Del mismo modo que los gobiernos corruptos que se sienten amenazados por las investigaciones periodísticas, los grupos criminales mexicanos están tratando de silenciar a los medios de comunicación o de convertirlos en caja de resonancia para sus intereses durante los enfrentamientos entre sí o con las fuerzas federales.
No hay todavía ninguna estrategia por parte de los medios o del gobierno federal que sea efectiva para erradicar esta tendencia. Los grupos de la delincuencia organizada mexicana han aplicado con éxito la política de silenciamiento en regiones enteras del país sin que haya nadie que la contrarreste.
En Tamaulipas, por ejemplo, los diarios locales han abandonado la práctica de publicar información sobre la violencia en sus localidades, porque eso les puede atraer la animadversión de las bandas criminales. Los tuiteros ciudadanos están tratando de cubrir ese vacío informativo con datos sobre la violencia, pero ya están recibiendo amenazas de la delincuencia organizada. El silenciamiento criminal ahora va dirigido también hacia los ciudadanos y las redes sociales.
En los últimos meses, esa política de silenciar o controlar a los medios pasó de Tamaulipas a Veracruz y Coahuila, a donde se ha trasladado el conflicto armado entre Los Zetas y el Cártel del Golfo, apoyado por los cárteles del Pacífico, la Familia Michoacana y Jalisco Nueva Generación. Los cuatro casos de desaparición de periodistas en 2012 ocurrieron en zonas de enfrentamiento entre esas organizaciones rivales: dos en Veracruz, uno en San Luis Potosí y otro en Tamaulipas.
Esa movilidad de la violencia tuvo un efecto duro para los periodistas veracruzanos, quienes vieron inermes cómo seis colegas murieron asesinados y dos fueron desaparecidos. El impacto arrojó también al éxodo a reporteros hacia otras entidades del país, incluso hacia Estados Unidos. Según cifras de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, 15 periodistas o sus familiares abandonaron Veracruz en 2012 y se refugiaron en la Ciudad de México.
El hecho de que la ola de asesinatos y desapariciones de informadores en Veracruz haya dejado de ocurrir después de las elecciones locales de julio de 2012 fue acaso un indicativo de las posibles conexiones entre la violencia criminal y la violencia electoral en el estado. La experiencia reciente es que ambos tipos de violencia se unen cuando grupos de narcotraficantes intentan influir en el resultado de los comicios a nivel municipal o estatal.
En los contextos electorales, el asesinato de periodistas puede ocurrir como una forma de dañar el prestigio de la fracción política gobernante y así ejercer presión ante la proximidad de las elecciones.
Esto cambiaría por completo los parámetros futuros de cobertura electoral en el país, pues los periodistas deberemos tomar en cuenta la contaminación de los procesos con una mezcla de intereses políticos, económicos y criminales que actúan con relativa impunidad y constituyen un factor de riesgo.
Ahora el foco de la violencia se ha trasladado hacia la Comarca Lagunera, en la zona Norte del país, donde Los Zetas y el Cártel de Sinaloa están disputando, palmo a palmo, el control del territorio.
Las bandas de la delincuencia organizada mantuvieron una presión exacerbada contra periodistas durante 2012 y lo que va de 2013. Esa presión incluye amenazas de muerte, secuestros, golpes, desapariciones forzadas, asesinatos y ataques con granadas y armas de alto poder contra oficinas e instalaciones de medios de comunicación.
En el caso de Coahuila, los grupos criminales empezaron a realizar secuestros al azar de empleados de los medios locales para obligar a éstos a cubrir incidentes a su conveniencia o satisfacción. Esto puso en evidencia que no sólo reporteros y editores estaban en riesgo, sino que también personal administrativo y de producción. Según testimonios de periodistas locales, las amenazas provenientes de la delincuencia organizada se extendieron a todos los medios de comunicación de Torreón y Saltillo.
La experiencia en Torreón indica el riesgo de que el secuestro intimidatorio de periodistas se convierta en una tendencia en otras regiones del país, en la medida en que la confrontación entre grupos criminales, y de éstos contra las fuerzas federales, abarca a casi todos los estados del Golfo de México, la Comarca Lagunera y la región de Occidente.
En el caso de los medios de comunicación de Torreón, las amenazas de la delincuencia organizada se han concretado en el secuestro de periodistas o de empleados que salen o entran de las instalaciones de los medios. Los grupos criminales secuestran a los periodistas con el fin de que sus medios publiquen noticias a modo del grupo de interés. Los grupos rivales responden con el secuestro y golpes contra los periodistas que firmaron las notas y publicaron la información conveniente al grupo rival. Por lo menos uno de los incidentes de secuestro en Torreón ocurrió debido a la cobertura forzada que pretendía uno de los cárteles, descontento por el traslado de internos vinculados de un penal de Torreón a otro ubicado en Gómez Palacio, Durango.
Eso ha provocado que los periodistas se vean obligados a trabajar desde sus casas para evitar el secuestro si se aventuran a salir a la calle. Los grupos criminales controlan de esa manera la actividad periodística por medio de tácticas de terror.
Dichas tácticas también varían según el grupo criminal, y eso es algo que han tenido que aprender los periodistas para sobrevivir.
El Cártel del Golfo, por ejemplo, no permite la publicación del nombre de narcotraficantes –sean amigos o rivales– que mueren en enfrentamientos o son asesinados. Según periodistas de esa entidad, este grupo criminal pretende mantener la imagen de “paz relativa” en sus zonas de control, aunque de hecho ocurran enfrentamientos con Los Zetas o unidades militares, navales o de la Policía Federal.
A decir de reporteros de la zona, las tácticas de los miembros del Cártel del Golfo son siempre agresivas hacia los medios, con amenazas y golpes contra reporteros que no obedecieron las órdenes para cubrir eventos de su interés.
Esta hostilidad es, en realidad, una forma de contacto común entre grupos criminales y periodistas en el país. Las bandas delictivas presionan sistemáticamente a los periodistas locales por medio de llamadas telefónicas, mensajes de texto o correos electrónicos.
Periodistas de Tamaulipas reportan que Los Zetas han llamado a “reuniones” de reporteros de la fuente policiaca de Nuevo Laredo para conminarlos a colaborar con ellos a cambio de prebendas. Los colegas que se rehúsan a colaborar con es grupo criminal prefieren dejar la fuente de policía, cambiar de medio y, en ocasiones, abandonar la ciudad.
Según testimonios de reporteros de Michoacán, el grupo Los Caballeros Templarios organiza conferencias de prensa en las que se presentan como empresarios del estado interesados en aumentar su inversión e informar a los medios. Cuando ya tienen reunidos a los periodistas, entonces los supuestos empresarios revelan su identidad como criminales y expresan a los comunicadores que, colaboren o no, “de todas formas ya están sentenciados a morir. La única diferencia –según los testimonios– es que los que acepten colaborar vivirán más tiempo”.
Ése es el terror que enfrentan los periodistas de las zonas afectadas, principalmente ubicadas en zonas alejadas, de difícil acceso o donde hay debilidad institucional.
En las entidades donde el enfrentamiento entre grupos rivales del narcotráfico es menor, los grupos criminales se limitan a dejar mensajes o mantas para que sean divulgadas en los medios de comunicación.
La falta de unidad entre medios y periodistas para enfrentar de manera organizada los ataques provenientes de funcionarios corruptos, grupos de poder u organizaciones criminales puede ser un factor de riesgo para los informadores.
El mayor número de ataques con armas de fuego o explosivos contra instalaciones y oficinas de medios de comunicación ha ocurrido en Coahuila, Tamaulipas y Nuevo León, estados donde existe una confrontación aún no resuelta entre el Cártel del Golfo, Los Zetas y células de otras organizaciones de narcotraficantes provenientes de otras partes del país, y en donde el gobierno federal ha ocupado principalmente a las fuerzas militar y naval en contra del narcotráfico y otras expresiones de la delincuencia organizada. En 2012, las instalaciones de Televisa Matamoros y
El Mañana, de Nuevo Laredo, sufrieron dos ataques cada uno. Las instalaciones de
El Expreso de Matamoros y
Hora Cero también fueron víctimas de ataques semejantes.
El Norte,de Monterrey, experimentó tres agresiones, y la Distribuidora de Publicaciones, SA de CV, sufrió un incendio presuntamente provocado. Un total de 38 medios de comunicación en el país sufrieron ataques en 2012.
El Siglo de Torreón registró tres agresiones consecutivas en los primeros meses del año.
El Diario de Juárez y las oficinas del Canal 44 local también sufrieron ataques con armas de fuego.
Este conjunto de experiencias recientes revela que las tácticas de uso de explosivos o secuestros aleatorios en operaciones de intimidación y control de medios de comunicación están aplicándose de manera sistemática. Este uso de explosivos, aunque no ha resultado en la muerte o daño masivo de empleados de los medios atacados, podría ser el preámbulo de ataques terroristas de una magnitud mucho mayor si no se define una política gubernamental diseñada específicamente para prevenirlos a través de sus sistemas de inteligencia o la coordinación con los medios de comunicación.
El predominio de agresiones hacia reporteros y editores que trabajan para medios locales en poblaciones relativamente pequeñas y donde está registrada una alta actividad de grupos criminales, hace pensar en la necesidad de que autoridades federales, estatales y municipales trabajen con una intensidad y niveles de cooperación no observados hasta el momento para proteger a los comunicadores, prevenir futuros ataques en su contra y sancionar a los presuntos responsables.
*Especialista en Fuerzas Armadas y seguridad nacional; egresado del Centro Hemisférico de Estudios de la Defensa, de la Universidad de la Defensa Nacional en Washington
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Fuente: Contralínea 326 / marzo 2013