La historia nos enseña, al menos desde que hay registros confiables, que nunca faltan grupos que se sienten superiores a otros, que atacan a los más débiles, que ejercen un poderío basado en la fuerza, sojuzgando a quienes embisten. Esos movimientos, donde grupos dominantes toman los territorios de otros expandiendo su influencia militar, económica, política, cultural, y subordinando/esclavizando a los conquistados, se conocen como imperios.
A través de la historia ha habido muchos, diversos en sus características pero siempre similares en sus notas distintivas: son imperios porque se imponen brutalmente a partir de la fuerza, conquistan y dominan, saquean, se apropian de todo.
Persas, griegos, romanos, mongoles, chinos, españoles, mayas, incas, británicos, franceses, cada uno a su turno construyó vastos imperios, siempre mantenidos a sangre y fuego. En realidad, no hay otra forma de forjar, y mucho menos, de mantener un imperio, si no es apelando a la fuerza bruta. Nadie deja conquistarse ni que le despojen sus bienes o pertenencias por un diálogo consensuado: la violencia más atroz y sanguinaria está en la base de toda conducta imperial.
El siglo XX no fue la excepción, los Estados Unidos jugaron ese papel de potencia imperial. Quizá no fungió como imperio conquistando territorios en forma militar o, al menos, no fue esa su característica principal; su poderío económico -del que, por supuesto, se desprende también una hegemonía bélica- sirvió como ariete para conquistar buena parte del mundo.
Algo que hizo de diversas maneras: con una moneda (el dólar), devenido referencia económica universal obligada, o con más de 800 bases militares diseminadas por todo el planeta, que trajo consigo una avalancha de imposiciones políticas y culturales con lo cual su faceta imperialista marcó a fuego el siglo XX.
El siglo XXI, sin embargo, plantea una interrogante respecto a si ese país seguirá haciendo las veces de potencia hegemónica imperial, cómo y de qué manera. Todo indica que esa supremacía está en riesgo, abriendo una pregunta sobre las próximas décadas y el papel que seguirá jugando la potencia estadounidense. O si, inexorablemente, vamos hacia una nueva guerra mundial de proporciones dantescas, en la que Estados Unidos, quizá dando manotazos de ahogado, no querrá abandonar su posición dominante.
Si vemos su reciente rendimiento económico, el gigante no está en expansión, no está en crecimiento sostenido como lo estuvo durante décadas desde mediados del siglo XIX. Terminada la Segunda Guerra Mundial, su Producto Interno Bruto representaba el 52 por ciento de la producción total mundial; hoy es de apenas el 18 por ciento. Ello no significa que esté en franca caída, pero sí revela una tendencia: muy probablemente ha pasado su apogeo.
Ahora bien: en las oficinas de planificación estratégica, tanto de sus grandes corporaciones (el gobierno, de hecho), como gubernamentales (el de derecho), esto ya se sabe. La aparición de nuevos actores cargados de bríos -China fundamentalmente, también Rusia, la Unión Europea disputándole espacios económicos, los BRICS- son los factores que amenazan con destronar a Washington de su sitial de locomotora de la humanidad.
Apenas terminada la Guerra Fría, los sectores más conservadores de la clase dirigente estadounidense se dieron a la tarea de aprovechar esa coyuntura: habiendo salido ganadores de esa contienda con el rival socialista, el paso inmediato fue aprovechar el nuevo escenario para consolidar el liderazgo. Nace así el proyecto de dominación militar del mundo, a la cual el partido republicano le es perfectamente funcional. Con dos administraciones republicanas continuas del presidente George Bush, ese proyecto se consolidó, ofreciendo una visión unipolar sumamente belicista. Las guerras pasaron a ser su eje dominante.
Hoy por hoy, la fuerza de los Estados Unidos se basa en las guerras. En todo sentido: su economía doméstica está alimentada en un alto porcentaje por la industria de guerra, y su hegemonía planetaria (apropiación de materias primas e imposición de reglas de juego económicas y políticas a escala global) también depende de ellas.
Hoy día Washington necesita de las guerras, el país entero necesita de ellas para continuar viviendo. Sin las guerras, la potencia no sería potencia. La militarización va ganando paulatinamente todos los ámbitos: el económico, el primero. Y a ello siguen otras esferas: la política, la social, la cultural. La necesidad de las guerras se ha tornado imperiosa en el nuevo diseño geoestratégico de la gran potencia, del que se beneficia un monumental complejo militar-industrial.
Estados Unidos no está derrotado en absoluto. Pero ha iniciado un ciclo de regresión, de no expansión como proyecto de unidad nacional, con indicadores macroeconómicos que muestran insostenibilidad en el largo plazo: su déficit fiscal es impagable, su nivel de consumo es irreal (se gasta más de lo que se produce), su grandeza depende de la guerra. Y esto último es un elemento definitorio: no hay economía sana que esté en dependencia de la guerra. Eso, tarde o temprano, cae, tal como le ocurrió a todos los grandes imperios.
La estrategia en curso con el Proyecto para un Nuevo Siglo Americano con el que las grandes corporaciones dominan la política de la Casa Blanca consiste en desplegar fuerzas ofensivas infinitamente superiores a todos sus contrincantes (de hecho, en la actualidad, las fuerzas armadas estadounidenses tienen un poder de fuego similar a la suma de todo el resto del mundo) y guerras preventivas como parte definitoria de la iniciativa.
A través de ellas (con la excusa que sea, por supuesto) Washington se asegura cuatro cosas: 1) recursos vitales (energéticos, agua, materiales innovadores), 2) posicionamiento militar cada vez más amplio en todo el orbe, 3) movimiento en su economía interna con una formidable industria bélica que no se detiene, y 4) negocios.
La guerra para ellos es negocio, así de simple. Negocio para las grandes corporaciones fabricantes de armamentos (Lockheed Martin, Boeing, Northrop Grumman, Raytheon, General Dynamics, Honeywell, Halliburton, BAE System). Negocio también para las empresas que dependen de los recursos saqueables (petroleras, las que manejan los recursos hídricos -futuro gran negocio del siglo XXI-, mineras, las que rapiñan biodiversidad, etcétera), y negocio para toda la lógica que ha ido construyendo el imperialismo en esta última década, consistente en destruir militarmente para luego reconstruir.
Iraq es el ejemplo más ilustrativo, y seguramente el punto de partida del modelo de nuevas guerras por venir. Petróleo, agua, bases estratégicas y ¡muchos negocios! Destruido un país hay que volver a ponerlo en pie, y ahí están los multimillonarios contratos que ofrece la administración federal a sus empresas (y en muy menor medida a sus socios) para hacer (rehacer) todo: servicios públicos, infraestructura básica, seguridad.
Incluso alimentación: los invadidos -eufemísticamente llamados “liberados”- iraquíes son forzados a consumir alimentos transgénicos producidos por compañías de Estados Unidos, sin permitírseles a los agricultores locales ni siquiera acopiar semilla. En otros términos: estamos ahora ante guerras que ya no son sólo de conquista de territorio para el saqueo sino que transforman el país invadido en un rehén absoluto para ir a hacer negocio permitiéndosele a la población derrotada, cuanto más, ser mano de obra barata.
Pero la historia no ha llegado a su fin. La gente reacciona, siempre. Y la gente se enfurece a veces. Habrá que saber conducir ese descontento, entonces.
Marcelo Colussi*/Prensa Latina
*Catedrático universitario, politólogo y articulista argentino.
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