En un premonitorio trabajo de Ingeniería sin Fronteras, de hace años se abordaba este tema que hoy es actualidad y no sólo una amenaza. En el mundo, sostenían que unos 2 mil millones de personas no tenían acceso a la electricidad. Imprescindible para el desarrollo humano, la energía no se utiliza en el planeta con conciencia política, económica, social y medioambiental. Es un problema de todos, no sólo en los países del Sur, sino también en los del Norte.
Hay suficiente para todo el mundo: el problema del uso y disfrute desigual no es sólo tecnológico ni económico, sino también político. Se cree que la tecnología resuelve los problemas del desarrollo, y se le encomienda ese cometido sin antes habernos cuestionado qué significa desarrollar y ser desarrollado.
Hace más de 10 años, esta admirable organización no gubernamental ya se planteaba que debemos replantearnos el bienestar de esta sociedad de consumo, entender que el bienestar de la sociedad no va asociado a la producción y consumo desmedido de energía, sino a la producción y consumo racional, suficiente y en condiciones de igualdad para quienes poblamos la Tierra.
Apuntaba que es una premisa hablar en términos de desarrollo humano, entendido éste como la ampliación de capacidades para que las personas puedan decidir sobre su futuro con libertad. Este concepto está estrechamente ligado al acceso a la energía por la relación existente entre el consumo de energía y la mejora de indicadores de pobreza, salud, educación, etcétera.
¿Cómo avanzar en este sentido?, se preguntaba. En aras de la sostenibilidad, hemos de asumir que el acceso a la energía y su consumo debe ser respetuoso con la naturaleza y con las personas que habitan cada entorno. Pero no puede ser el mercado quien dicte las reglas del “juego energético”; éstas deben ir consensuadas con las comunidades que habitan las zonas de abastecimiento y determinadas por el diálogo productivo entre las sabidurías locales y globales.
En segundo lugar, afirmaba la organización que tenemos que emprender acciones. Esta metodología debe verse reflejada no sólo en los discursos de cooperación al desarrollo sino en las políticas públicas de los Estados, con el fin de regular a las empresas trasnacionales que explotan los recursos y a las entidades financieras que avalan económicamente los procesos de expansión. Pues está claro que, atendiendo a la situación global, esto requerirá un ejercicio de ingenio por quienes marcan las agendas internacionales.
Hablando de ingenio, llegamos a la ingeniería; así, creemos que ingenieras e ingenieros debemos replantearnos nuestra labor, decían con los pies en la tierra y sus mentes en las necesidades sociales consideradas desde la profesión que alimenta sus vidas. Entender que el ingenio por sí solo no genera soluciones; por el contrario, ha llevado a la humanidad a numerosos desastres. Sin embargo, el ingenio utilizado al servicio de la vida y para la vida, ha llevado a transformar la existencia de miles de personas en todo el mundo. El ingenio ha de ser no sólo responsable, sino ético, y para ello debe comprender qué es la sociedad y cuáles son sus necesidades.
Ingenieros e ingenieras querían plantearse que su deber era y es estar al servicio de las personas, creando soluciones sencillas para resolver grandes problemas. Es posible cocinar con el sol, generar aire acondicionado aprovechando el calor, esterilizar el agua sólo con radicación solar, etcétera. La gran ventaja de las tecnologías apropiadas es que, por encima de cualquier aspecto científico-tecnológico, se pueden aplicar en todas las zonas del mundo, independientemente de su peso económico y político. Me admiró entonces y lo comparto ahora su sensibilidad de respeto al medio al afirmar que estas técnicas son sencillas de transferir, no generan dependencia y se apoyan en el conocimiento de las culturas locales; nos enseñan que debemos aunar las tecnologías modernas y el conocimiento ancestral, es decir, hacer un diálogo tecnológico en iguales condiciones que posibilite construir un proyecto conjunto de la humanidad.
El futuro no es desesperanzador; por el contrario, nos ha tocado vivir para decidir nuestra historia y la de las generaciones futuras. Vivir en la sociedad del riesgo implica replantear el camino andado, abandonar las inercias, desdibujar las verdades universales, crear un conocimiento compartido, tejidos de solidaridad y aprender a amarnos, porque no tenemos miedo a reconciliar los sentimientos con la ciencia, la ciencia con la ética y la ética con la vida.
Por lo tanto, concluían en ese escrito –tan sencillo como clarividente– que era preciso dejar que la profesión y la vida hagan un alto conjunto, que fluya la energía para conspirar un nuevo horizonte, no sólo para las voces silenciadas, sino para todas las voces; y sin renunciar a la felicidad, por el contrario, para construirla desde nuestro interior, porque no somos lo que tenemos y lo que tenemos es nuestro ser.
José Carlos García Fajardo*/Centro de Colaboraciones Solidarias
*Profesor emérito de la Universidad Complutense de Madrid; director del Centro de Colaboraciones Solidarias
[OPINIÓN]
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