Una ortodoxia es dogma y cuando más persuasivos sean los argumentos [en su contra], mayor será la ofensa
Keynes
Así como los viejos generales juegan siempre sus mismas batallas fracasadas en cualquier guerra, los economistas forjados en el credo monetarista de la tradición del “gran Chicago” (Chicago, Stanford, Columbia, Massachusetts y sus réplicas aldeanas como la Universidad Católica de Chile o el Instituto Tecnológico Autónomo de México, cuya ideología reaccionaria ha amamantado a generaciones de individuos que le han dado una artificiosa cientificidad al neoliberalismo), también recurren obstinadamente, con obsesión, a invocar en todo momento a su desacreditada terapia de la austeridad, con el objeto de enfrentar toda contingencia –para ellos perennemente imprevista, porque, invariablemente, los toma por sorpresa, como un rayo en cielo despejado– que trastorne el equilibrio de las finanzas del Estado.
Esos técnicos son las fuerzas operativas civiles de la mundialización capitalista neoliberal, cuyo proceso de aprendizaje se inicia en los laboratorios de las dictaduras militares de Chile, Argentina y Uruguay, entre los experimentos de los programas de choque, las contrarreformas estructurales y los choques eléctricos de las políticas autoritarias.
A partir del colapso de la deuda externa internacional de la década de 1980, la crisis financiera del Estado, la recesión hiperinflacionaria, el alto desempleo, la explosión de la miseria, el equilibrio fiscal se convierte en un dogma enfermizo. En un imperativo de carácter universal. Ahistórico. Intemporal. Indiferente a los detalles locales, las heterogéneas causas y razones nacionales e internacionales, económicas y sociopolíticas, que tensan las finanzas de los Estados y detonan las crisis fiscales.
La aceptación de la terapia de la disciplina presupuestaria para alcanzar el balance fiscal cero, como credo mundial infalible, como moneda de uso corriente, empero, no surge de la nada. Primero, es consecuencia de la quiebra financiera de países como México (cartas de intención de 1982-1985, 1986-1988, 1995). Esa crítica situación obliga a los gobiernos a tocar desesperadamente las puertas del Fondo Monetario Internacional (FMI), rescatador en última instancia de gobiernos naufragados, urgidos de créditos de corto plazo y de su respaldo, recuperar la “confianza de los acreedores privados foráneos y evitar su condición de apestados en los mercados voluntarios de capital”.
A cambio, se ven obligados a convertirse en monetaristas de circunstancia. A aceptar, como un acto de fe, la ortodoxa doctrina monetarista de las políticas de estabilización y ajuste externo (para una economía cerrada), versión canónica seguida por su variante adulterada: el heterodoxo enfoque monetarista de la balanza de pagos (para una economía abierta). Con el ascenso de los tecnócratas al poder, la imposición se transforma en servidumbre voluntaria. Como neoliberales convictos, aplican reiterada y monótonamente la disciplina fiscal como un instrumento supuestamente “neutral”, “técnico”. El martirio es infringido por ellos mismos, sin necesidad de la sombra autoritaria del FMI, con el objeto de asegurar la “confianza” de los “mercados”.
De Miguel de la Madrid –con Jesús Silva Herzog Flores y Gustavo Petricioli en Hacienda y Crédito Público, y Carlos Salinas de Gortari y Pedro Aspe en Programación y Presupuesto, en plena crisis petrolera, financiera, fiscal y recesiva inflacionaria de la década de 1980– a Felipe Calderón –con Agustín Carstens, Ernesto Cordero y José A Meade en el manejo hacendario–, la austeridad se ha convertido en la norma de la política económica y el manejo de las finanzas públicas.
Enrique Peña Nieto y Luis Videgaray sólo han repetido la letanía disciplinaria. En 2013, porque a Videgaray se le olvidó que había sido nombrado como el técnico responsable de Hacienda y dejó el destino del gasto público a la deriva, en manos de la inercia, por lo que el primer año del peñismo se caracterizó, primero, por la austeridad “republicana”; y después, por su ejercicio desaforado para ceñirse a la ley presupuestaria, hecho que deja mal parada a la supuesta capacidad de planeación financiera.
Entre diciembre de 2012 y marzo de 2013, el gasto programable del sector público decrece y acumula una caída de 11 por ciento, en términos reales, comparado con el mismo lapso de hace 1 año, según datos de la Secretaría de Hacienda. En mayo-julio vuelve a decrecer 2 por ciento. Sólo al finalizar el año, Videgaray abre la llave del gasto. En el último trimestre aumenta 13 por ciento. En 2013 el gasto programable real se eleva 3 por ciento, ligeramente por debajo de 2012, cuando crece 4.2 por ciento. Ello, empero, no impidió que la inversión física directa real del Estado retrocediera 3.8 por ciento en 2013. El año anterior había declinado 2.2 por ciento.
A lo anterior, Hacienda lo denomina como un manejo “responsable” del dinero público.
O quizá no fue un olvido.
Y el rezago fue deliberadamente planeado en su contracción, dosificación gradual, en su recuperación y gasto desordenado en último momento.
Acaso fue una suerte de castigo infringido con el objeto de doblegar oposiciones, forzar al Congreso de la Unión y los estados para que aceptaran la nueva oleada de reformas estructurales.
Lo cierto es que ese año y el siguiente la única capacidad operativa mostrada por Videgaray fue su habilidad por imponer el último ciclo de las contrarreformas neoliberales (la laboral, la energética, la financiera, la fiscal, en telecomunicaciones, entre otras), en beneficio de la minoría oligárquica, y publicitado en nombre del interés público y el bien de la República.
Videgaray brilló en la promoción de lo que Joseph Stiglitz llamó alguna vez como “crony capitalism American-style”; literalmente el “capitalismo de amigotes al estilo estadunidense”.
Su mérito, no obstante, queda empañado por tres razones al menos:
1) La aprobación de las reformas no se debe a las virtudes sociales de las mismas, ni a su relevancia desde el punto de vista del interés nacional, ni a su respeto al estado de derecho, ni a la capacidad de persuasión, liderazgo y carisma de Enrique Peña Nieto o de Luis Videgaray. Se debe a que éste, como operador político de aquel –como diría el politólogo italiano Sergio Fabbrini–, sólo es portador de un símbolo prestado, delegado: el poder del Ejecutivo, el cual fue ejercido nada democráticamente.
2) El poder presidencial fue empleado verticalmente, autoritariamente, para someter a la mayoría del Congreso ante el Ejecutivo, evidenciándose la ausencia de la división de poderes que caracteriza a una democracia formal. Los congresistas saben que cualquier disidencia a los caprichos presidenciales tiene graves repercusiones sobre sus carreras políticas y los generosos dividendos personales y familiares que les representa. Esa situación explica la impunidad con que actúan los legisladores y su abismo existente entre ellos y los electores.
La reciente evaluación realizada por 12 organizaciones civiles –entre las que participan Arena Ciudadana, Fundar Centro de Análisis e Investigación, Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO), Visión Legislativa y Transparencia Mexicana– confirma la manera inescrupulosa en que funcionan las cámaras de Diputados y Senadores, así como los 34 congresos locales del país, definida por el conflictos de intereses, la legislación en favor de los gobiernos federal y estatal y los llamados poderes fácticos, su opacidad en el manejo del presupuesto, su opacidad en general, entre otros elementos.
3) La dependencia de los estados a las participaciones fiscales, que se redujeron mensualmente entre septiembre de 2102 y febrero de 2013 (6.8 por ciento, en el periodo, en promedio real), que afectó sus actividades y contribuyó a reforzar su capitulación. Los gobernadores presionaron a los legisladores de sus estados para aprobar las reformas del Ejecutivo.
Por definición, por tanto, la misión de Videgaray estaba garantizada.
4) En todo caso, su virtud radica en la anulación y fragmentación de la oposición electoral que se decía de izquierda, aunque sea testimonialmente, y que actualmente ha dejado de existir ante la aceptación de su vasallaje del Ejecutivo.
El encanto de Videgaray se encuentra en otro lado.
Pero como decía Maquiavelo: “No se puede emprender nada más difícil, de éxito más incierto y peligroso […] que el querer ser un líder”.
Una cosa es el éxito como vendedor de bienes ajenos a precios bajos, y otra el balance de su gestión económica.
Los resultados arrojados en el primer bienio del peñista convierten al secretario de Hacienda en un candidato ideal para que su cabeza sea sacrificada, para tratar de calmar a la cada vez más descontenta y agraviada población.
En 2013 y 2014, la tasa de crecimiento económico real es de 1.4 por ciento y 2.1 por ciento. El promedio es de 1.8 por ciento.
Las metas originales para cada año eran de 3.5 y 3.9 por ciento; 3.7 por ciento en promedio. Es decir, el promedio alcanzado equivale al 47 por ciento de la media esperada.
El bienio es uno de los peores para un lapso sexenal similar desde 1983. Sólo es superado en su mediocridad por Miguel de la Madrid (cero por ciento) y Ernesto Zedillo (0.1 por ciento), cuyos mandatos se inician en una crisis espectacular. Aquella representa la crisis terminal del modelo económico nacionalista y la emergencia del neoliberal. Ésta la del colapso del neoliberalismo local.
Oficialmente se ha señalado que el “crecimiento potencial” medio de la economía, de acuerdo con la estructura productiva del modelo de economía abierta e integrado al mercado mundial (1983-2012), es de 2.4 por ciento. En el primer bienio peñista se ubica por debajo de ella. Equivale al 75 por ciento de la misma.
La tasa del “crecimiento potencial” contrasta con la tasa 6.3 por ciento registrada en 1950-1982, cuando la economía estaba cerrada, los mercados estaban regulados y el estado participaba activamente en el desarrollo. La tasa de la economía abierta apenas equivale a 38 por ciento de ella. La tasa del bienio peñista a 28 por ciento.
Con los supuestos efectos multiplicadores de las reformas en telecomunicaciones, financiera, energética y fiscal, en el gobierno federal hicieron cuentas alegres y proyectaron un futuro de crecimiento: 4.7 por ciento en 2015; 4.9 por ciento en 2016; 5.2 por ciento en 2017; 5.3 por ciento en 2018. Una media anual de 5 por ciento. Sin esas reformas, se dijo que las variaciones serían declinantes: 3.8 por ciento, 3.7 por ciento, 3.6 por ciento y 3.5 por ciento para los años citados. Una media de 3.7 por ciento.
Vistas serenamente las estimaciones, la diferencia entre ambos promedios no es significativa. Las dos se encuentran lejos de las tasas logradas entre 1950 y 1982.
Aun cuando se cumpliera el sueño peñista del crecimiento estimado con las reformas, su tasa media anual sería de 4 por ciento para 2013-2018. Para todo el ciclo neoliberal (1983-2018) de 2.6 por ciento. Alrededor de la mitad de la tasa de 6.3 por ciento.
La economía, para usar las palabras del ministro de finanzas griego, Yanis Varoufakis, empleadas para definir a la griega, se encuentra en calidad de “zombi”. Hundida en un dilatado estancamiento crónico, fase que se inició en 1983 y se extenderá hasta el 2018, cuando menos.
Lo anterior lleva a una inevitable pregunta: ¿valieron la pena 31 años de políticas de estabilización y de reformas estructurales? Teóricamente, se estima que un periodo de 10 años es más que suficiente para la maduración de estas últimas. Si en ese lapso no cumplen sus propósitos, crecimiento, empleo, bienestar estabilidad macroeconómica, simplemente nunca lo lograrán.
A estas alturas, ¿qué joyas de la nación heredadas por el Estado del “nacionalismo revolucionario” queda por despojar?
Los neoliberales se han apoderado de casi todo lo disponible. Ya quedan pocas cosas relevantes. Por ejemplo, la reprivatización del agua; el despojo masivo de tierras.
A decir verdad, el neoliberalismo ha cumplido su objetivo fundamental y fundacional, en un contexto donde la acumulación del sistema capitalista se ha estancado y ha dejado de crear nueva riqueza: redistribuir el excedente disponible desde las mayorías y del Estado hacia la burguesía; la mayor concentración y centralización de la riqueza de la historia en unas cuantas familias, unas 37 de poco más de 25 millones de hogares contabilizados en México, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía.
Las perspectivas son oscuras, si se toma en cuenta que ninguna de las reformas peñistas han arrojado hasta el momento algún beneficio para la economía, la sociedad, la hacienda pública, el crecimiento y el desarrollo. El fracaso más dramático corresponde a la fiscal, 12 nuevos impuestos o aumentos aprobados para 2014, cuyo contenido indican que sólo se buscaba encontrar ingresos adicionales para el Estado hasta por debajo de las piedras: impuestos “verdes”; IVA (impuesto al valor agregado) en alimentos para mascotas y los llamados “basura” (chatarra y refrescos); homologación nacional del IVA; gravámenes risibles a las regalías de las mineras y las ganancias bursátiles; mayores impuestos a las gasolinas; alza modesta a las cargas marginales del impuesto a la renta; limitación las deducciones fiscales.
Todo alejado de la reforma fiscal integral y progresiva requerida por México desde 1983.
Pero por muy consejero y operador que sea Videgaray, no es fácil olvidar la frase contenida en la placa colocada sobre la mesa del presidente estadunidense Harry Trumann que rezaba: “The buck stops here” (“La responsabilidad es mía”).
Es difícil pensar que Enrique Peña Nieto asuma la responsabilidad del desastre económico observado a la mitad de su sexenio. Rara vez un gobernante, en su sano juicio, hace suyas aquellas palabras. Afortunadamente, en caso de necesidad, siempre existe algún candidato a expiar las cuitas en su nombre. La corte siempre tiene a su disposición la cabeza de un turco.
Sin embargo, también es menester escuchar la coloquial expresión de Abraham Lincoln: “it is best not to change horses while crossing a stream” (“es recomendable no cambiar de caballo al cruzar un río”).
Si bien a cada tanto se rumorea el ajuste en el gabinete, Enrique Peña muestra escaso entusiasmo por cambiarlo.
El colapso de los precios petroleros desde julio de 2012 no sólo manifiesta que la planeación económica es una calamidad, lo que justifica plenamente que la sonrisa de Videgaray se haya convertido en una mueca.
Las metas económicas y presupuestales proyectadas para 2015-2018 son anécdotas de las cosas que nunca existirán.
Todas se sostenían en que el precio medio del crudo mexicano de exportación se ubicaría en 79 dólares por barril (db) en 2015, y 88 db para 2016-2018, según indican los Criterios de política económica 2015, elaborados por la Secretaría de Hacienda, y convertidos en ley por el Congreso. Ello pese a que en junio de 2013 se ubicaron en 98.79 db y en diciembre del mismo año en 52.36 db. En el primer bimestre de 2015 media 43.66 db, según Petróleos Mexicanos, 35.23 db menos que la meta, o 55 por ciento menos.
La Agencia Internacional de Energía estadunidense estima el precio del West Texas Intermediate en 52.48 db y 70 db para 2015 y 2016. El Brent en 59.32 db y 75 db, respectivamente. Alrededor de esos precios girará la trifa del crudo mexicano. De momento, ningún analista aventura la posibilidad de que los precios internacionales superen los 100 db en lo que resta de la década.
Para un Estado mexicano donde los ingresos petroleros equivalen a poco más del 30 por ciento de presupuestarios totales, su pérdida es traumática. Lo es más cuando el gobierno no tiene la más mínima intención por modificar la orientación de política fiscal ni la estructura de los ingresos y el gasto.
La crisis fiscal de 2015-2016 representa el retorno de los “profetas del ajuste fiscal”, como calificara irónicamente Alfredo Zaiat, economista argentino keynesiano, a los creyentes de la ortodoxia monetarista.
Como en el pasado, vuelve a plantearse el balance fiscal cero como una conditio sine qua non para la estabilidad económica y el futuro crecimiento.
Vuelve a desempolvarse el viejo recetario del ajuste fondomonetarista, cuya eficacia recuerda a las prácticas médico-religiosas del Medievo que enfrentaban la peste negra con las ideas de Hipócrates y Galeno.
Nada importa que esa forma de disciplina aparezca como una verdad revelada, incuestionable, cuyo maquillaje mental y práctico permea a la ideología ortodoxa internacional dominante. Como un “ídolo deslucido –para usar las palabras de Keynes de su trabajo El fin del laissez-faire, (1926)– del [neo]liberalismo económico”, sistema en el cual resulta cada vez más dudoso determinar “quién nos conduce de la mano al paraíso” prometido.
La deflación que actualmente padece la Unión Europea y la eurozona se debe en gran medida al ajuste fiscal tradicional que ahora emplea Hacienda para equilibrar las finanzas del Estado mexicano: recortar el gasto público por donde se pueda, con el objeto de ajustarlo a un ingreso menguado. Para 2016 Videgaray, con su propuesta de “presupuesto balance cero”, al estilo de la Texas Instruments, espera que cada entidad pública decida democráticamente cómo será su recorte, con la venia del propio secretario.
La monomanía por el equilibrio fiscal a cualquier precio –como dijera Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía 2001– convirtió a los estabilizadores automáticos en desestabilizadores automáticos. Esa práctica fondomonetarista “is mainly fiscal” (“es fundamentalmente fiscal”), porque sólo le interesa el resultado sin importar la manera en que se alcanza, impide reconocer que el déficit fiscal por sí mismo no es equivocado ni nocivo si el gasto aumenta su eficiencia, si su rentabilidad es superior al costo de los recursos y si se financia de forma no inflacionaria. Su preocupación se reduce a generar los excedentes necesarios para cubrir los costos financieros. “El rumbo de las reformas. Hacia una nueva agenda para América Latina”, Revista de la Cepal, 80, agosto de 2003).
Dice Paul Krugman, Premio Nobel de Economía 2008: “el resultado de esta política de austeridad es la recesión económica”.
Agrega Stiglitz: “la austeridad ha fracasado. Ha sido un desastre total y absoluto. La demanda es lo que el mundo necesita más”.
El malestar que aflige a México y la economía mundial en la actualidad se podría reflejar en dos eslóganes simples, según Stiglitz: “es la política, estúpido”, y “demanda, demanda, demanda”.
A las políticas seducidas por la austeridad, Stiglitz las denominó como “las políticas de la estupidez económica”.
Marcos Chávez M*, @marcos_contra
*Economista
[Sección: Ensayo]
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