Hace unos meses, cuando Moscú parecía dirigir su mirada con aparente timidez y cautela hacia el Continente Asiático, un politólogo estadunidense lanzó la advertencia: “Cuidado, Putin tiene intención de recomponer el imperio”. Ficticia o real, la advertencia no cayó en saco roto. El establishment político de Washington aprovechó el grito de alarma del kremlinólogo de turno, argumentando que Rusia no podía ni debía ocupar un lugar preponderante en Asia, continente llamado a convertirse, según el guion preestablecido, en el nuevo y fiel vasallo de Estados Unidos. De hecho, Washington y sus aliados –Japón, Filipinas, Corea del Sur– se habían repartido los papeles. Quedaba la gran incógnita: China. ¿Se sumaría Pekín al equipo ganador ideado por los estadunidenses?
Mas el problema no es económico, sino meramente político. Con la firma de este convenio, Moscú trata de paliar las posibles pérdidas causadas por un hasta ahora hipotético boicot de sus exportaciones hacia los países de la Unión Europea. En efecto, Bruselas, más preocupado por el suministro energético a su nuevo aliado, Ucrania, optó por chantajear a Moscú con posibles (aunque poco probables) represalias si el consorcio ruso Gazprom decide suspender las exportaciones destinadas al país vecino. Una amenaza que hace sonreír a los expertos. Un tercio del gas que consume la Unión Europea procede de Rusia. Ni qué decir tiene que la Unión Europea debería buscar otras fuentes de suministro. El presidente Obama se apresuró en ofrecer a los europeos productos energéticos made in USA. Olvidaba, sin embargo, el político-jurista, que la legislación estadunidense prohíbe la exportación de petróleo y gas provenientes de los yacimientos estadunidenses.
Por su parte, el presidente de la junta directiva de Gazprom, Alexei Miller, trata de ofrecer una versión meramente empresarial del contrato, alegando que Europa ha dejado de ser un mercado competitivo. “Los precios en Asia son mucho más elevados y no cabe duda de que ello afectará, a la larga, la tendencia en los mercados”.
La versión de los politólogos moscovitas es mucho más compleja. En realidad, no se trata sólo de desavenencias provocadas por la crisis ucraniana, sino de consideraciones de índole ideológica. Tanto Rusia como China rechazan el neocolonialismo de Occidente, los designios imperiales del inquilino de la Casa Blanca, los intentos de dividir a los países del Pacífico.
Los dirigentes chinos van incluso más lejos, al abogar por una alianza de seguridad con la participación de Rusia y de Irán. Para el presidente chino, Xi Jinping, esa nueva arquitectura de cooperación regional debería crear un mecanismo de consulta en materia de defensa, capaz de contrarrestar los planes hegemónicos de Estados Unidos. Los chinos estiman que sería conveniente contar con la participación de otros países asiáticos en este proyecto de seguridad y defensa.
¿Una alianza entre Rusia, China e Irán? Una mezcla explosiva que acabaría convirtiéndose en una pesadilla para Estados Unidos.
Hoy por hoy, la amenaza tiene otro nombre: BRICS (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica). Ese grupo de economías emergentes contempla el abandono de la zona dólar, la creación de unas estructuras financieras paralelas desvinculadas del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, de la tiranía de los países industrializados. ¿Meras elucubraciones? El porvenir nos lo dirá.
De momento, Moscú ha dado un paso adelante al anunciar la creación de la Unión Euroasiática, integrada por Rusia, Bielorrusia y Kazajistán, un mercado común de 170 millones de personas que pretende convertirse en el contrapeso del bloque occidental. Sí, es cierto, Vladimir Putin sueña con la recomposición del imperio. Pero no se trata de un simple sueño.
*Analista político internacional
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