Hace poco más de 1 año aconteció el seguimiento mediático e informativo de la “crisis humanitaria de los niños migrantes centroamericanos” que, sin muchas alusiones explícitas a los contextos de precariedad y larga génesis histórica de un proceso de movilidad humana en situaciones de una excesiva vulnerabilidad, hacía el recuento de la migración de decenas de miles de niños centroamericanos –originarios principalmente de Honduras, Guatemala y El Salvador–, que durante su tránsito por México para llegar a Estados Unidos sufrían y sufren múltiples agravios y abusos; particularmente en el caso de estos niños, las violaciones constantes de sus derechos humanos acontecen en torno a sus múltiples características como sujetos sociales en situaciones de marginación social e inseguridad: tanto porque son niños sin acompañamiento –de sus familiares–, como por ser migrantes en tránsito carentes de documentos migratorios y, además, tener condiciones de pobreza con bajos niveles de escolaridad y sin conocimiento de sus derechos (“Niños migrantes centroamericanos: indiferencia e incomodidad estatales”, Contralínea 427).
A raíz de esta grave situación de crisis humanitaria en la frontera México-Estados Unidos, el gobierno mexicano puso en marcha con relativa rapidez el Programa Integral Frontera Sur (PIFS) que, a decir de las autoridades mexicanas, era una iniciativa de manejo integral y se focalizaría especialmente en el ámbito geográfico de los estados del Sur del país con frontera internacional (Tabasco, Campeche, Quintana Roo y principalmente en Chiapas). Discursivamente, el PIFS tuvo como uno de sus objetivos fundamentales “una frontera próspera, moderna, segura, con flujos migratorios ordenados y con pleno respeto a los derechos humanos” (www.presidencia.gob.mx/articulos-prensa/pone-en-marcha-el-presidente-enrique-pena-nieto-el-programa-frontera-sur/).
No obstante, más allá de lo asentado en los discursos oficiales y desde una perspectiva de securitización y criminalización de los migrantes, una de las medidas que de facto caracterizan al PIFS ha sido el control de los puntos fronterizos donde los centroamericanos subían al tren (La Bestia) e iniciaban su travesía por México. Sin embargo, los migrantes no se fueron o desaparecieron; tampoco cesó esta masiva migración, ni las miles de violaciones a los derechos humanos de los migrantes; lo que aconteció es que dejaron de ser claramente visibles tanto estas multitudinarias dinámicas de movilidad humana como todo el conjunto de agravios y agresiones que sufrían los migrantes en su paso por México. Pero la marginación, la exclusión y la violencia continuaron e, incluso, se acrecentaron.
Si bien a raíz de estas políticas gubernamentales de vigilancia y securitización fronteriza ha disminuido el número de migrantes que usan La Bestia como medio de transporte, se han disparado dos procesos derivados de lo anterior: a) han crecido exponencialmente las detenciones y deportaciones de centroamericanos; b) así como han surgido rutas alternas y más peligrosas –donde la propensión a que se cometan delitos e ilícitos es mucho más elevada–; de hecho, la evidencia y testimonios recabados por grupos y organismos en pro de los derechos de los migrantes sugiere que en estas rutas alternas y menos visibles se acrecienta la vulnerabilidad de los centroamericanos y se comete un mayor número de crímenes.
A raíz del PIFS, la migración de centroamericanos pareció disminuir y salir de escena. No obstante, desde hace algunos meses, debido a la difusión de noticias y testimonios de vejaciones cometidos por autoridades gubernamentales y miembros de grupos del crimen organizado, la migración de centroamericanos en tránsito vuelve a “hacerse visible” y a estar presente en las denuncias de organizaciones de defensa de los derechos de los migrantes y en ciertos medios de comunicación e información.
A semejanza de lo que han señalado diversos estudios e investigaciones para el caso de los procesos de movilidad geográfica sin documentos migratorios de corte laboral y transfronterizo de mexicanos, la migración de centroamericanos está relacionada y estimulada por los contextos específicos de marginación histórico-estructural de los lugares de origen, que en muchos casos pueden estar vinculados a condiciones de existencia de clara precariedad económico-material como la extrema pobreza, el encarecimiento de la vida y la ausencia de oportunidades de empleo (Honduras, El Salvador y Guatemala); y, en otras ocasiones, definidas por coyunturas de violencia relacionadas a diversos entornos e historias de conflicto social (el golpe de Estado en Honduras y los altos índices de criminalidad en ese país, las guerras del siglo pasado de El Salvador y Guatemala, las pugnas entre pandillas, el crimen organizado, paramilitares, etcétera).
No obstante, lo que se muestra como una constante para la mayoría de estos migrantes, que se caracterizan por ser jóvenes con poca escolaridad (con la instrucción básica incompleta) y muchos vinculados laboralmente al sector primario de la economía (principalmente a las actividades agrícolas y campesinas), es que en sus comunidades de origen no tienen opción reales de un porvenir y un proyecto de vida, ya sea que no cuenten con un trabajo justo y bien remunerado o que carezcan de condiciones de existencia que les garanticen su integridad física y el derecho a la vida (“Niños migrantes centroamericanos: indiferencia e incomodidad estatales”, Contralínea 427). De facto, estos jóvenes están en condiciones de una aguda vulnerabilidad socio-económica y de seguridad, entendiendo por vulnerabilidad la posibilidad real de que en diferentes niveles y debido y a causa de múltiples actores e instituciones, sus derechos humanos, sociales, laborales, a la vida, etcétera, no sean respetados a cabalidad o de facto sean abiertamente transgredidos. En este adverso contexto, la migración aparece como una de las posibles alternativas para hacer frente a estos escenarios de acentuada vulnerabilidad.
Sin embargo, de acuerdo con lo documentado por diversas organizaciones, durante la travesía migratoria, y especialmente una vez que ingresan a México, la posibilidad que tienen los migrantes de sufrir algún agravio y/o abuso es muy alta. Esta propensión a sufrir algún tipo de agresión se ha incrementado significativamente desde la entrada en vigor del PIFS en julio del 2014, en razón de que los migrantes, a fin de evitar los puntos de control y detección que las autoridades mexicanas instalaron en los sitios próximos a las vías del tren, se internan en nuevas rutas donde están todavía más desprotegidos e invisibilizados, sin la ayuda de los grupos y organizaciones humanitarias. Esta vulnerabilidad es aún mayor si se trata de niños y mujeres; particularmente las mujeres tienen más riesgo de sufrir ilícitos como la trata y tráfico de personas, explotación, violación y abuso sexual.
De este modo, en razón de sus características como sujetos sociales, son varios los niveles de vulnerabilidad de los cetroamericanos: por ser migrantes en tránsito en una situación irregular y no contar con documentación migratoria, por estar en condiciones de aguda precariedad material y verse obligados a salir a buscar trabajo, por la incompleta formación escolar con que cuentan y el desconocimiento de sus derechos, y por no contar con información sobre el sistema de justicia mexicano. Cabe apuntar que, los agravios aunque se dirigen principalmente a los migrantes, también tocan y han alcanzado a los grupos y organizaciones en defensa de los derechos de los migrantes. Por otra parte, desde su inicio y hasta la fecha, con el PIFS se han multiplicado exponencialmente el número de deportaciones. Según datos de la Red de Documentación de las Organizaciones Defensoras de Migrantes (Redodem), de 77 mil 953 migrantes deportados en 2013, se pasó, en sólo 1 año, a 107 mil migrantes para 2014; y para el caso específico de los niños migrantes no acompañados, se incrementaron en 541 por ciento el número de deportaciones.
Desde hace más de 1 década, y ahora concentrados principalmente en tres estados (Chiapas, Oaxaca y Veracruz), la gama de delitos de la que pueden ser víctimas los migrantes centroamericanos en su tránsito por México es vasta y comprende desde el robo y la extorsión –que son por mucho los crímenes más frecuentes–, hasta lesiones, privación ilegal de la libertad, secuestro, sobornos, tráfico de personas, abuso y violación sexual, homicidio, abuso de autoridad, entre otros. De acuerdo con la Redodem, estos ilícitos son perpetrados, en primer lugar, por diversos grupos e individuos del crimen organizado –que son responsables de la mitad de los crímenes–, en la segunda posición están los particulares –con uno de cada cuatro crímenes– y en el tercer sitio las autoridades –de diverso tipo: federales, estatales y/o municipales, que en conjunto son responsables de uno de cada cinco crímenes–. Como ya desde antes del PIFS, ciertos grupos e individuos de las autoridades de distintos niveles del gobierno mexicano, en tanto no hacen cumplir el respeto de las normas jurídicas y además agreden a los centroamericanos en su tránsito por México, son y han sido juez y parte de estos escenarios de violencia y vulnerabilidad de los migrantes; los agentes y funcionarios corruptos son coparticipes y cómplices de las prácticas criminales. En este tenor, y a semejanza de lo que acontece en otros derroteros de las relaciones del Estado mexicano hacia los grupos sociales, la impunidad –como la abierta permisibilidad de la violación constante y estructural de la ley y del ejercicio de los derechos– es una de las características distintivas y endémicas de las políticas migratorias. En resumen, el PIFS está muy lejos de defender y velar por los migrantes centroamericanos en tránsito por México.
Guillermo Castillo*
*Maestro y doctor en antropología; autor de proyectos de investigación posdoctoral en antropología, con líneas de trabajo en migración nacional e internacional y procesos de movilidad geográfica de grupos indígenas y campesinos en México
[BLOQUE: OPINIÓN] [SECCIÓN: ARTÍCULO]
Contralínea 453 / del 07 al 13 de Septiembre 2015
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