La guerra contra las drogas desarrollada por el Ejército Mexicano nos remite a la década de 1970, cuando el presidente José López Portillo aplicó la Operación Cóndor con el auspicio del ejército de Estados Unidos, que vino a marcar otra etapa oscura en la historia del Ejército Mexicano, porque su lucha fuera de los cuarteles ha ocasionado graves violaciones a los derechos humanos.
El operativo del Ejército supuestamente se centró en capturar a los grandes capos del narcotráfico y a erradicar el cultivo y la venta de estupefacientes. Nada de eso se logró, porque los grandes narcotraficantes se desplazaron a otros estados y el Ejército se quedó a guerrear contra la población campesina, dejando una estela de muerte en centenares de comunidades rurales y miles de desplazados que buscaron refugios en las ciudades. Los saldos de esta guerra en el estado de Sinaloa son la violencia endémica y la aparición de la cocaína como un negocio de alta rentabilidad. El terror que sembró el Ejército fue para destruir el tejido social de las comunidades rurales y para abonarles el terreno a los inversionistas de la economía criminal.
Después de tres décadas, constatamos cómo el poder de los varones de la droga se ha extendido en todo el país como si el Estado mexicano les hubiera brindado todas las facilidades para posicionarse en regiones estratégicas. Los planes antidrogas diseñados por Estados Unidos han servido para darle mayor proyección y fama a los grandes narcotraficantes, que han tenido la capacidad de adaptarse a los nuevos planes belicistas de los gobiernos neoliberales y sacar provecho de los mejores cuadros del Ejército para darle fuerza al nuevo fenómeno del sicariato, que disputa literalmente a sangre y fuego el territorio. En esta lluvia de plomo, la población civil es la que ha puesto los muertos y la que enfrenta la crueldad y el terror de las fuerzas armadas.
A causa de las ocho decapitaciones de militares, acaecidas el 21 de diciembre de 2008 en Chilpancingo, Guerrero, el mensaje que dirigió el general de división Enrique Alonso Garrido Abreu fue que este atrevimiento se trató de un grave error, pues constituye una ofensa a todas las instituciones en su conjunto y que por lo mismo se usaría toda la fuerza del Ejército para que los responsables de estos delitos estén en la cárcel. El mensaje fue entendido por la sociedad como una promesa de que en realidad desencadenarían su poder para desmantelar las redes y las fuerzas del narcopoder; sin embargo, este lenguaje bélico se ha descargado contra la población civil indefensa en más de 15 colonias populares de Chilpancingo.
La Comisión Estatal de Defensa de los Derechos Humanos ha documentado, del 22 de diciembre de 2008 al 3 de enero de 2009, es decir, en 12 días, 14 quejas contra el Ejército Mexicano. Se trata de allanamientos de morada, donde elementos del Ejército llegaron derribando puertas y sometiendo a sus moradores que se encontraban descansando. La noche del 22 de diciembre nada ni nadie detuvo al Ejército; instaló retenes en varias colonias y en las entradas de la ciudad. Por cuenta propia realizó cateos en varias viviendas, interrogó a varios jefes de familia, revisó sus pertenencias en busca de armas y drogas; tomó fotografías, se llevó teléfonos celulares para conocer e inspeccionar las últimas llamadas realizadas de los ahora sospechosos.
En la colonia Obrera, una familia que se encontraba realizando los preparativos de la cena de Navidad vio cómo se estacionaban tres camionetas Hummer y un vehículo artillado. Bajaron más de 20 militares ostentosamente armados y encapuchados. Tomaron la calle para instalar un retén, pararon a los vehículos y bajaron a las personas con el fin de amedrentarlas; otros se metieron por la fuerza a varias casas para intimidar a las familias. Con las armas empuñadas, los militares encañonaban a los hombres para preguntarles sobre una camioneta en la que iban narcotraficantes. Insistían en que la persona que buscaban se encontraba dentro de su domicilio. Una madre de familia alcanzó a decir: “Somos gente humilde y no sabemos de qué nos hablan”. Los militares no sabían dar más explicaciones, era evidente su nerviosismo y que el encañonamiento hacia las personas era la forma más segura para obtener algún dato que les ayudara a ubicar mejor lo que buscaban. Esta irrupción violenta del Ejército vino a cambiar el ambiente festivo por una noche llena de tensión y miedo, ante el riesgo inminente de que fueran a detener de manera arbitraria a un miembro de la familia. Dos días después, en la colonia El PRD, como a las 20 horas, cuatro camiones del Ejército implantaron un operativo en varias viviendas; sin que contaran con el apoyo de alguna corporación policiaca, ministerio público y mucho menos con órdenes de cateo, entraron en un domicilio amagando a las señoras y a las niñas. Preguntaron por droga y les exigieron que les dijeran dónde la tenían. Sin esperar alguna respuesta se dirigieron hacia las cuatro niñas y las tres señoras para manosearlas. Esta escena se repitió en otras colonias, como la Francisco Figueroa Mata, la Ignacio Manuel Altamirano y la Primer Congreso de Anáhuac. En todas esas viviendas, el Ejército fue para causar terror, buscó a los delincuentes en los lugares equivocados, molestó a las familias humildes dejando intactas las estructuras del narcopoder. La población de Chilpancingo tiene miedo, no solamente por la violencia, sino por la forma impune en que está actuando el Ejército que focaliza sus operativos contra familias ajenas al negocio del crimen organizado. A la población le preocupa que el Ejército no quiera saber ni ver lo que la gente sabe y ve, sobre la forma cómo se han tejido las redes del narcotráfico y que la fuerza del Ejército no las detecta ni las enfrenta. Es grave que el Ejército siga suplantando a las corporaciones policiacas en el combate al crimen organizado, pero es más grave que el Ejército violente los derechos humanos con el argumento falaz de que combate al narcotráfico, causando terror entre la población pobre e indefensa.
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