Que siga ignorando la reacción las potencias con que nosotros combatimos, que siga ignorando que las fuerzas morales no pueden ser vencidas nunca por las fuerzas materiales, que podrán vencer a la materia misma; pero que nunca vencerán jamás al espíritu
Álvaro Obregón, discurso pronunciado el 24 de abril de 1928 en Veracruz
El martes 17 de julio de 1928, en el restaurante La Bombilla, de San Ángel, fue asesinado el entonces presidente electo de México, el general Álvaro Obregón, por José de León Toral, quien militaba en grupos católicos que formaban parte del bando cristero, entonces en guerra con el gobierno.
Aunque no se han esclarecido todas las circunstancias del crimen, ni su trasfondo político, el episodio es emblemático del sacrificio de muchos revolucionarios en manos de los fanáticos, precursores de la derecha hoy en el poder, que en ese tiempo se oponían con las armas al Estado laico.
Nacido en 1901, en San Luis Potosí, Toral pertenecía a grupos como la Asociación Católica de la Juventud Mexicana y la Liga Defensora de la Libertad Religiosa, de la que era uno de los dirigentes locales en la ciudad de México.
En esos círculos se pregonaba la lucha armada, el terrorismo e incluso el asesinato de Calles y de Obregón como medios para hacer prevalecer la autoridad del clero en México.
Cuando Calles le preguntó a Toral por qué había cometido el crimen, le respondió: “…para que Cristo pudiera reinar en México”.
Durante el juicio, Toral afirmó que había actuado llevado por su celo religioso, y que antes del asesinato le pedía a su dios (el dios de los asesinos) que sus balas le dieran a su víctima en el corazón, como señal de que el general (no su asesino) se había “arrepentido” de sus actos.
“Cuando supe que dos de mis balazos le dieron en el corazón, fue una impresión la que tuve hermosísima: un consuelo tremendo” (El jurado de Toral y la madre Conchita, versión taquigráfica, textual, Alducín y de Llano, México, sf, volumen 1, p. 95).
Según Toral, ese hecho era la señal de que dios había escuchado sus plegarias.
Reiteró en sus declaraciones: “…estoy seguro enteramente, sin ninguna prueba material ni celeste, de que era una misión de Dios…yo tenía la plena seguridad de que, con la muerte del general Obregón, se arreglaría la cosa en México”.
Toral no se cuestionó cómo un dios tan bueno le ordenaba asesinar alevosa y premeditadamente, a balazos, a una persona que además carecía de un brazo, como el general Obregón.
El presidente del jurado sí le preguntó si sabía que al general Obregón le faltaba el brazo derecho, a lo que Toral dio una respuesta ridícula: “En ese momento no me acordé…”.
También dijo que igual habría matado a Calles, de haber tenido la oportunidad; “pero no pensé matar a muchos”. Toral fue ejecutado el 9 de febrero de 1929.
Como señala Taracena: “Es Toral el tipo perfecto del fariseo santurrón, pues sus cortos alcances le impiden comprender que matar, aun con el pensamiento, está en pugna con la doctrina de amor de Jesús…” (La verdadera revolución mexicana 1928-29, Porrúa, México, 1992, p. 108).
Sin embargo, cuando abandonó su casa el 16 de julio, decidido a cometer el asesinato, Toral llevaba entre sus cosas, además de su pistola, su cuaderno de dibujo, y su cámara fotográfica, su libro de misa y el titulado Jesús, rey de amor.
Taracena hace notar cómo, en contraste con la facilidad con que Toral justificaba y ejecutaba la muerte de otros, se horrorizaba ante lo que juzgaba como transgresiones a la moral sexual.
En la Academia de San Carlos, donde Toral estuvo estudiando pintura, era fama que, en la clase de modelaje, “antes de entrar, preguntaba si el modelo era hombre o mujer. Cuando le mentían que era hombre y se veía frente a una mujer desnuda, se retiraba a un rincón a santiguarse y a pedir perdón a Dios”.
En la cárcel, Toral escribió muchas cuartillas, lo mismo para dirigirse a “Jesús rebueno”, a quien ubicaba en “cielópolis”, que para predicar contra las “modas obscenas”.
Reprobaba que las mujeres usaran telas transparentes, escotes o que enseñaran los brazos o los muslos pues, según él, eso ofendía a Dios.
Toral entendía que la finalidad principal del matrimonio era “dar soldados fieles a la Iglesia de Dios”.
Aunque la jerarquía católica y sus defensores se decían víctimas de una “persecución” por parte de las autoridades, lo cierto es que Obregón había sido objeto de una verdadera cacería por parte de los fanáticos.
El 13 de noviembre de 1927, activistas católicos, conocidos de Toral, entre ellos Luis Segura Vilchis, habían tratado de asesinar a Obregón con una bomba, arrojándola a su automóvil, cuando transitaba por la avenida Jalisco, hoy Álvaro Obregón.
La religiosa Concepción Acevedo de la Llata, la madre Conchita, quien fue condenada como instigadora del crimen, influía sobre Toral y sobre otros fanáticos como Carlos Castro Balda (con quien años después contrajo matrimonio en las Islas Marías) y la joven María Elena Manzano.
En un frustrado atentado, Castro Balda había colocado explosivos en los baños de la Cámara de Diputados, mientras que Manzano había participado en un proyecto para asesinar a Obregón y a Calles con una lanceta envenenada, durante un baile en Celaya, Guanajuato.
El 14 de julio, el sacerdote Aurelio José Jiménez Palacios, quien tuvo intensa actividad en la formación de grupos cristeros, y era amigo muy cercano de Toral, bendijo la pistola Star con la que éste le disparó a Obregón.
Como indica Alfonso Taracena, esa arma, perteneciente a Manuel Trejo Morales, otro amigo de Toral, había llegado al país en un lote comprado por Celestino Gasca, político muy amigo del encumbrado callista Luis N Morones (La verdadera Revolución Mexicana, 1928-29, Porrúa, México, 1992, p. 104).
Ése y otros hechos han motivado suspicacias acerca de un trasfondo político del crimen, aunque es innegable la directa participación que en él tuvo el sector clerical. Por ejemplo, la posibilidad que tuvo Toral de acercarse a Obregón para matarlo durante un banquete, para lo que fingió que iba a hacerle una caricatura.
En el juicio, el defensor de Toral, Demetrio Sodi, alegó que el cadáver de Obregón mostraba orificios de proyectiles de tres calibres diferentes, es decir, que no sólo Toral le disparó, pero esa evidencia se dejó de lado, dando preferencia a la confesión de Toral, de que había actuado solo.
En 1935, se erigió el monumento a la memoria de Álvaro Obregón, en el jardín de La Bombilla, en San Ángel, donde se exhibía en un frasco de formol el brazo que el caudillo perdió en una batalla en 1915.
En 1989, el gobierno de Salinas de Gortari, mandatario que inició la embestida derechista contra la memoria de los héroes, mandó quemar el brazo, cuyas cenizas fueron inhumadas en Huatabampo, junto a los restos del caudillo (Milenio, 30 de enero de 2010).
Los restos de Toral están enterrados en el panteón español, pero no descansa con él quien fuera su esposa, Paz Martín del Campo, que en 1932 se casó con Rosendo Vázquez, con quien tuvo un hijo (Excélsior, 7 de febrero de 1935).
Algunos descendientes de Toral siguen considerándolo un santo, y hasta han promovido su canonización. Para su hija, la religiosa Esperanza de León Toral, el asesino de Obregón fue “un héroe que ofreció su vida por la causa de Cristo. Para mí y para mi familia, está en lo más alto del cielo” (Proceso 1275, 8 de abril de 2010).
Toral fue una de las personas que en aquella época peleó contra la Revolución, recurriendo incluso al asesinato, en defensa del clero y de sus creencias supersticiosas.
*Maestro en filosofía; especialista en estudios acerca de la derecha política en México
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