El próximo 1 de diciembre, el gobierno de Enrique Peña Nieto cumplirá 3 años en funciones. Todavía no llegamos ni a la mitad del sexenio y el derrumbe de la legitimidad del régimen ya es incuestionable. La situación económica de México es cada vez más preocupante, el descontento social aumenta, en un contexto de represión creciente, tanto en contra de los movimientos populares en resistencia como en contra del periodismo crítico e independiente.
Llueven las críticas en contra de la gestión gubernamental. Desde connotados líderes de opinión –tales como Jorge Ramos, el periodista estrella de la cadena Univisión– hasta empresarios estadunidenses y europeos consideran que el presidente mexicano está hundido en el caos. Y es cierto, la desconfianza en torno a Peña Nieto se disparó por las nubes en los últimos meses.
Mientras que a principios de 2013 la prensa internacional insistía en que venían tiempos promisorios para México en el ámbito de la economía –gracias a la enorme cantidad de inversiones que se detonarían luego de la aprobación del paquete de reformas estructurales en el Congreso de la Unión–, hoy ya nadie en el exterior toma en serio la propaganda del “momento de México”.
Los niveles de inversión esperados en el sector de los hidrocarburos aún no se materializan, bien sea por los escándalos de corrupción, bien sea por la dramática caída de las cotizaciones del llamado oro negro. Lo cierto es que los empresarios se resisten a colocar sus capitales. A lo largo del último año, el precio del petróleo se desplomó en más de 50 por ciento, situación que complica la realización de inversiones masivas en el sector energético mexicano.
La primera etapa de licitaciones de la Ronda Uno resultó un fiasco. Apenas se lograron asignar dos de los 16 bloques petroleros subastados, por un total de 2 mil 600 millones de dólares, en tanto que se esperaban inversiones de, por lo menos, 18 mil millones de dólares. Y nada apunta a que los precios de los hidrocarburos van a aumentar en el corto plazo.
La deflación (caída de precios) en el mercado de los activos de renta variable (acciones, bienes raíces, materias primas, etcétera) cobra ímpetu a medida que crecen las dudas en torno a la resiliencia de la región asiática –sobre todo a causa de la desaceleración económica de China–, y la Reserva Federal continúa alimentando las expectativas de incrementar la tasa de interés de los fondos federales (federal funds rate) por primera vez desde mediados de 2006. Por lo tanto, los inversionistas impulsan la caída de los títulos financieros relacionados con las materias primas (commodities), toda vez que buscan refugio en los bonos del Tesoro de Estados Unidos ante las turbulencias de la economía mundial.
El panorama geopolítico tampoco es favorable para los países cuyos ingresos fiscales dependen de las exportaciones de materias primas. La Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) mantiene sin cambios el techo de la producción petrolera. Guiados por los imperativos geoestratégicos de Arabia Saudita, los miembros de la OPEP apoyan una política de precios mínimos con el objetivo de llevar a la bancarrota a las empresas estadunidenses que se dedican a la explotación de petróleo y gas de esquisto (shale).
Por otro lado, la suscripción del acuerdo nuclear entre las potencias del G5+1 (Estados Unidos, Rusia, China, Reino Unido, Francia y Alemania) e Irán constituye un acontecimiento histórico que llevará, eventualmente, a un incremento de la producción petrolera del país persa de hasta 700 mil barriles diarios desde sus niveles actuales –2.9 millones de barriles diarios–, de acuerdo con los cálculos de la Agencia Internacional de Energía. En consecuencia, Teherán apuntalaría la crisis de sobreproducción de petróleo y, con ello, precipitaría aún más la caída de los precios.
Ante ese escenario, el gobierno mexicano se contenta con administrar el desastre. Para Luis Videgaray Caso, titular de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, es muy sencillo apelar a la debilidad de la economía global y la deflación de las materias primas para evadir sus propios yerros en la gestión de la crisis: se le olvidó por completo el auge económico que derivaría de las reformas estructurales y simula padecer amnesia.
El 26 de diciembre de 2013 se publicó en el Diario Oficial de la Federación el Programa Nacional de Financiamiento del Desarrollo (Pronafide), donde se plantearon dos escenarios en materia de crecimiento. Si las reformas estructurales eran rechazadas por la mayoría de los legisladores, apuntaba el documento, el país crecería 3.8 por ciento en 2015, 3.7 por ciento en 2016, 3.6 por ciento en 2017 y 3.5 por ciento en 2018. En cambio, si las reformas estructurales resultaban aprobadas, la expansión de la economía mexicana sería de 4.7 por ciento en 2015, 4.9 en 2016, 5.2 en 2017 y 5.3 por ciento en 2018.
No obstante, ninguna de esas proyecciones se concretó, ni siquiera aquellas que contemplaban la no aprobación de las reformas estructurales. De acuerdo con el Banco de México, el crecimiento económico en 2015 se ubicará entre 1.7 y 2.5 por ciento, mientras que la Secretaría de Hacienda y Crédito Público calcula un rango de entre 2 y 2.8 por ciento; es decir, las estimaciones más pesimistas de ambas instituciones representan casi la mitad de los cálculos que se habían anticipado en el Pronafide.
Desde mi punto de vista, incluso será inverosímil alcanzar una tasa de crecimiento de 2 por ciento para este año. Muy posiblemente no será superior al 1.5 por ciento, en concordancia con la tasa de 1.1 por ciento obtenida en 2013, el peor registro de los últimos 5 años. La vulnerabilidad de la economía mexicana está cada vez más expuesta. El pasado lunes 24 de agosto, cuando se cayó la bolsa de valores de Shanghái, el tipo de cambio superó la barrera de los 17.5 pesos por dólar, revelando así la extrema debilidad del país ante situaciones de pánico en los mercados bursátiles.
No obstante, el gobierno mexicano permanece optimista, sostiene que el desplome de la moneda será más beneficioso que dañino para la economía. Después de participar en la Carrera Molino del Rey 2015, el pasado 15 de agosto, Enrique Peña Nieto declaró que la depreciación de la moneda ayuda a “promover el turismo” –porque el dólar incrementa su poder de compra– e “incrementar la competitividad” –porque la depreciación del peso abarata las exportaciones mexicanas.
Es evidente que el Banco de México no está comprometido con contener la depreciación cambiaria. El programa de subastas de dólares ejecutado por tercera vez en el sexenio –la primera fue el 11 de diciembre de 2014 y la segunda el 6 de marzo del año en curso– por la Comisión de Cambios (integrada por el Banco de México y la Secretaría de Hacienda) por 400 millones de dólares –200 millones a precio mínimo y 200 millones sin precio mínimo– es marginal en comparación con la magnitud de la volatilidad financiera y el volumen de las apuestas especulativas en el mercado cambiario de Londres en contra del peso.
Es que las autoridades mexicanas vienen aplicando a partir de la década de 1990 una política monetaria –cuando se impuso la autonomía del banco central– que apuntala tanto la hegemonía del dólar como altos niveles de rentabilidad para los grupos del capital que operan desde Wall Street y la City (de Londres). Los beneficios de este tipo de política consisten en que, supuestamente, el país registra superávit fiscal e inflación mínima, situación que permite tanto “finanzas públicas sanas” como “proteger el poder de compra” de la población.
A partir de enero el nivel de precios se ubicó en torno a una tasa de 3 por ciento, signo inequívoco de la “responsabilidad macroeconómica”, presume el equipo económico de Peña Nieto. Según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), en agosto los precios al consumidor registraron un crecimiento anual de 2.59 por ciento. Sin embargo, la depreciación del peso en más de 20 por ciento durante el último año ya viene presionando hacia arriba los precios de varios productos esenciales. Como la producción nacional depende en buena medida de la importación de insumos desde Estados Unidos, será inevitable que en breve los empresarios aumenten los precios de sus mercancías.
Asimismo, el alza del dólar incrementa los costos de la deuda externa (denominada en dólares). Tan sólo durante el primer semestre de 2015, se desembolsaron 28 mil 720 millones de pesos, 17.27 por ciento más respecto a los 23 mil 752 millones de pesos pagados durante el mismo periodo del año pasado. La deuda neta del sector público suma ya 5.8 billones de pesos (373 mil millones de dólares); en 2006, la deuda neta representaba 18 por ciento del producto interno bruto (PIB) y en la actualidad alcanza una proporción de más de 30 por ciento y va en rápido crecimiento. De prudencia y sensatez, nada, sólo más endeudamiento.
Si la caída de la moneda se profundiza es muy probable que durante los próximos días Agustín Carstens, el titular del banco central, aumente las tasas de interés para detener la salida de capitales de corto plazo, y, de este modo, evitar que el tipo de cambio alcance los 20 pesos por dólar. Con todo, esa medida crearía nuevos problemas, puesto que aumentaría el costo del crédito en el plano interno, con lo cual la inversión productiva y la creación de empleo se verían aún más castigados.
En definitiva, el mundo es testigo del derrumbe del “momento de México”: ausencia de inversión extranjera masiva tras el proceso de apertura de la industria energética a capitales privados, caídas sucesivas de la moneda, riesgos crecientes de inflación; es decir, todo apunta hacia la consolidación de una tendencia recesiva de la economía, ahora también a través de nuevos recortes de gasto público: a principios de septiembre Videgaray Caso anunció que para 2016 el gasto programable será disminuido en 221 mil millones de pesos.
Ariel Noyola Rodríguez*
*Economista egresado de la Universidad Nacional Autónoma de México
[BLOQUE: OPINIÓN] [SECCIÓN: ARTÍCULO]
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