Según investigaciones recientes, en esta última década un 50 por ciento de matrimonios en el mundo se disuelven por vía legal. Podemos tomar el dato con pinzas (como todo dato en el campo de la investigación social), pero no cabe duda de que esa tendencia no puede desconocerse y nos revela con certeza algo: el matrimonio es una institución en crisis.
En cualquier cultura y en toda época el matrimonio, en tanto institución, ha evidenciado signos, como mínimo, de debilidad. Las relaciones extramatrimoniales –incluidos los hijos surgidos de éstas– son tan viejas como la propia civilización; pero quizá ahora, sin que el mundo sea un paraíso precisamente, se puede abordar el tema con mayor libertad.
La institución matrimonial va acompañada, y se inscribe, dentro de otra formación social: el machismo, el patriarcado; una modalidad cultural que, sin hallarse en vías de extinción, comienza a ser cuestionada, muy tibiamente todavía pero en forma irreversible. En este contexto el matrimonio debe entenderse como el dispositivo social que permite (asegura) la perpetuación de la especie, la propia cultura y la propiedad privada.
Todas las sociedades son conservadoras, quizás existen para eso: para conservarse a sí mismas garantizando los logros históricos que han ido alcanzando en el nunca terminado proceso civilizatorio. Todas las sociedades, de igual modo, son machistas, patriarcales; algunas más que otras, sin duda –ahí está como muestra la poligamia, por ejemplo, oficialmente aceptada en muchos pueblos–, pero todas, aun las que se precian de ser “desarrolladas”, continúan ese perfil machista. En tanto célula primordial de las sociedades, el matrimonio reproduce esas características: conservador, machista, patriarcal.
En la medida en que implica un acuerdo legal entre las partes, constituye un contrato social y, como tal, es producto de un convenio, también sujeto a evolución en el tiempo (las legislaciones siempre van a la zaga de los hechos consumados, se hace ley lo que ya existe, de hecho, como práctica consuetudinaria). Las parejas biológicas existieron antes de los contratos matrimoniales.
De la misma manera, la tendencia a la crisis que ahora presenta es, ante todo, un hecho constatable: un 50 por ciento de las separaciones en matrimonios legalmente constituidos se hacen públicas en el mundo, amén de la eterna “infidelidad” conyugal que los acompaña. Paralelamente viene la reacción ante la crisis: ¿dónde irá a parar? ¿La clonación de humanos será la respuesta a la perpetuación de la especie? ¿Vamos hacia la soltería como norma? ¿La bisexualidad, quizás? ¿Seguirán existiendo los matrimonios heterosexuales en un futuro inmediato?
Hasta ahora, con sus deficiencias intrínsecas insalvables (la “infidelidad” es tan vieja como el mundo, ¿se podrá ser “fiel”?), el matrimonio ha venido cumpliendo su cometido. Y seguramente pueda seguir cumpliéndolo, aún con sus nuevas variables: matrimonios homosexuales, por ejemplo; o monoparentales, de progenitores solteros. Lo cierto es que nos abre interrogantes que no podemos seguir evadiendo.
Es también cierto que, como institución, no se nutre necesariamente del amor, de forma exclusiva (como suele afirmarse: “el amor eterno dura… unos meses”). Muchos matrimonios se mantienen, en virtud de circunstancias muy alejadas del enamoramiento entre sus cónyuges: conveniencia y/o necesidad social.
El enamoramiento absoluto, según revela el sicoanálisis, es una peculiar relación narcisista; el único amor perpetuo es el que se siente por la descendencia –la forma en que nos inmortalizamos y trascendemos nuestra vida finita–. Querer a los hijos es querernos a nosotros mismos. A la pareja la queremos, muchísimo a veces, pero no deja de ser prescindible. El amor eterno y absoluto es una bella construcción romántica, pero no posible en la perpetuidad de lo cotidiano.
Una vez más somos conservadores, parece ser nuestro destino humano. El amor es un ingrediente de la vida humana, importante sin duda, pero no el único; y, sin duda, no el primordial. El interés pareciera terminar imponiéndose siempre. Además, el amor se mueve siempre de la mano de su antítesis: el odio. La dinámica humana es una compleja combinación de todas estas posibilidades, donde lo que prima, la mayoría de las veces, es la rutina, la estabilidad a cualquier costo. Los matrimonios no dejan de expresar todas estas posibilidades.
En general hay que “aguantarlos”, esa es la tónica dominante. Los hijos son la excusa (grandiosa, por cierto, ¿quién no ama a sus hijos?). Y ahí están las transgresiones extramaritales que nos recuerdan que el “amor eterno” corresponde al ámbito poético. ¿Habrá que pensar en parejas abiertas como salida?
En sí mismo, tal como está planteado en su estructura, el matrimonio lleva implícita la posibilidad de su transgresión –por lo demás, muy habitual–. Pero, como institución conservadora va más allá de estas circunstancias “domésticas”, intentando erigirse como un valor ético en sí mismo, cerrando los ojos, tolerando, dejando pasar “pecadillos” ocultos. Su perpetuidad como institución supuestamente inconmovible permite/tolera ciertos deslices, ciertas válvulas de escape.
Dicho de otra forma: una cierta cuota de “mentira” socialmente aceptada forma parte de su constitución fundamental. Las transgresiones masculinas son parte de su ritual, de su dinámica normal en los matrimonios monogámicos, al menos. Y otras veces, la poligamia es simple y llanamente institucionalizada, una forma aceptada socialmente de machismo patriarcal. La transgresión femenina, dado el machismo imperante, es aún mucho menos tolerada, aunque de hecho también existe.
Pero el proceso de cambio en los valores generales ha comenzado a relajar dicha visión. Si no fuera así, no se estaría institucionalizando en la cultura cotidiana el divorcio como algo posible y ya casi “normal”. No olvidemos: pese a la oposición de las iglesias (la católica en especial), la mitad de las parejas se separan ante un juzgado.
Todo eso abre el cuestionamiento: si existe la posibilidad de ser transgredido (las relaciones y los hijos extramatrimoniales son un hecho incontrastable). Si no garantiza de por vida el enamoramiento de sus partes; si conlleva todo el peso de la rutina y la formalidad de cualquier institución: ¿por qué se mantiene entonces?
Podría agregarse, incluso, como pregunta no menos interesante: ¿por qué el movimiento homosexual existente en buena parte del mundo busca el matrimonio como un objetivo en sí mismo –a sabiendas de que es una institución en crisis de la que escapa cada vez más gente– y aspira, incluso, al contrasentido de casarse, ceremonia religiosa mediante?
Dar una respuesta convincente a esta pregunta implica largos desarrollos sociales, psicológicos, ético-políticos, que exceden las posibilidades de un breve texto como este. Acompañando estas reflexiones, queda en pie una interrogante: ¿con qué reemplazar el matrimonio entonces?
Marcelo Colussi*/Prensa Latina
*Catedrático universitario, politólogo y articulista argentino
[BLOQUE: OPINIÓN][SECCIÓN: ARTÍCULO]
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