Categorías: Opinión

El caso Tlatlaya

Publicado por
Samuel Lara

La masacre ocurrida en Tlatlaya, poblado del Estado de México, pone en evidencia una más de las acciones fuera de la ley que han venido cometiendo las Fuerzas Armadas de México, gracias a una desmedida complacencia de los altos mandos de las instituciones armadas hacia el Ejecutivo federal, exceso que ya obliga a la Secretaría de la Defensa Nacional y a la Secretaría de Marina de los últimos sexenios a explicar a la nación la razón del porqué –si la hay– se dejaron arrastrar por el llamado mando supremo hasta la violación de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, que viene desde la misma instalación de esos gobiernos, hasta el sacrificio del personal militar, especialmente de las clases subordinadas (oficiales y tropa), en cumplimiento de las órdenes emanadas de la superioridad.

La marcha del pasado sábado 11 de octubre efectuada por la sociedad mexicana puso en evidencia la incomprensión de la gente acerca de lo que ocurre a los soldados del pueblo, quienes se hallan actualmente entre el desprecio y la compasión de la ciudadanía. De esta situación son responsables los altos mandos del Ejército y de la Armada, al lanzarlos a la calle a cumplir órdenes violando la ley.

Las Fuerzas Armadas de México, en su misión de conservar la seguridad interior, sólo pueden intervenir cuando la Policía resulte incapaz para guardar el orden. Esto no significa que el Ejército, la Fuerza Aérea y la Armada de México puedan efectuar labores policiacas ante la población civil, que también debe ser preparada en el caso de la suspensión de garantías individuales en alguna localidad donde se llevan a cabo operaciones militares contra la delincuencia organizada, cuyo desempeño conlleva implícito el rigor castrense.

El Artículo 89, fracción VI, de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos faculta al Poder Ejecutivo para disponer de las Fuerzas Armadas permanentes para mantener la seguridad interior y la defensa exterior de la nación. La fracción VIII, para declarar la guerra, previa ley del Congreso de la Unión.

Contrariamente, el mando supremo declaró la “guerra” contra el narcotráfico y los altos mandos de inmediato sacaron del cuartel a la tropa a combatirlo, sin que los pobladores de las regiones afectadas fueran advertidos del significado de esa decisión. Pronto surgieron los problemas porque los soldados, en razón de su disciplina y preparación para la guerra, saben cumplir las órdenes. Las consecuencias fueron inmediatas cuando se presentaron casos de muertes accidentales durante las acciones militares. Momento en que debió actuar el Congreso de la Unión para respaldar la actuación de las tropas y salvar a la población civil, demarcando las zonas de suspensión temporal de garantías individuales, pero los políticos se negaron y los militares aceptaron irresponsablemente seguir operando en esas circunstancias.

Lamentablemente la tropa y el mismo pueblo pagaron las consecuencias como ha sido notorio.

La población, las organizaciones de derechos humanos, los legisladores, la opinión pública, etcétera, no encontraron más culpables que la tropa cumpliendo con la misión recibida, y vinieron las reformas a las leyes correspondientes, cuya observancia lleva a la tropa a la comisión del delito de desobediencia en el caso de no cumplir las órdenes superiores o caer en falta de espíritu militar, que es motivo de baja inmediata, lo cual quiere decir simplemente que dejaron de ser soldados, hasta caer en la vergüenza de ser capturados por grupos de defensa civiles; en cuyo caso los mandos pasaron a la categoría burocrática de administrar la presencia de las Fuerzas Armadas en lugares convenientes, sin riesgo, cumplimentando “órdenes superiores” del secretario de Gobernación, eso sí, muy bien pagadas, como escoltas, en ceremonias, como público de desfiles, en mítines políticos y si tienen suerte, desempeñar misiones gringas como Cascos Azules.

Lo ocurrido en Tlatlaya no puede quedar simplemente en la consignación del oficial y siete de tropa que lo acompañaron en esa misión. Ningún oficial con siete individuos de tropa y un vehículo, a las 2 de la madrugada, puede realizar –sin cometer grave delito– una acción como la de Tlatlaya por su cuenta, sin autorización del comandante inmediato del operativo; y además sentaría mal precedente aún para el comandante de Batallón que no fuera oportunamente informado al respecto. En el Ejército Mexicano no se pueden mover las unidades para un cometido como fue el caso, sin conocimiento del alto mando.

Ese apoyo de la ciudadanía es noble, muy loable, y demuestra el cariño que aún guarda el pueblo –a pesar de acontecimientos que ya son históricos– por sus soldados del Ejército del Pueblo, heredero de los principios de la Revolución Mexicana. Fortalece a la tropa haber visto marchar ese día a importante sector de la sociedad, pidiendo justicia para los militares que se enfrentan a enemigos de la ley y del orden, a la delincuencia organizada y que posteriormente son consignados a la justicia militar por la propia superioridad que es quien debe responder por las consecuencias de las órdenes impartidas a ese personal. La tropa tiene de su lado al pueblo de México, es el más grande estímulo que puede recibir como consecuencia de lo acontecido y no podrá olvidarlo.

Samuel Lara Villa*

*General brigadier retirado; presidente de la Federación de Militares Retirados General Francisco J Múgica, AC

 

 

 

Contralinea 410 / del 02 al 08 Noviembre del 2014

 

 

 

 

 

 

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