En la primavera europea de 1944 (fecha que se debe tener muy en cuenta) ya en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, cuando la historia le daba al imperialismo occidental la trascendental lección de que “no se debe atacar a Rusia y mucho menos invadirla al finalizar el verano”, apareció publicado en Londres el libro de Friedrich Hayek, El camino a la servidumbre (The road to serfdom), posterior Premio Nobel de Economía en 1974. Ese libro rápidamente fue traducido a 20 idiomas universales, y 1 año después, Selecciones de Reader’s Digest –¿la recuerdan?– publicó en Estados Unidos una versión ligeramente abreviada, que llegó a alcanzar una millonaria difusión. Ésta hizo necesaria una tirada mayor: en 1950, en forma de folleto ilustrado o comic, por la General Motor. Había nacido con todas las letras el neoliberalismo, que luego convertido en el “credo” de un nuevo y deslumbrante becerro de oro universal, se impondría al mundo en medio de “sangre, sudor y lágrimas”. Al decir del pletórico y ventripotente “sir” Winston Churchill: cualquier planificación de la economía, bien fuera soviética o nacionalsocialista (nazi) que fueron igualadas, era “totalitarismo”, enemigo mortal de la libertad humana. ¿Cuál libertad? Obviamente la del mercado libre convertido ahora en base y supra-estructura de la nueva sociedad mundial emergente y en expansión, o según el idioma: “mundialización” en los idiomas latinos o “globalización” o “globalisierung” en los idiomas germánicos.
Finalizada la Segunda Guerra Mundial se iniciaba un periodo histórico-mundial de fortalecimiento y expansión del capitalismo triunfante en la parte más desarrollada industrial y tecnológica del planeta; el noratlántico europeo-norteamericano y la reindustrialización de Japón y centro Europa, destruidos por la conflagración, en un clima de pre-guerra contra el comunismo (de cualquier versión) que también emergía triunfante de la guerra como reto serio, definitivo y alternativo, o superador dialéctico del capitalismo. Era la Guerra Fría, concebida como una etapa más de una guerra geopolítica más basta y larga contra el totalitarismo colectivista; mientras, en la periferia global en disputa se imponía la trasformación y reordenamiento institucional del Estado capitalista atrasado, posible objetivo del comunismo, para inmunizarlo contra esta posibilidad. Era el anticomunismo como ideología central de todo el proceso, que señalaba a los partidarios del socialismo (también de cualquier versión) como “enemigos internos de la sociedad”.
En el periodo de entre-guerras mundiales, en la atrasada y dependiente periferia capitalista latinoamericana, existían varios dictadores militares sacados de la vieja tradición de gamonales militares que gobernaron con el terror contra sus conciudadanos, especialmente si eran sospechosos de tener ideas socialistas o socializantes, utilizados ampliamente en sus países respectivos por los militares estadunidense en sus propósitos geopolíticos dominación de la región. Porfirio Díaz en México, Juan Vicente Gómez en Venezuela, Uriburu y la junta militar del 43 en Argentina, Getulio Vargas en Brasil, Trujillo en Dominicana, Jorge Ubico en Guatemala, Tiburcio Carías en Honduras, los Somoza en Nicaragua. Eran nuestros hijueputas, al decir de Nixon. La carne trémula y en descomposición del personaje literario “modelo” del dictador de tierra caliente de Valle Inclán, García Márquez, Roa Bastos, Asturias, Vargas Llosa, Carpentier, etcétera.
Pero es, después del fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando se impone otro tipo de dictaduras ya francamente anticomunistas: el reordenamiento y reorganización de todo el Estado fue prácticamente entregado a una máquina de coacción militar, dotada de armas e ideas por el militarismo imperialista estadunidense, para que se encargara mediante el llamado “consenso hegemónico” de adelantar el disciplinamiento y la guerra social contra el enemigo interno comunista en cada uno de sus países, con el objetivo concreto de desarrollar el capitalismo depredador de esta nueva fase, haciendo compatible la política con el desarrollo económico. El mercado con el Estado. Y entonces empezaron a asolar el escenario latinoamericano las dictaduras terroristas de la segunda mitad del Siglo XX.
En 1946 se inició como modelo en Colombia (que siempre ha sido el “modelo”) las dictaduras falangistas conservadoras y abiertamente anticomunistas de Ospina Pérez y Laureano Gómez, que organizaron la conferencia Panamericana de Bogotá de 1948, origen de la Organización de Estados Americanos, que dio lugar a su vez de la ejecución por parte de los servicios secretos estadunidenses del líder popular de izquierda Jorge Eliecer Gaitán, el 9 de abril de 1948. Este derivó en el Bogotazo, continuado con la cacería de los nueveabrileños, liberales y comunistas y, que a su vez, dio paso a la guerra civil de la violencia bipartidista de Colombia. Esta llevó el capitalismo moderno al campo y originó, en 1953, la dictadura militar de Rojas Pinilla con su continuación en el autoritario Estado de sitio del Frente Nacional bipartidista nacido en 1957. Después vinieron las guerrillas de resistencia comunistas, camilistas y maoístas hasta el día de hoy, constituyendo el llamado “conflicto histórico social y armado de Colombia”.
En 1950 se reinstaló al célebre Tachito Somoza en Nicaragua, quien fue seguido en 1952 por Batista en Cuba, Pérez Jiménez en Venezuela y Duvalier en Haití. Dos años más tarde (1954) se derrocó en un sangriento putsch al socializante Jacobo Árbenz, en Guatemala, y se instaló el terror de Castillo Armas. Ese mismo año, también se impuso al nazi Stroessner en Paraguay. Cuatro años después de la Revolución Cubana, durante lo que pudiéramos llamar la segunda ola dictatorial latinoamericana, en 1964 se organizó en Brasil lo que sería el modelo general de las dictaduras terroristas de la seguridad nacional, modelo expandido por toda América con la dictadura de 20 años de Castelo Branco, Costa Silva, Garrastazu, Geisel y Figueiredo. En 1968 subió por un golpe de Estado Velasco Alvarado en Perú, seguido por el sanguinario Banzer (1971) en Bolivia, Rodríguez Lara en 1972 en el Ecuador, y la feroz dictadura uruguaya de 12 años de duración iniciada en 1973 por Bordaberry, Demichelli, Aparicio Méndez y Álvarez. Replicado unos meses más tarde, aquel fatídico 11 de septiembre en Santiago de Chile que derrocó a Allende y colocó en el poder a su jefe militar, encargado de la defensa constitucional, traidor y sádico simulador nazi, Pinochet (1). En 1976 se instaló en la Argentina la implacable e inhumana dictadura de 7 años de Videla, Viola Galtieri y Bignone, que con su caída en 1985 al parecer cerró el ciclo de los tan repudiables golpes de Estado sangrientos que instauraron atroces gobiernos fascistas patrocinados por el imperialismo y sus agencias de inteligencia.
Después vendría en el centro desarrollado noratlántico la caída del muro de Berlín, con el proclamado triunfo neoliberal y fin de la historia. También, la aceleración vertiginosa de la última revolución tecnológica digital e informática, que hizo instantánea la movilidad del capital financiero global depredador, y el aparecimiento de mafias neoliberales en la instrumentalización del poder con su perfeccionamiento institucional, ajustándolo y reorganizándolo al mercado, a la acumulación de capital por el despojo de millones, y a la depredación territorial ejercida por el capital financiero mundial. El surgimiento de potencias postcomunistas convertidas en potencias capitalistas, como Rusia y China, que entraron a disputar a la tríada imperialista (Estados Unidos-Europa-Japón) la hegemonía única y su geopolítica de control territorial exclusivo. La profunda y larga crisis financiera de 2008, que se ha prolongado peligrosamente hasta hoy día. El desmonte final del Estado del bienestar en el centro capitalista desarrollado, con el desplome del “centrismo” social-demócrata, social-cristiano y liberal, con la polarización y el resurgimiento de partidos parlamentarios xenófobos y neonazis, o “fascismo con rostro humano y democrático” (neofascismo lumpen-burgués y xenofóbico dentro de la democracia burguesa) y triunfo definitivo de la globalización neoliberal, con pulverización de la clase obrera y de sus partidos de clase, incapaces en su miseria ideológica de presentar no ya un proyecto “alternativo” sino abiertamente sustituto. Crisis económica global a la que se le vienen a sumar dos crisis aún más deletéreas: la medioambiental y la militar, con sus posibilidades de una catástrofe nuclear. Tres crisis que empiezan a ensombrecer aún más el futuro de la humanidad.
Así, ante este reflujo popular en América, han podido suceder sin mayores implicaciones los “golpes blandos fascistas” que el imperialismo ha instaurado como nueva modalidad maquillada de los atroces y aborrecibles golpes militares. Los golpes blandos se dan con la destitución judicial (impeachment) de presidentes incómodos por sus veleidades socialistas. El reemplazo corre a cargo de algún corrupto sirviente local del capital financiero global. Tal como sucedió con Honduras en 2009 contra Zelaya; Paraguay en 2014 contra Fernando Lugo; y recientemente contra Dilma en Brasil, en 2016. En este último caso subió al poder de ese gran país el corrompido traidor Temer, para abrirle paso ahora al fascista Bolsonaro.
Con el triunfo de Bolsonaro, a nadie le debe quedar duda de que se habrá cerrado de una vez por todas el cerco político y militar contra el pueblo venezolano: Colombia por el Occidente, Brasil por el Suroriente; la OEA de Almagro por el Norte y los obispos por las entretelas del alma. Mientras, nosotros seguimos discutiendo si es fascismo o imperialismo (dos caras de la misma moneda) el que nos va a despedazar.
Pobre Venezuela convertida en una isla bolivariana, rodeada por enemigos por todas partes. ¿Y ahora, quien podrá defenderte?
Nota:
Según el invaluable testimonio del senador y dirigente del Partido Socialista de Chile, Carlos Altamirano, en su libro testimonial Dialéctica de una derrota (Editorial Siglo XXI, México, 1977).
Alberto Pinzón Sánchez/Telesur
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