Con la presencia de 320 delegados juveniles de 106 países, el pasado 23 de agosto dio inicio la Conferencia Mundial de Juventud 2010 (CMJ 2010). El evento, a cargo del Instituto Mexicano de la Juventud, cambió en tres ocasiones de sede. Primero se dijo que se realizaría en la ciudad de México; posteriormente, en Monterrey, para finalmente realizarse en la ciudad de León, Guanajuato, entidad caracterizada en los últimos años por su tono conservador. La Conferencia, que debía ser un espacio de discusión y reflexión, ha sido fuertemente criticada por su desorganización, por la falta de una inclusión verdadera y plural de organizaciones juveniles, colectivos y grupos de jóvenes activistas, y por la ausencia de jefes de Estado, representantes de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y especialistas internacionales en el tema. Aunque lo anterior fue negado por los organizadores, la realidad hablaba por sí misma, y expertos nacionales en materia de juventud, así como los propios jóvenes, confirmaron el bajo perfil que la conferencia tuvo. A la “Plataforma Nacional de Juventudes. Proyecto 15-35”, asistieron 41 representaciones juveniles, y junto con jóvenes de otros países manifestaron su inconformidad en la forma como se desarrollaron los preparativos y la falta de una perspectiva de derechos de las y los jóvenes.
La Conferencia de México ha adolecido no sólo de mala organización, sino que desde el inicio de los trabajos rumbo a su realización, las y los jóvenes percibieron un clima de poca apertura y de restricciones burocráticas. Muchos afirmaron que existía una clara intromisión de grupos de derecha y de ópticas conservadoras en el evento, la agenda por discutir, los participantes y el tipo de resultados que se querían obtener de esa Conferencia. Inclusive, en la sesión del miércoles 25, en la que se trabajó una declaración final, se introdujo al evento un texto apócrifo. Éste incluía párrafos alusivos a la promoción de una cultura de valores y de la familia como base fundamental de la sociedad. Ante las protestas de las organizaciones y colectivos juveniles participantes, por tratarse de un documento que no estaba discutido y consensuado, los organizadores tuvieron que ofrecer garantías de que la Declaratoria Final sería la que allí se trabajara y aprobara por consenso.
Una de las críticas más fuertes que las organizaciones civiles y sociales, colectivos y jóvenes activistas enfatizaron fue la ausencia de la perspectiva de derechos en la CMJ 2010. Y es que, en México, los jóvenes no son vistos como verdaderos sujetos de derechos, sino simplemente como seres inacabados y carentes de elementos para tomar decisiones sobre su propia vida. En nuestro país, tres de cada 10 personas tienen entre 12 y 29 años; es decir, existen 34 millones de jóvenes. No existe una sola edad oficial para ser joven en México, sobre todo porque aún no hay una ley federal de juventud. Así que las leyes y las instituciones que trabajan en este ámbito usan sus propias definiciones con base en criterios distintos de edad, los cuales van de 12 hasta 35 años de edad. Predominantemente, desde el mundo adulto, el concepto de juventud ha sido definido a partir de una multiplicidad de criterios, entre los cuales impera socialmente la edad biológica. Sin embargo, lo que puede definir a una persona como joven no es únicamente la edad, sino aspectos como su contexto cultural, social, económico y político. Por ello no existe una sola forma de ser joven, sino que podemos pensar en juventudes, partiendo de la diversidad y del contexto que rodea a cada una de ellas. Además, las juventudes en México pertenecen a los grupos de población cada vez más vulnerados, pues los derechos humanos que les corresponden se ven cotidianamente cada vez más incumplidos, menos protegidos y menos promovidos: no tienen acceso, o lo tienen de manera muy limitada, a derechos como la salud, incluyendo la salud sexual y reproductiva, a la educación, al trabajo y a la participación política, por mencionar sólo unos pocos.
De acuerdo con estimaciones del Consejo Nacional para la Evaluación de la Política Social, la mitad de la población en México es pobre, y esta pobreza afecta de manera especial a ciertos grupos de población, como las y los jóvenes que se enfrentan a un contexto de crisis económica, en el que las oportunidades de empleo son escasas, la educación es muy limitada y, en muchos casos, de mala calidad. El rector de la Universidad Nacional Autónoma de México, el doctor José Narro, ha señalado que existen, en México, 7.5 millones de jóvenes que ni estudian ni trabajan, a los que en algún momento se llegó a caracterizar como ninis, aunque debemos aclarar que esta expresión no debe usarse como un término discriminatorio o despectivo, sino como una forma de alertar sobre la gravedad de la situación del país. El rector, criticado de manera infundada por algunas instancias gubernamentales por “exagerar”, según ellas, las cifras, ha señalado abiertamente que se basa en datos de fuentes oficiales, y que lo que en verdad debe preocupar a los gobiernos federal y estatales es acabar con esta dolorosa y trágica realidad.
Y es verdad que las y los jóvenes ven violentados muchos de sus derechos humanos. Tan sólo en materia de educación y trabajo, derechos incumplidos y que han dado pauta para hablar de los ninis, datos de 2006 señalan que de los jóvenes de 15 a 17 años, sólo el 65.8 por ciento estudia, y que únicamente el 18 por ciento trabaja. Además, en el rango de edad de 18 a 29 años, el 19 por ciento estudia y sólo el 55.8 por ciento trabaja. Es decir que, conforme aumenta la edad, también se incrementa la tendencia a ingresar al mercado laboral y a abandonar los estudios. Y ello sin hablar todavía de la calidad de su educación y de la pertinencia de su aprendizaje para abrirse paso en la vida. Entre el 22 y el 24 por ciento de los jóvenes, no estudian ni tampoco trabajan. Muchos jóvenes trabajan y estudian, o trabajan y abandonaron los estudios porque sus condiciones económicas los obligaron a hacerlo. Se estima que aproximadamente 10 millones de jóvenes en edad de asistir al bachillerato y a la universidad no lo hacen por falta de recursos económicos. Los jóvenes de los estratos socioeconómicos más bajos son los que generalmente truncan sus estudios. De acuerdo con datos de la Subsecretaría de Educación Superior de la Secretaría de Educación Pública (SEP), únicamente el 4.9 por ciento de los jóvenes entre 19 y 23 años, pertenecientes al sector más pobre, asisten a una institución de educación superior. La SEP señala que en el país hay 2.4 millones de jóvenes en edad de cursar el bachillerato, pero no lo hacen.
Las y los jóvenes son un grupo de la población altamente discriminado, pues los adultos y las autoridades suelen tener también prejuicios en razón de sus rasgos físicos, sus formas peculiares de vestir, su ornato personal y sus culturas propias o formas particulares de expresión. Estos prejuicios favorecen su criminalización y son, incluso, considerados como probables o futuros delincuentes, carentes de valores, de virtudes, de madurez y de capacidad para tomar decisiones. En medio de un clima de violencia, inseguridad y crisis económica, los jóvenes y las jóvenes se han convertido también en presa fácil del crimen organizado. Muchos jóvenes se suman a las filas de la delincuencia organizada para tener un ingreso; otros son obligados a comercializar con drogas, y algunos más son víctimas mortales de los enfrentamientos entre el Ejército y el crimen organizado o entre las diferentes bandas o cárteles de la droga. Organizaciones civiles que trabajan con jóvenes en colonias del Distrito Federal observan también que cada vez son más jóvenes, casi niños, los que ingresan a las organizaciones delictivas. Hace una década, tenían entre 20 y 35 años, ahora reclutan muchachos de 12, 13, 14 y 15 años. Con frecuencia se trata de muchachos que han enfrentado problemas para continuar estudiando o para quienes la educación no representa mejores opciones de vida.
Entre los temas de urgencia para las y los jóvenes en México, hoy en día podemos mencionar la ratificación urgente de la Convención Iberoamericana de los Derechos de las y los Jóvenes; generar una ley nacional de juventudes, armonizada con esa Convención, y actualizar, de conformidad con este instrumento internacional, la Ley de las y los Jóvenes del Distrito Federal. Para todo ello, es necesario contar siempre con la participación juvenil, así como fijar un presupuesto en gasto social en su beneficio, con enfoque de derechos humanos.
*Director general del Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria OP, AC
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