Adrián Mac Liman*/Centro de Colaboraciones Solidarias
“¡Fuera, era, fuera árabes! No quiero que este país sea gobernado por los árabes”. Sucedió durante la campaña presidencial estadunidense de 2008 durante un mitin del Partido Republicano. El árabe era el candidato demócrata Barack Hussein Obama, y la contestataria, una mujer mayor que se había dejado intoxicar por los argumentos de la maquinaria de propaganda de un poderoso lobby con ramificaciones en las altas esferas del poder. El político republicano que había acudido a la cita con sus electores no tardó en poner los puntos sobre las íes. No, Barack Obama no era árabe, sino un buen ciudadano estadunidense, un respetable y respetado miembro del Senado de Estados Unidos. Unas semanas más tarde, Obama se convertiría en el cuadragésimo cuarto presidente del país.
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Anunció la retirada de las tropas estacionadas en Afganistán e Irak, el final de la política intervencionista de Washington, la introducción de normas éticas en las relaciones internacionales. Las buenas palabras, que no los actos, le valieron el Premio Nóbel de la Paz. Una distinción prematura y, según los politólogos, inmerecida.
Las llamadas “primaveras árabes” fueron el primer intento fallido de normalización de las relaciones con el mundo islámico. Los estrategas estadunidenses pensaron que la sustitución de los regímenes autoritarios prooccidentales por estructuras islámicas modernas iba a contar con el beneplácito de los intelectuales y de la sociedad civil de los países del Magreb y el Máshrek. Craso error. Los gobiernos de corte islamista provocaron un espectacular retroceso político y social. En el caso de Egipto, Washington optó por devolver el poder al Ejército; en Libia, las heridas provocadas por el nada ético derrocamiento de Muamar el Gadafi siguen abiertas. La primavera árabe no cuajó en Siria, donde el régimen de Bashar al Assad mantiene su pulso con los movimientos yihadistas financiados, al igual que Al-Qaeda en su momento, por las monarquías árabes conservadoras, aunque también apoyados por las… ¡democracias occidentales!
Occidente no intervino militarmente en la guerra civil de Siria. Hay quien estima que había demasiados intereses creados, demasiadas contradicciones en las políticas de los socios comunitarios. Los valedores de los yihadistas fueron Arabia Saudita, Catar y Kuwait, feudos del conservadurismo árabe prooccidental.
Barack Obama cumplió su promesa al retirar el contingente estadunidense de Irak en 2011. Pero se trataba de un repliegue completamente caótico, que hacía caso omiso de las condiciones objetivas existentes en el país: inestabilidad política, conflictos étnicos y religiosos, desintegración paulatina del Estado-nación, etcétera.
También cumplieron su promesa los combatientes del Estado Islámico de Irak y Levante al trasladarse desde Alepo al Kurdistán iraquí y, aprovechando la aparente debilidad de las instituciones autonómicas kurdas, anunciando la creación del califato en tierras del Islam. Un proyecto descabellado, si no fuera por el espectacular avance de los yihadistas, que llegaron a varias decenas de kilómetros de Bagdad. Pero hay más: el Estado Islámico pretende expandirse al Líbano, Jordania y la Península del Sinaí.
La persecución de la minoría kurda y las matanzas de centenares de yazidíes, una secta que jamás llamó el interés de los occidentales, fueron los detonantes para el regreso de Washington al escenario iraquí. Pero esta vez, el operativo militar, apoyado por la mayoría de los miembros de la Unión Europea, está disfrazado de operación humanitaria. No, Occidente no mandará tropas a Irak. Basta con armar hasta los dientes a los kurdos. “Que se maten ellos…”
La maquinaria de propaganda del Estado Islámico tilda a Barack Hussein Obama de “cruzado”, esclavo de Washington o perro de los romanos. Y pensar que hace apenas unos años no querían árabes en la Casa Blanca…
Adrián Mac Liman*/Centro de Colaboraciones Solidarias
*Analista político internacional
Contralínea 403 / del 14 de Septiembre al 20 de Septiembre 2014
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