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Camino a la unidad de América Latina

Publicado por
Prensa Latina

Largo resultó el camino recorrido con tal de alcanzar la unidad de América Latina; sueño por concretar y hacia el cual son volcados colosales esfuerzos en este siglo frente a la preponderancia de los bloques regionales por encima de los Estados, en los órdenes de la política, la economía y la guerra.

Isabel Soto Mayedo* / Prensa Latina

Por estos días, comienza a perfilarse la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), nuevo espacio para el intercambio sin sujeción a poderes foráneos que para algunos constituye “el suceso político más trascendente de la región en sus últimos 100 años”.

Este mecanismo unionista pretende superar lo alcanzado por otros de su tipo en el área, pensados y articulados desde que las otrora colonias rompieran las cadenas con la metrópoli española y emprendieran camino por las vías republicanas 200 años atrás.

Pese a los límites, esos proyectos sentaron las pautas para que cobrara forma la convicción de que latinoamericanos y latinoamericanas formamos parte de una sola nación, dividida de manera artificial por quienes pretendieron mantenerla en disputas constantes para dominarla.

Hasta las desgracias y las alegrías llegaron a ser comunes en pueblos emparentados desde sus raíces, y más, después de la irrupción de un colonizador, que dejó profundas huellas en sus culturas y cimentó la estela de penurias que luego reforzarían otros.

Todos ellos recurrieron más de una vez a la cizaña para separar a los hermanos y algunos incluso hablaron de “integración” con el fin de trocar el ideal unionista, más la historia aquilató las distancias y defendió de las estocadas de sus enemigos al ser latinoamericano.

Éste sobrevivió a despecho de los afanes de otros que habitan al Norte del Río Bravo, al Este del Océano Atlántico y al Oeste del Océano Pacífico, y nunca podrán conformarse con perder el control de las riquezas de la región.

Justo este latinoamericano es el que puja por acabar de sentarse en la misma mesa con quienes considera su verdadera familia y concretar la exigencia de sus antecesores más preclaros.

“O inventamos o erramos”, insistió el venezolano Simón Rodríguez. América Latina necesita romper con el subdesarrollo, herencia colonial, pero también resultante de la disociación que sólo terminará cuando el proyecto común engrane todas las piezas diseñadas con la aspiración de unificar.

Herramientas para la unión

Una de las primeras partió de los próceres venezolanos Francisco de Miranda y Simón Bolívar, quienes propusieron crear cinco confederaciones a partir de la subdivisión de la región, idea retomada por José María Samper.

El autor del Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición de las repúblicas colombianas (1861) estimuló la superación de la decrepitud cedida por el colonialismo y la refundación de las otrora colonias en “grupos respetables y homogéneos”.

La estructuración de una confederación iberoamericana internacional debía aunar a estas naciones “según la demarcación indicada en lo relativo a la diplomacia, política comercial y consular y manifestaciones en el exterior que las relacionasen con la prensa”.

Samper sugirió formar una confederación de estados mexicanos, otra de centroamericanos, otra del Pacífico (Perú, Bolivia y Chile), otra del Plata (Argentina, Uruguay y Paraguay) y la colombiana (Venezuela, Ecuador y Colombia).

El filósofo colombiano Miguel Rojas destaca que estos proyectos eran semejantes por el respeto a la situación geográfica natural e histórica cultural compartida y la idea de la defensa común ante los enemigos externos.

La iniciativa incluía estructurar una comunidad oficial completa en el sistema de monedas, pesos y medidas; un banco similar al sistema monetario refrendado, y el reconocimiento a la ciudadanía común hispano-colombiana, sin pérdida de la originaria.

El mantenimiento del estatus colonial en Cuba y Puerto Rico incidió en que éstos omitieran la posibilidad de una sexta confederación, lo que propusieron después los puertorriqueños Eugenio María de Hostos y Ramón Emeterio Betances.

Ambos y el haitiano Antenor Firmin fundamentaron la necesidad de la unión caribeña, algo que atrajo al panameño Justo Arosemena, quien abordó la identidad desde el concepto bolivariano de “mancomunidad”.

Para el promotor de la Liga Americana, nada era más “natural que una idea de unión por pactos entre Estados débiles independientes, de común origen, idioma, religión y costumbres, situados conjuntamente en una cierta disposición territorial”.

Arosemena alimentó la organización de una confederación de naciones de Suramérica por la complejidad de imponer un solo gobierno desde México al Sur, dadas las especificidades de cada área y las circunstancias históricas.

La alianza proyectada por el panameño presuponía una Asamblea de Plenipotenciarios de las naciones confederadas, derecho internacional de los pueblos del área, derecho internacional privado y el deslinde y fijación de los límites territoriales de los Estados para evitar conflictos fronterizos.

El programa abogaba por una defensa común, arbitraje económico entre los países implicados y reconocimiento de la ciudadanía de sus naturales sin importar lugar de residencia.

El chileno Francisco Bilbao llamó a fomentar la fusión de ideas por principio y la asociación como medio entre los latinoamericanos.

“Tenemos que perpetuar nuestra raza americana y latina; que desarrollar la república, desvanecer las pequeñeces nacionales para elevar la gran nación americana, la Confederación del Sur… y nada de esto se puede conseguirse sin la unión, sin la unidad, sin la asociación”, declaró en la Conferencia de París (1856).

Este pensador concebía como Sur la extensión lógica y cultural del concepto América Latina, similar a lo reflejado por otros hombres de ideas en esta parte del mundo desde entonces.

La Confederación Latinoamericana o de Repúblicas del Sur debía partir de los “intereses geográficos, territoriales, la propiedad de nuestras razas, el teatro de nuestro genio, (porque) todo eso nos impulsa a la unión, porque todo está amenazado en su porvenir”.

A tono con su tiempo, este chileno temía a los ánimos de reconquista europeos y al expansionismo continental impulsado desde Washington.

La gran nación de naciones, refiere el filósofo mexicano Leopoldo Zea en su obra Fuentes de la cultura latinoamericana, debía fundarse sobre la base de un congreso general de representantes y legisladores y de un código de derecho internacional.

Además, debía partir de un pacto de alianza federal y fuerza militar conjunta, una economía basada en un pacto comercial, eliminación de aduanas nacionales internas, un sistema de pesos y medidas comunes y un sistema de presupuestos.

Esta propuesta implicaba la delimitación de fronteras, el reconocimiento de la soberanía popular, la elección democrática de los miembros del congreso general por la suma de votos individuales y no por los de cada nación.

A su vez, sugería separar la iglesia y el Estado, establecer la ciudadanía universal latinoamericana, un sistema de educación universal para las repúblicas participantes y la fundación de una universidad que enseñase la historia continental, sus lenguas y culturas.

Tales elementos prueban la incidencia en su pensamiento del laicismo que en la época cundía a Francia y a parte de esta zona, al mismo tiempo que constituyen los puntos más revolucionarios de su propuesta.

Como Francisco Bilbao, su coterráneo José María Torres Caicedo ratificó la visión bolivariana al promover un Estado supranacional que desterrara “la inferioridad que el aislamiento engendra en cada uno de los Estados latinoamericanos”.

Su propuesta de confederación, unión o liga, perseguía reunir “en un haz único y robusto todas las fuerzas dispersas de la América central y meridional (sic), para formar de todas ellas una gran entidad”, sin detrimento de la autonomía de los Estados.

Para propiciar la unidad de América Latina, el chileno José María Torres Caicedo alentó crear un congreso democrático y liberal, establecer un tribunal supremo, fuerzas armadas o tropas para la defensa común y fijación de límites territoriales.

A ello sumó la negativa a ceder a una potencia extranjera parte del territorio de la unión, admitir la nacionalidad latinoamericana, abolir los pasaportes nacionales, adoptar idénticos códigos, pesos, medidas y monedas.

También añadió la libertad de comercio, la creación de un sistema de convenciones postales, uno de enseñanza uniforme, obligatorio y gratuito en edad primaria; y la de un periódico defensor de lo latinoamericano.

Lo avanzado de esta propuesta radica en la defensa de la libertad de conciencia y de la tolerancia de cultos, la prohibición de la explotación de las personas y la eliminación de cualquier modalidad de servidumbre.

El respeto a la identidad en la diferencia cimentó esta iniciativa, que presuponía la autonomía de cada Estado integrante de la unión y serviría de referente a otros pensadores empeñados en alcanzar metas similares.

Éste es el caso del argentino Juan Bautista Alberdi, a juicio del cual la unión debía ser comercial y contemplar la eliminación de las restricciones fronterizas interiores, la igualación aduanera y el sostenimiento de las aduanas marítimas o exteriores.

“Hacer de este estatuto americano y permanente la uniformidad de medidas y pesos que hemos heredado de España”, definió en su Memoria sobre la conveniencia y objeto de un congreso general americano (1844).

El padre de la Constitución argentina promovió crear un banco y un sistema de crédito público continental para servir a la nueva identidad, en beneficio de los países que la integraran, y establecer una moneda única.

El establecimiento de un timbre y oficinas de registros continentales posibilitaría que las letras y vales adquirieran el valor de un papel de moneda americana y general, con lo cual quedaría cimentada la conformación de un banco y un crédito continentales.

Alberdi consideró que igual generalidad podría darse a la autenticación de documentos y sentencias ejecutorias, e instrumentos probatorios de orden civil y penal, registrados en oficinas dedicadas a otorgar actos de validez continental.

Para este jurista y político, la causa americana había rebasado la época de la defensa de la independencia territorial y por eso debía enrutarse hacia la expansión de su comercio y de su prosperidad material.

“La causa de la América es la causa de su población, de su riqueza, de su civilización y provisión de rutas, de su marina, de su industria y comercio”, definió al exponer su proyecto unionista orientado a revalidar el aspecto económico.

Samper y Alberdi coincidieron en la necesidad de establecer una comunidad oficial completa en el sistema de monedas, pesos y medidas, y la creación de un banco general central, como cimiento de la integración.

“Quien dice unión económica dice unión política”, resumió Martí y alertó entonces: “El influjo excesivo de un país en el comercio de otro se convierte en influjo político. El pueblo que quiera ser libre sea libre en negocios. Distribuya sus negocios entre países igualmente fuertes… la unión con el mundo y no con una parte de él”, adelantó de manera previsora.

Intentos a partir de la década de los sueños

Para la segundad mitad del siglo XX, la aspiración unitaria logró despojarse de la retórica ante la amenaza estadunidense y al apogeo revolucionario desatado a partir de la Revolución Cubana (1959).

Pioneros en ese movimiento fueron el Mercado Común Centroamericano, suscrito por Costa Rica, El Salvador, Guatemala Honduras y Nicaragua en 1960, y la Comunidad Andina de Naciones, conformada seis años después por Colombia, Ecuador, Perú, Venezuela y Bolivia.

También la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio, integrada por una decena de países suramericanos y México, y devenida Asociación Latinoamericana de Integración en la década de 1980.

El Mercado Común del Caribe (1973) aunó a Antigua y Barbuda, Bahamas, Barbados, Belice, Dominica, Granada, Guyana, Jamaica, Montserrat, San Cristóbal y Nieves, San Vicente y las Granadinas, Santa Lucía, Suriname, Trinidad y Tobago.

Éstos y otros esquemas unionistas propiciaron por más de dos décadas el crecimiento del emergente comercio intrarregional, mas poco incidieron en las estrategias de desarrollo elaboradas en cada territorio, pues no fueron concebidos como proyectos políticos.

El modelo de industrialización por sustitución de importaciones seguido en el periodo tampoco alentó la unificación por su proyección “hacia adentro” a partir de barreras arancelarias y no arancelarias.

Tales obstáculos al comercio favorecieron la sustitución de las compras en el exterior, pero limitaron el desarrollo de las capacidades competitivas de cada país como vía para insertarse de forma más efectiva en el entorno regional y mundial.

La carencia de una infraestructura adecuada, en particular en carreteras, obstaculizó igual el flujo comercial debido a las deficiencias en el transporte, telecomunicaciones, y estimuló conflictos limítrofes, gobiernos autoritarios y turbulencias políticas de todo tipo.

Estas variables desalentaron los intentos de cooperación, más los efectos del neoliberalismo y las dictaduras militares, pero la subida de fuerzas más democráticas al poder incentivó la creación de entes unionistas casi al fin de la década de 1980.

El Grupo de los Tres fue iniciativa de Colombia, Venezuela y México, seguido por la articulación del Mercado Común del Sur (1991) y de la Asociación de Estados del Caribe (1994), que aglutinó 24 Estados independientes como miembros plenos y 11 territorios dependientes bajo el estatus de asociados.

Esta última la integraron Antigua y Barbuda, Bahamas, Barbados, Belice, Colombia, Costa Rica, Cuba, Dominica, República Dominicana, Granada, Guatemala, Guyana, Haití, Honduras, Jamaica, México, Nicaragua, Panamá, San Cristóbal y Nieves y Santa Lucía.

Trinidad y Tobago, San Vicente y las Granadinas, Suriname y Venezuela, como miembros plenos, y como asociados Anguila, Islas Vírgenes Británicas, Islas Caimán, Monserrat, Islas Turcas y Caicos, Antillas Holandesas, Aruba, Guadalupe, Martinica, Guyana Francesa y Bermudas.

El Salvador, país centroamericano con costas en el Pacífico, participa como observador en esta agrupación.

Al iniciar el siglo XXI, el mapa de la unidad estaba diversificado: en la zona existían disímiles convenios de colaboración, cuatro mercados comunes, una decena de tratados bilaterales y otros en proceso de negociación.

Tal heterogeneidad llevó a que algunos calificaran a la década final del “siglo de los vientos”, al decir del ensayista uruguayo Eduardo Galeano, como la de la integración en América Latina y el Caribe.

La expansión de la globalización e interdependencia entre los Estados, la formación de grandes bloques económicos y los avances tecnológicos distinguieron este periodo.

Ese panorama redundó en cierto retroceso de esta región en el ámbito de las relaciones económicas internacionales y exigió la búsqueda de estrategias encaminadas a aniquilar la marginación.

El establecimiento y consolidación de procesos democráticos en algunos de estos países sirvió para contrarrestar las ambiciones hegemónicas de Estados Unidos, Europa y otras fuerzas contemporáneas.

Ello impulsó al mismo tiempo la colaboración intrarregional y una mayor apertura hacia el exterior, creando un ambiente favorable para que los Estados latinoamericanos fomenten procesos integradores más ambiciosos que los previos, al estilo de la Celac.

*Periodista

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