En la actualidad muy pocos se atreven ya a poner en duda que el desempeño de las economías de América del Sur va de mal en peor. Los primeros 8 meses de 2015 confirman que la etapa de auge económico que comenzó a principios del siglo XXI es una cuestión del pasado.
La extrema confianza puesta en el ascenso económico de Oriente se hizo trizas. A lo largo de 2014, el valor de las importaciones de China apenas creció 0.5 por ciento, un desplome monumental tomando en cuenta que en 2013 se incrementó en 7.3 por ciento, y durante el periodo comprendido entre 2002 y 2011, se expandió a una tasa promedio de 22.6 por ciento.
Con todo, el desplome de la demanda externa no se restringe a la región Asia-Pacífico: ningún país industrializado (Estados Unidos, Alemania, Inglaterra, Japón, etcétera) cuenta hoy con el suficiente poder de arrastre para convertirse en la locomotora de las economías latinoamericanas.
De acuerdo con las proyecciones más recientes del Fondo Monetario Internacional (FMI), en 2015 las economías de América Latina registrarán un crecimiento promedio de 0.5 por ciento, una de las menores tasas de expansión desde que estalló la crisis hipotecaria (subprime) de 2008. En el caso específico de la región suramericana, se contempla incluso que habrá contracción en Brasil y Venezuela, mientras que la desaceleración tomará fuerza en Argentina.
En oposición a esa dinámica se encuentra Bolivia. A pesar de la extrema debilidad del panorama económico regional, el país andino no sólo no cede ante las presiones de la desaceleración, sino que continúa manteniendo altas tasas de crecimiento. A grado tal, que las estimaciones sobre la economía boliviana tanto del FMI como del Banco Mundial se han equivocado desde 2011.
Es que año con año, el gobierno de Evo Morales ha logrado superar –hasta ahora– todas las expectativas en términos de crecimiento. A lo largo de la última década, el tamaño de la economía de Bolivia se multiplicó por cuatro (a una tasa promedio de 5.1 por ciento). En 2014 el producto interno bruto (PIB) se incrementó a 32 mil millones de dólares (medido en términos nominales), mientras que el PIB per cápita llegó a 3 mil dólares.
Cuando asumió el poder en 2006, el presidente Morales hizo suya parte de la agenda de los movimientos sociales. Después de la nacionalización de la industria de los hidrocarburos y de otros sectores clave como la minería, los recursos hídricos y las telecomunicaciones, el gobierno boliviano se hizo para sí con el margen de maniobra necesario para poner en marcha un plan de políticas de redistribución del ingreso de carácter multivectorial.
Por un lado, se priorizó la ampliación del mercado interno. Tanto a través del incremento sostenido de los salarios, como a través de la ejecución de programas de transferencias en escala masiva (dirigidos a niños en edad escolar, mujeres embarazadas y ancianos). Puesto que la economía se encontraba en un piso de inmenso subdesarrollo y marginalidad, el despegue se desenvolvió de manera inmediata.
Por el impulso sin precedentes de los altos precios de los hidrocarburos (el gas natural representa poco más de 40 por ciento de las exportaciones bolivianas), los ingresos fiscales de Bolivia comenzaron a aumentar de manera acelerada. Se mantuvo la inflación controlada y se evitó caer en la trampa del déficit fiscal. Las reservas internacionales se multiplicaron siete veces y, en paralelo, se disminuyó la deuda pública como proporción del PIB.
Los resultados saltan a la vista. Incluso la agencia de calificación estadunidense Fitch aplaude los logros del gobierno. Entre 2005 y 2014, la población en extrema pobreza pasó de 38.3 a 17.8 por ciento, la mayor disminución entre los países latinoamericanos. Por otra parte, la clase media boliviana se incrementó en aproximadamente 3 millones de personas, según los cálculos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal).
Sin embargo, el social-desarrollismo impulsado por La Paz también encara resistencias, principalmente de múltiples agrupaciones indígenas en defensa de la tierra como bien común, que se oponen a proyectos de inversión que dañan el medio ambiente. Movimientos en lucha convencidos de que hay vida más allá del extractivismo. El gobierno de Evo Morales los persigue. Les resta importancia porque considera que son engañados por “la derecha” opositora y golpista. Los acusa de responder a los intereses del imperialismo estadunidense y hasta de conspirar en alianza con el gobierno chileno para evitar que Bolivia logre una salida marítima.
De esta manera, perseguir a los líderes de las resistencias con el argumento del “terrorismo” y el “sabotaje” es un recurso fácil para evitar el cuestionamiento de los problemas derivados de la acumulación periférica. Es notable la profundización de la cultura del consumo a ultranza en la mayoría de las naciones suramericanas: el gobierno de Bolivia convirtió el consumismo en uno de los mecanismos de la legitimación popular. Entre 2006 y 2013, las ventas de los supermercados pasaron de 71 mil millones a 445 mil millones de dólares, mientras que los ingresos de los grandes restaurantes se incrementaron casi 700 por ciento.
La industria automotriz, así como las empresas que se dedican a producir electrónicos de vanguardia registran ganancias históricas en toda la Patria Grande. De ahí que persistan las desigualdades. Mientras que los sectores más ricos de la sociedad boliviana reciben 42.6 por ciento del PIB, la capa más pobre recibe apenas 4.4 por ciento, de acuerdo con la Cepal.
En medio de la contracción de las economías vecinas, Evo Morales se debate entre malabares discursivos. Por un lado, defiende los logros del “capitalismo andino-amazónico”. Por otro lado, se declara anticapitalista y abiertamente comprometido con llevar adelante la transición hacia el socialismo. Sin embargo, tanto él como Álvaro García Linera –el vicepresidente– se niegan a detallar cómo es que lo primero va a llevar a lo segundo, cuáles serían las estrategias y los tiempos para cumplir con ese propósito.
Puestos contra la pared por el desplome del grueso de las materias primas, Morales y los mandatarios del progresismo suramericano vacilan, por un lado, entre orientar sus estructuras económicas a la izquierda, poniendo en cuestión los privilegios de las oligarquías locales y profundizando el control del Estado sobre sectores estratégicos como la banca; y por otro lado, apuntalar la primarización a través del incremento de las condiciones de explotación.
Todo parece indicar que para evitar caer en la crisis, para el gobierno de Bolivia basta con tener reservas internacionales por 15 mil millones de dólares (50 por ciento del PIB). Empero, el 30 por ciento de las personas que se incorporaron a la clase media en los últimos años se encuentra en riesgo de caer de nuevo en la pobreza, bien sea por la pérdida de sus empleos, bien sea porque se conviertan en víctimas de inundaciones, incendios u otros desastres naturales, apunta el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).
En cuanto a la coyuntura económica internacional, es evidente que si el precio del petróleo se mantiene en menos de 50 dólares por un largo periodo –el precio del petróleo se desempeña como guía para las cotizaciones del gas natural de origen boliviano–, más temprano que tarde La Paz tendrá que trazar una nueva hoja de ruta económica.
La gran pregunta es hacia dónde se dará el giro. En definitiva, el dilema del gobierno boliviano está entre salvar el capitalismo con “características amazónicas” a toda costa, a través de políticas de ajuste en contra de los sectores populares, o por el contrario, se decide a desafiar aún más el poder empresarial, construyendo con solidez los cimientos que permitan iniciar un proceso de desarrollo de nuevo cuño.
Ariel Noyola Rodríguez*
*Economista egresado de la Universidad Nacional Autónoma de México
[OPINIÓN]
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