Durante la Edad Media, la humanidad vivió enajenada por el pensamiento mágico-religioso que, en algunas interpretaciones, negaba la libertad y la responsabilidad de las personas sometidas a la dictadura de las castas y de los privilegios feudales. El Renacimiento y la Ilustración vinieron al rescate de los seres humanos en nombre la razón; pero sus sueños produjeron monstruos cristalizados en concepciones de la vida inhumanas por totalitarias. El pensamiento único expresa la lógica calvinista que confunde progreso con desarrollo.
Mientras que el progreso tiene como protagonista al ser humano, el desarrollo es mecánico y su objetivo son los beneficios. “Cuanto más, mejor”, sostienen nuestros dirigentes. El progreso es siempre a escala de la persona que camina, da pasos, pro-gressus. “Cuanto mejor, más”. Sin la conciencia de libertad y la dimensión social no hay progreso alguno.
Ni el crecimiento económico ni el desarrollo material ni la riqueza ni la industrialización o innovaciones tecnológicas tienen sentido al margen de la comunidad.
No se comprende cómo la rentabilidad puede protagonizar actividad alguna si no es en beneficio de la sociedad; no sólo de algunos privilegiados.
El fundamentalismo calvinista que dio origen al capitalismo, hizo del ser humano un objeto productor cuya actividad era la obtención de beneficios. Se llegó a la monstruosidad de asumir que “vivimos para trabajar”. Como nuestra salvación eterna dependía de la Providencia, era preciso que ésta nos encontrase trabajando, ahorrando, produciendo sin dejar espacios para el sosiego, la recreación o el arte, al que pusieron precio. En las Ordonnances sur le régime du peuple de Génève, Calvino afirma que las señales de la predestinación son la industriosidad, el trabajo y ascetismo mundano; que serán el medio para alcanzar la salvación. Reírse era delito. El padre de Rousseau fue condenado por enseñar danza. Condenaron el ocio e idolatraron el nec-otium.
El lucro económico, condenado por Tomás de Aquino y por Aristóteles, se convirtió en clave del sentido de una vida ordenada a alcanzar su perfección. Se sanciona religiosamente la necesidad del capital y de la banca, la bondad del préstamo y del crédito, así como el beneficio que excediera toda necesidad estricta. Rige la máxima “orar es trabajar”.
Creyéndonos libres, vivimos encadenados por el pensamiento mítico de la productividad, del triunfo y de la victoria sobre los demás. La competitividad ha desplazado a la competencia.
El individualismo más atroz nos ha desarraigado de nuestras señas de identidad como personas. Nos hacen olvidar que vivimos para ser felices; único sentido de la existencia. Ser nosotros mismos en relación con los demás parece obsceno porque las pautas del mercado establecen que pensar, atreverse a saber y a hacer, discernir, salirse de la rueda de presos consumidores, es pecado. Si el fin justifica los medios, la guerra es el lógico instrumento de esta idolatría.
Es preciso organizarnos como resistencia y rebelarnos. Denunciar la injusticia social y echar del poder a quienes lo detentan. No es viable un modelo basado en las armas, la explotación de recursos y la deshumanización. Una sociedad global, en la que nos sabemos vecinos responsables, sólo puede fundamentarse en la solidaridad y ésta es una de las más cuerdas razones de esa sociedad de sobriedad compartida que muchos ya buscamos.
José Carlos García Fajardo*
*Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM); director del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)
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