Que la violencia siempre habrá de generar violencia, lo confirman los hechos a través de la historia, desde los tiempos bíblicos. En este marco conceptual, debe colocarse el homicidio del exgobernador de Colima, Silverio Cavazos Ceballos, a manos de un sicario que obedeció instrucciones de eliminar al político. Como en otros hechos similares, se culpará al crimen organizado y difícilmente se conocerá el verdadero móvil del artero atentado. Cabe destacar que los criminales han ido elevando la mira, demostración clara de que los niveles de violencia en el país van en constante aumento. Esto contradice la versión gubernamental de que se está derrotando a las bandas criminales, pues si ése fuera el caso no se atreverían a cometer fechorías de tal magnitud, que pueden verse como un reto al gobierno federal.
Independientemente de lo que haya detrás de tan ominoso crimen, lo que destaca en una primera instancia es que los criminales están buscando cómo aprovechar de la mejor manera las circunstancias propiciatorias que derivan de la “guerra” de Felipe Calderón contra el narcotráfico. Las consecuencias saltan a la vista: por más batallas que “gana” el gobierno de Calderón, al descabezar supuestamente a los más importantes cárteles, la violencia cobra fuerza y los crímenes se vuelven más arteros. Por más que se le dice al inquilino de Los Pinos que, con su “guerra”, lo único que está consiguiendo es alimentar la violencia, que lo razonable es impulsar al mismo tiempo el desarrollo social, no hace caso.
Así se constata que no sabe qué hacer con el poder que le confirió la silla presidencial, aun cuando haya sido de manera ilegítima. No tiene más proyecto que usar la fuerza del Estado contra un poder que contribuyó a organizar y armarse para responder, en igualdad de circunstancias, a los embates de las tropas, a lo largo y ancho del territorio nacional. Las consecuencias allí están: más de 30 mil muertos, entre los que se encuentran no sólo civiles inocentes, sino personajes de buen nivel, como el exgobernador Cavazos, quienes seguramente estarían vivos de no existir la realidad que nos caracteriza en este momento. ¿Cómo entonces puede afirmarse que Calderón no es culpable de lo que está ocurriendo en el país?
Por eso asombra que hable de la necesidad de no limitar ni manipular la democracia, como lo hizo en la ceremonia conmemorativa del centenario de la Revolución Mexicana, cuando él precisamente se ha caracterizado por ambas cosas en sus cuatro años de desgobierno. Es increíble que pueda afirmar, sin sonrojarse, lo siguiente: “No permitamos, bajo ninguna circunstancia, que unos cuantos pretendan arrebatarnos la libertad de todos. Enfrentemos con estatura de miras, con convicción, con vocación histórica, a los enemigos de nuestra democracia y de nuestra libertad”. ¿Acaso no es él quien está encabezando a los enemigos del progreso social que necesitamos para apuntalar nuestra democracia y nuestras libertades?
La descomposición social tan grave que vivimos los mexicanos es consecuencia del abandono, por parte del gobierno federal que encabeza Calderón, de las responsabilidades que derivan del ejercicio del poder. Al igual que lo han hecho sus antecesores tecnócratas, pero con mucho más torpeza e irresponsabilidad, Calderón sólo se ha dedicado a preservar intereses particulares por encima de los intereses colectivos. No le han importado un ápice las consecuencias de tan equivocada forma de actuar, y tal parece que así seguirá mientras ocupe la Residencia Oficial de Los Pinos.
Lo único que cabe esperar para los meses venideros es más violencia, menos libertades ciudadanas, menos democracia en el país.
Su única concesión a la sociedad nacional, en el marco del centenario de la Revolución Mexicana, fue entregar la estatua ecuestre de un Francisco I Madero de talla gigantesca, muy ajeno al hombre de baja estatura que fue. Sin embargo, Calderón hubiera querido tener tiempo para crear las condiciones políticas y sociales propicias con el fin de homenajear a quien considera merecedor del reconocimiento nacional: Porfirio Díaz. Al haber dicho que “ahora toca a los mexicanos enarbolar lo mejor de aquellos ideales e impulsar los cambios profundos que requiere nuestra patria”, seguramente estaba pensando en el dictador. Esos cambios, de acuerdo con su idea de país, son las “reformas estructurales” para apuntalar el poder de la oligarquía, y así regresar a los tiempos del porfiriato.
*Periodista
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