Santiago Gallur Santorum* / Tercera parte
En 1995 Latif Sharif, el Egipcio, realizó la prueba de caligrafía que demostró que su letra no era la del Diario de Richie (un texto encontrado poco antes en el que se describía cómo se había asesinado a varias mujeres en Ciudad Juárez). Y aunque el supuesto culpable estaba tras las rejas, el 15 de diciembre se encontró el cuerpo de una joven de 14 años. A partir de entonces, el goteo de víctimas fue tan intenso que, el 13 de abril de 1996, las autoridades organizaron un gran operativo en los bares del centro de la ciudad, centrado especialmente en el Joe’s Place. Hubo unas 50 detenciones, de las que al final se quedaron en prisión preventiva sólo 15 personas. Entre ellas, estaban los integrantes de una banda callejera: Los Rebeldes, encabezada por Sergio Armendáriz, alias el Diablo (Fernández, La ciudad de las muertas, páginas 106, 197). Dos días después, las autoridades anunciaban la detención de los ocho presuntos responsables de los crímenes de 17 jóvenes. Sin embargo, el 19 de abril la Comisión Estatal de los Derechos Humanos denunciaba que seis de los ocho detenidos habían sido privados ilegalmente de su libertad y que se les había obligado a firmar declaraciones alteradas. Cada uno de Los Rebeldes negó los cargos, denunciando públicamente los golpes y torturas a los que fueron sometidos (González, Huesos en el desierto, páginas 19, 20), para que afirmaran que habían asesinado, por orden de Sharif, a 17 mujeres, previo pago de 1 mil dólares por víctima (Fernández, La ciudad de las muertas, página 107).
Valenzuela
Durante los años posteriores, el Egipcio (apodo de Sharif) ampliaría las acusaciones contra Alejandro Máynez y su primo Melchor. Afirmaba que Alejandro estaba protegido por la policía, concretamente por su amigo Antonio Navarrete, exjefe de Homicidios de la Policía Judicial del Estado (González, Huesos en el desierto, páginas 20-22). La fuente en la que se apoyaba Sharif era un soplón de la Policía Judicial Federal, Víctor Valenzuela, que, al ver que alguien inocente iba a ser condenado por esos asesinatos, decidió ayudarle con toda la información que tenía sobre las asesinadas. Como afirmó Sharif: “Me confirmó que él sabía quién mataba a las mujeres de Juárez. Está convencido de que soy víctima de una manipulación […] me dijo que las autoridades debían investigar por el lado de los primos Máynez, que se llevan a las víctimas en la mañana generalmente y que buscan chicas pobres para no tener problemas […] Enterraron varias víctimas en dos ranchos, el Santa Elena y el segundo en Villa Ahumada, al Sur de Juárez” (Fernández, La ciudad de las muertas, páginas 104, 105).
El 18 de junio de 1999, el periódico Reforma publicaba las declaraciones de Valenzuela sobre los Máynez: “Un día, en 1992 o 1993, creo, me invitó incluso a participar en una violación, pero me negué”. Según sus declaraciones, ambos primos comenzaron a matar juntos y continuaron cada uno por su lado. “Melchor venía de El Paso, donde trabajaba, y cometía sus crímenes en Juárez y regresaba del otro lado por el puente, a pie”. Alejandro, al parecer, fue interrogado por la muerte de su amante de aquella época, y salió libre de sospechas: su expediente desapareció de los archivos de la policía. Valenzuela, después de reafirmar, en mayo de 1999, que entre ambos primos habían matado a más de 50 mujeres, reiteró su testimonio ante los diputados federales Alma Vucovich (Partido de la Revolución Democrática) y Carlos Camacho (Partido Acción Nacional), que fueron acompañados de dos periodistas, uno del Distrito Federal y otro de El Paso (Fernández, La ciudad de las muertas, página 105).
Las declaraciones de Sharif y Valenzuela empezaron a apuntar más alto. Señalaron como implicados en los feminicidios a Francisco Minjárez, comandante del Grupo Especial Antisecuestros de la Policía Judicial de Estado; a Antonio Navarrete, responsable operativo de la Policía Municipal de Ciudad Juárez, y a Francisco Molina Ruiz, exprocurador del estado de Chihuahua, senador de la República y exjefe del Instituto Nacional de Lucha contra la Droga. Según Valenzuela, los dos policías protegían y eran socios de Alejandro y Melchor Máynez en el tráfico de drogas y joyas, con el consentimiento de Francisco Molina. El soplón también aseguró que en una conversación entre los dos policías y Alejandro Máynez, éste había contado cómo mató a dos mujeres. Curiosamente, Abdel Latif Sharif fue detenido por Francisco Minjárez, que (según Valenzuela) le dijo a Alejandro Máynez que no se preocupase más, ya que, “con la detención del Egipcio, no hay problema. Todo se lo cargaremos a él”. Afirmación que se repetiría con la detención de Los Rebeldes: “Serán condenados por todos esos crímenes” (Fernández, La ciudad de las muertas, páginas 114-115). Es más, el mismo Barrio Terrazas llegó a afirmar, aunque no públicamente, una realidad intuida en Juárez: “Detrás de los asesinatos de mujeres y niñas, hay una mafia, con la que no hay que meterse. Ésta es la verdad… y arroja los cuerpos en la vía pública para chantajear al gobierno o presionarlo” (González, Huesos en el desierto, página 167).
Víctor Valenzuela contó todo lo que sabía a Suly Ponce, fiscal especial encargada de los asesinatos de mujeres en febrero de 1999. Para Ponce, estas declaraciones no tuvieron ningún interés, y justo a la salida de las dependencias de esa Fiscalía Especial, Valenzuela fue detenido por la Policía Judicial. Lo acusaron de haber vendido droga en la calle en ese mismo instante. A pesar de que el acusado lo negó todo, fue condenado a varios meses de cárcel. Después de su salida, en 2000, nadie volvió a saber nada de él, y a pesar de la contundencia de sus declaraciones, ninguno de los policías y políticos implicados fue siquiera investigado. Tiempo después, las graves acusaciones realizadas por Valenzuela fueron confirmadas por Nahún Nájera Castro, exrepresentante de la oficina del procurador del estado para la zona Norte en Ciudad Juárez, y por Martín Salvador Arce, exoficial de la policía municipal. Según ambos, Minjárez y Navarrete encabezaban una red de protección de policías corruptos que habrían cometido numerosos asesinatos, participando además en el narcotráfico. Curiosamente, el Grupo Antisecuestros de Chihuahua de Minjárez, creado en 1993, fue acusado, desde el principio, de no investigar todos los asuntos y de favorecer la impunidad que tenían los secuestradores en la zona (Fernández, La ciudad de las muertas, páginas 115, 116). El 23 de enero de 1997, el Tribunal Supremo de Justicia del Estado de Chihuahua le confirmó a Sharif una sentencia absolutoria sobre los siete cargos de homicidio ocurridos en 1995 y que le fueron imputados en 1996 (González, Huesos en el desierto, página 116).
Los Ruteros
La fabricación de chivos expiatorios no concluía. Mientras las pruebas contra Sharif y Los Rebeldes eran desechadas por los jueces, otras se iban construyendo con nuevos sospechosos. El 18 de marzo de 1999, Nancy Villalba González, de 13 años de edad, que había falsificado su identidad para trabajar en una maquiladora, sobrevivió a una violación e intento de asesinato por parte de un conductor de autobús, que la abandonó en un lugar donde posteriormente se descubrieron 12 cadáveres. La menor denunció a su agresor: Jesús Manuel Guardado Márquez, alias el Tolteca. La policía aseguró que éste formaba parte de una banda de violadores y asesinos de mujeres que estaban dirigidos, desde la cárcel, por Sharif (González, Huesos en el desierto, páginas 144, 145). Después de haber sido identificado por Nancy, el Tolteca dio una serie de nombres de amigos y compañeros de trabajo, entre los que estaba Abdel Latif Sharif Sharif. El grupo delictivo era reconocido como Los Choferes o Los Ruteros, y se les acusó formalmente de 12 asesinatos de mujeres. Según la policía, Sharif pagaba a Los Choferes, para que asesinaran a mujeres, 1 mil 200 dólares por cada víctima. El argumento era idéntico al utilizado en el caso de Los Rebeldes. Sin embargo, al poco tiempo de su confesión, de nuevo los acusados denunciaban brutalidades y torturas en los interrogatorios policiales (Fernández, La ciudad de las muertas, páginas 111, 113).
Mientras se seguían inventando culpables, los cuerpos de mujeres asesinadas continuaban apareciendo. El martes 6 de noviembre de 2001 fueron encontradas tres adolescentes, de entre 15 y 25 años, en un campo algodonero propiedad de la familia Barrio. En total, serían ocho víctimas en un mes, de las que, según declaraciones del procurador González Rascón el 9 de noviembre, cinco habían muerto por estrangulamiento. Al día siguiente, un grupo de agentes encapuchados, en un vehículo de la Policía Judicial de Chihuahua, vestidos de negro y sin insignia de la policía, detuvieron de forma irregular a Víctor Javier García Uribe, el Cerrillo, que ya había sido acusado en 1999 de violación y homicidio de mujeres, y a Gustavo González Meza, la Foca. La captura de García Uribe se había producido sin orden de aprehensión, a la fuerza; además fue retenido en un sitio clandestino de Ciudad Juárez antes de ser puesto a disposición judicial. El 11 de noviembre, González Rascón anunció que ya tenía dos culpables de los ocho homicidios recientes: el Cerillo y la Foca, dos conductores de autobús. Según el procurador, llevaban años dedicados a secuestrar y matar mujeres, después de consumir “alcohol, cocaína y marihuana”. Además, los detenidos habían confesado los crímenes y el nombre de cada una de las víctimas. Sin embargo, la sociedad civil y los medios de comunicación se mantenían escépticos ante el nuevo rumbo de las investigaciones (González, Huesos en el desierto, páginas 232-238).
El 14 de noviembre, los acusados denunciaron la tortura a la que fueron sometidos para que se declararan culpables ante José Alberto Vázquez Quintero, juez Tercero de lo Penal (Amnistía Internacional, Muertes Intolerables). A pesar de ello, fueron encarcelados (Villalpando, “Dictan formal prisión al Cerillo y la Foca”, La Jornada). Una semana después, Carlos Gutiérrez Casas, director del penal de Juárez, le entregó a Vázquez Quintero un informe de las lesiones por tortura que presentaron García Uribe y González Meza al ingresar en el penal. Según los acusados, los detuvieron oficiales de policía que usaban máscaras de halloween. Posteriormente, los trasladaron a una “casa de seguridad” donde fueron torturados –tenían los ojos vendados y recibían descargas eléctricas– para que se confesaran culpables de los asesinatos de las ocho mujeres. En una de las sesiones de tortura, entró una mujer que dijo ser representante de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. Les preguntó cómo los habían tratado. Al quejarse de las vejaciones sufridas, éstas continuaron. Sin embargo, uno de los acusados reconoció la voz en la televisión de esta supuesta representante de derechos humanos. Resultó ser Suly Ponce, exfiscal especial para los asesinatos de mujeres. El responsable de la detención y el maltrato de ambos detenidos había sido Alejandro Castro Valles, primer comandante de la Policía Judicial de Chihuahua. Éste fue denunciado junto con Francisco Minjárez, en 1999, por sus nexos con el narcotráfico (Washington, Cosecha de mujeres, páginas 144, 240).
Fuentes:
Fernández, Marcos y Jean-Christophe Rampal, La ciudad de las muertas: la tragedia de Ciudad Juárez. México, DF, Debate, 2008, 123.
González Rodríguez, Sergio, Huesos en el desierto. Barcelona, Anagrama, 2002.
Washington Valdez, Diana, Cosecha de mujeres: safari en el desierto mexicano. Toda la verdad sobre los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez y Chihuahua. México, DF, Océano, 2005.
Amnistía Internacional, México. Muertes intolerables. Diez años de desapariciones y asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez y Chihuahua. México, DF, 2003.
Villalpando, Rubén y Miroslava Breach, “Dictan formal prisión a El Cerillo y La Foca”, La Jornada, 14 de noviembre de 2001: http://www.jornada.unam.mx/2003/09/01/esp_juarez/026.htm.
*Doctorante en historia contemporánea por la Universidad de Santiago de Compostela, España
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