crecimiento solo será sostenible si va acompañado de bienestar. Por eso, la nueva etapa del desarrollo mexicano se apoya en pilares como el fortalecimiento del salario mínimo, la seguridad laboral, la transición energética justa y la recuperación del campo. El propósito es romper con la idea de que la competitividad se basa en la precariedad.

Esa visión también plantea una nueva relación con la inversión extranjera. México busca atraer capital, pero bajo reglas claras: respeto a la soberanía, cumplimiento fiscal y compromiso ambiental. En este sentido, los nuevos proyectos de infraestructura –como el corredor interoceánico del Istmo de Tehuantepec y las expansiones ferroviarias hacia el norte y el sureste– se conciben no solo como motores económicos, sino como instrumentos de integración territorial y equilibrio regional.

El contexto internacional no será fácil. Trump, en su retorno al poder, podría intentar revivir políticas de presión comercial y militar para reafirmar el dominio estadounidense. Sin embargo, el mundo de 2025 ya no es el mismo que aquel en que impuso su primer mandato.

China, India, Rusia y los países del BRICS han ampliado su influencia, mientras Europa enfrenta divisiones internas. En ese tablero global, México puede convertirse en un actor estratégico si combina prudencia diplomática con firmeza política.

La clave estará en mantener una política exterior independiente, basada en el respeto al derecho internacional, la cooperación y la autodeterminación de los pueblos. En medio de la confrontación entre potencias, México debe reafirmar su papel como promotor del diálogo, la paz y la justicia global. Esa es la herencia diplomática del país y, a la vez, su mejor defensa frente a los intentos de sometimiento.

A lo largo de su historia, Estados Unidos ha intentado sostener su hegemonía mediante la guerra, el control económico y la manipulación política. No importa si gobiernan demócratas o republicanos: ambos partidos responden a los mismos intereses imperiales.

Lo que cambia son los métodos, no los fines. Mientras unos justifican sus intervenciones con discursos de “democracia” o “derechos humanos”, otros lo hacen abiertamente desde la imposición y la fuerza. En ambos casos, los pueblos del mundo pagan las consecuencias.

La agresividad exterior de Washington no puede entenderse sin su propia crisis interna. La desigualdad social, el racismo estructural, la violencia armada y la pobreza creciente revelan el desgaste del modelo capitalista estadounidense.

A medida que se agravan sus contradicciones, el sistema busca válvulas de escape en el exterior: guerras, sanciones, bloqueos y políticas de dominación. Es una estrategia para mantener su poder económico y distraer a su población del colapso interno.

Pero los pueblos no son los mismos que antes. En América Latina, África, Asia y Europa emergen nuevas voces que reclaman independencia, justicia y dignidad. El rechazo al intervencionismo se ha convertido en una bandera común que une a naciones diversas.

Desde las calles de Nueva York hasta las avenidas de Buenos Aires, miles de personas se manifiestan contra las guerras y los genocidios impulsados por las potencias occidentales. Las redes sociales amplifican esas voces, creando una conciencia global que desafía la narrativa dominante.

En ese escenario, México ocupa un lugar decisivo. Por su posición geográfica, su peso económico y su historia de resistencia, el país tiene la posibilidad de convertirse en un eje de equilibrio entre el Norte y el Sur. Para ello, necesita fortalecer su soberanía política, proteger sus recursos naturales y consolidar una política exterior independiente que no se someta a los dictados de Washington.

El reto es enorme. Las amenazas militares, las presiones económicas y la guerra mediática contra los gobiernos que no se alinean con los intereses de Estados Unidos seguirán intensificándose. Sin embargo, también crece la conciencia de que ningún país puede seguir dependiendo de un solo mercado, de una sola potencia o de una sola forma de entender el desarrollo.

México y América Latina tienen ante sí la oportunidad histórica de construir un proyecto común de integración, basado en la cooperación y la justicia social. La Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) puede ser el espacio desde el cual se articulen políticas de defensa regional, estrategias energéticas compartidas y acuerdos comerciales más equitativos. La unión regional no debe ser solo un ideal político, sino una necesidad práctica frente a un mundo cada vez más inestable.

El siglo XXI exige una nueva visión del poder. Ya no basta con resistir: es necesario proponer alternativas que pongan la vida, la dignidad y la soberanía por encima del lucro y la dominación. Los pueblos del Sur global han aprendido, a costa de su dolor y su historia, que no hay justicia posible bajo el yugo imperial.

Mientras Washington persista en su papel de gendarme del mundo, cada nación deberá decidir si se somete o se emancipa. México, por su historia y su vocación libertaria, está llamado a ser ejemplo de independencia y solidaridad. La defensa de su soberanía no es un acto de confrontación, sino un derecho legítimo frente a quienes buscan imponer su voluntad a sangre y fuego.

La lucha por la paz, la justicia y la autodeterminación no pertenece a un solo país, sino a todos los pueblos que se niegan a ser dominados. Esa es la tarea de nuestro tiempo: construir un orden mundial más justo, libre y verdaderamente humano.

Pablo Moctezuma Barragán*

*Doctor en estudios urbanos, politólogo, historiador y militante social

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Pablo Moctezuma Barragán

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