Estados Unidos, Francia, Reino Unido e Israel han puesto en riesgo la “paz” mundial –de por sí débil– por intereses predominantemente económicos: la guerra, ante todo, es un negocio.
Mientras el riesgo del escalamiento del conflicto en Siria –por el ataque “selectivo” del pasado 13 de abril, ordenado por Donald Trump, Emmanuel Macron y Theresa May– no se disipe, aumenta el peligro de un enfrentamiento entre potencias, lo que no sería otra cosa que la Tercera Guerra Mundial.
Y de darse ésta, el planeta podría sumirse en una catástrofe sin precedentes, sobre todo si tenemos en cuenta el tamaño de los ejércitos y los armamentos que se pondrían en juego. En materia bélica, se estima que algunas tecnologías en poder de Estados Unidos y de Rusia podrían destruir varias veces el planeta.
Por ello es incomprensible el grado de provocación en el que recién incurrieron Trump, Macron y May. Cualquier persona con un poco de sentido común se rehusaría a desafiar a un probable enemigo con igual o mayor capacidad de ataque, entonces, ¿por qué lo han hecho ellos?
No es que les falte raciocinio –bueno, el magnate Donald Trump sí ha dado muestras de estupidez–, más bien lo que les sobra es ambición por gobernar y someter al resto del planeta a sus intereses y los de las trasnacionales a las que sirven. Sólo así podemos entender esta agresión.
Por supuesto que también han evaluado el momento en el que actúan: de enfrascarse en el conflicto, Rusia perdería más que ellos, pues a este ataque le ha precedido una campaña permanente de desprestigio basada en la mentira y la desinformación.
Apoyada por la prensa occidental, la campaña ha buscado primero crear el enemigo en el imaginario colectivo y luego presentarlo como criminal de guerra, cuando son ellas, las potencias de Occidente, las que están detrás de esta crisis.
“Rusia interviene en procesos electorales de diversos países”, ¡incluso México!; “Rusia asesina a sus enemigos en territorios extranjeros con agentes químicos prohibidos”; “Rusia protege a criminales de guerra, como Bashar al Assad”… ¿Los rusos comen niños?
Pero la realidad es otra: son las potencias de Occidente las que intervienen en las elecciones, incluso las de México; asesinan a sus enemigos en territorios extranjeros; dan golpes de Estado duros y blandos; intervienen comunicaciones; manipulan la información, y abierta e inescrupulosamente mienten.
Empeñadas en sus sueños imperialistas, las potencias occidentales serán las responsables de esa Tercera Guerra, pues si hasta ahora el conflicto no ha trascendido es porque ha cabido la cordura en Rusia, contrario al cuento que nos vienen narrando en sus campañas de desprestigio.
Por eso, a Trump, Macron, May e incluso Benjamín Netanyahu –quien ha promovido por todos los medios a su alcance la permanencia del ejército estadunidense en Siria– hay que señalarlos como lo que son: criminales de guerra.
El negocio
En este contexto de tensión internacional hay que analizar los verdaderos objetivos de las guerras, y éstos no son otros que los económicos, pues el negocio no se constriñe a la industria bélica –que cuenta sus ganancias por miles de millones de dólares–, sino que va más allá.
La guerra promueve los “valores” del capitalismo salvaje: la acumulación de la riqueza en pocas manos originada en el sufrimiento de cientos de personas, en su explotación e incluso en su extinción.
Por ello, para quienes la promueven no importa el dolor que se cause a pueblos enteros; de hecho, la muerte y la destrucción son parte intrínseca de las ganancias.
A la industria de la guerra poco le importan las víctimas, incluso si son niños. Nada les conmueve, ni la propia destrucción del planeta que habitan, de sus especies y el peligro que entraña no sólo la destrucción sino también la contaminación provocada por las tecnologías bélicas. Lo único que les importa son los beneficios que obtendrán, principalmente a corto plazo.
Los promotores de la guerra van en contra de toda racionalidad. Entre más mortíferas las armas, más elevado el lucro. Entre más profunda la destrucción, más movimiento en sus economías (nacionales y corporativas).
Ello porque no sólo son los miles de millones de dólares que en sí implica, primero, el avance de los ejércitos y, después, la reconstrucción, sino sobre todo son los negocios paralelos que provoca la intervención militar los que interesan a estos “líderes” mundiales.
Negocios que se basan siempre en el control de las autoridades locales y el saqueo de los bienes nacionales; en la perpetuidad del dolor y el sufrimiento de los pueblos más débiles o ya doblegados por la acción violenta.
Y es que para saquear deben contener la resistencia natural de la gente, y la forma más efectiva de hacerlo es sometiendo a las multitudes a daños inenarrables y, a las autoridades, a su mando.
Irak y Afganistán son claro ejemplo, pues lejos de promover las democracias, el fin de las dictaduras y la extinción del terrorismo, las guerras de Estados Unidos y sus comparsas de la Organización del Tratado del Atlántico Norte han servido para instaurar regímenes afines a sus intereses, representados por gobiernos títeres.
Las guerras siempre se basan en la mentira y la manipulación. Y el ataque contra Siria no tendría que ser excepción: a nadie le consta que el gobierno de Assad haya usado armas químicas prohibidas y es muy probable que en 10 años se sepa la verdad y sea contraria a esa versión –con la mano de la Agencia Central de Inteligencia o el Mossad detrás–, como ocurrió con las inexistentes armas de destrucción masiva en Irak.
Algo más nos debe quedar claro: nunca hay justificación para la guerra, simplemente porque no hay justicia en ella: matar inocentes para apropiarse de sus recursos jamás puede ser justo, ni mucho menos razonable. Y eso es lo que mueve a la guerra: apropiarse de lo de otros para su beneficio.
Los negocios siempre destrozan a unos para beneficiar a otros. Así es la mecánica del capitalismo y la guerra es un elemento más de ese régimen de opresión, explotación y destrucción planetaria.
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